
Los datos del Inegi traen un destello de esperanza. Entre 2018 y 2024, la pobreza en México cayó del 41.9 por ciento al 29.6 por ciento, liberando a 13.4 millones de personas de sus cadenas, mientras la pobreza extrema se redujo de 8.7 a 6.9 millones. El aumento del salario mínimo y los programas sociales del Gobierno de López Obrador han dado resultados concretos. Su continuidad por la Presidenta Claudia Sheinbaum plantean una oportunidad de seguir mejorando las condiciones sociales y económicas de millones de personas.
Para quienes defendemos los derechos humanos, esto es un avance hacia la dignidad, una prueba de que la pobreza no es sólo carencia económica, sino un muro estructural que bloquea derechos esenciales. Pero en este logro se cuela una pregunta incómoda: ¿es necesario que los derechos civiles y políticos paguen el precio de esta lucha por los derechos sociales?
La izquierda, que ha hecho de la equidad su bandera, celebra estas cifras como un triunfo sobre un modelo que enriquecía a unos pocos mientras dejaba a millones en la marginación. Sin embargo, este relato de justicia social no está libre de sombras. Las reformas que concentran poder en el Ejecutivo, los ataques a la prensa crítica y el debilitamiento de instituciones autónomas —como el INE o el Poder Judicial— prenden focos rojos. La persistencia de la corrupción y la impunidad es otro lastre que mantiene un Estado de Derecho deficitario. Organismos internacionales advierten un retroceso hacia un sistema donde la democracia se erosiona, justificado por el mantra de priorizar a los más pobres.
Por su parte, la derecha, que se presenta como defensora de las libertades democráticas, tiene un historial cuestionable. Sus gobiernos pasados alimentaron la desigualdad, consolidando un sistema que beneficiaba a élites mientras ignoraba a las mayorías. Su discurso sobre la defensa de las instituciones suena vacío cuando su legado está marcado por políticas que perpetuaron la exclusión. Quisieron presentar como necesario el acoplamiento de la economía de mercado a rajatabla y sus funestas consecuencias, a la construcción de la democracia liberal. En suma, igualdad política, pero no económica.
En este cruce de izquierda y derecha, ambos polos parecen atrapados: uno promete justicia social, pero arriesga las libertades; el otro defiende las reglas democráticas, pero olvida a quienes más las necesitan.
Como activistas, nos negamos a aceptar que la lucha por los derechos sociales deba costar los derechos civiles y políticos. Los derechos humanos son indivisibles. Sin prensa libre, sin instituciones independientes, sin un sistema de contrapesos, los avances contra la pobreza son frágiles, sujetos al capricho de un líder o un partido. Los datos del Inegi muestran que, aunque la pobreza disminuye, el 48.2 por ciento de los mexicanos aún carece de seguridad social, y el gasto en salud de las familias ha crecido un 41 por ciento desde 2018. Esto nos recuerda que reducir la pobreza no basta si no garantiza acceso real a servicios esenciales, algo que sólo un sistema democrático robusto puede sostener a largo plazo. En suma, deben existir mecanismos que sujetan al escrutinio público estás deficiencias para discutirlas y revertirlas en el marco de una sociedad transparente y plural.
El desafío no es elegir entre derechos sociales o derechos políticos, sino construir un camino donde ambos se fortalezcan. La historia de América Latina nos alerta sobre los regímenes que concentran poder, ya sea bajo banderas progresistas o conservadoras, terminan traicionando a los más vulnerables. Para la defensa de los derechos humanos nuestro compromiso es claro: exigir que la lucha contra la pobreza no se convierta en una excusa para mermar las libertades. Porque una sociedad verdaderamente justa no sólo cuenta cuántos escapan de la pobreza, sino cuán libres son para construir una vida digna sin temor a que les sea arrebatada.





