
En México, la violencia contra la prensa no se detiene. Cambian los gobiernos, cambian los discursos, pero los números siguen ahí: agresiones cada 14 horas, periodistas asesinados, medios acosados. Ahora, además de la violencia física, se multiplican las demandas, denuncias y medidas cautelares que buscan silenciar lo que incomoda. En tan sólo siete meses de este año se han documentado 51 casos de acoso judicial, un proceso nuevo cada cuatro días.
Ante esta realidad, cabría esperar una respuesta firme desde la presidencia y su gabinete. Pero lo que domina, más bien, es la omisión. No hay una política clara para proteger a la prensa. No hay una voz contundente que marque límites frente al uso faccioso de la ley para callar a periodistas. Persiste como un legado incómodo la estigmatización desde el poder. Durante el sexenio pasado, se normalizó llamar “prensa fifí”, “hampa del periodismo” o “pasquines inmundos” a medios críticos. Ese lenguaje sembró un clima de hostilidad que otros actores hoy aprovechan para justificar demandas y castigos.
El problema no termina ahí. Las fiscalías, que deberían investigar y llevar ante la justicia a quienes amenazan o agreden a periodistas, son engranajes de la impunidad. Nueve de cada diez ataques nunca llegan a sanción. Contrasta con la velocidad con que se abren carpetas de investigación contra periodistas. En esos casos, las fiscalías son eficaces e implacables.
Tampoco hay freno a la ofensiva digital. Las campañas de hostigamiento en redes sociales, impulsadas desde cuentas oficialistas o cercanas al poder, han sustituido la descalificación directa desde el púlpito presidencial. Es cierto que el estilo de la mañanera ha cambiado y los ataques son menos recurrentes, pero la narrativa que se instaló en el partido-movimiento persiste. En Morena, la prensa crítica sigue viéndose como enemiga. Esa percepción, una vez sembrada desde su fundador, difícilmente se revierte aunque cambie el tono desde Palacio Nacional.
La Presidencia actual parece haber optado por “dejar pasar” todo eso. No descalifica de manera sistemática (aunque en ocasiones lo hace), pero tampoco rompe del todo con el modelo que heredó. No hay condena a la estigmatización ni a las prácticas judiciales que sofocan a la prensa. Solamente se pronuncia en contra de la censura pero, como los llamados a misa, el resto del oficialismo sigue en su carrera censora. La falta de acción es, en sí misma, una forma de continuidad.
Es cierto, la protección de periodistas no depende sólo del Ejecutivo federal. El Poder Judicial tiene la responsabilidad de frenar abusos legales; los congresos locales, de derogar leyes contrarias a la libertad de expresión; los órganos electorales, de evitar que figuras como la VPEG se conviertan en atajos de censura; y las fiscalías, de evitar la criminalización de la prensa.
Pero el liderazgo político importa. Una Presidencia que concentra tanto poder formal y que calla —o por lo menos no condena con contundencia ni actúa— abre espacio para que gobernadores, legisladores, jueces y partidos usen la ley y la narrativa digital como armas. El silencio deja vacíos que inmediatamente son ocupados por la estridencia.
En este contexto, se presume que México es una democracia vibrante, pero sus periodistas enfrentan cada vez más obstáculos para cumplir con la tarea básica de informar. El resultado no es sólo el desgaste de quienes publican sobre asuntos de interés público, sino una ciudadanía menos informada, más susceptible ante la propaganda y a la desinformación.
El Estado mexicano tiene como una de sus obligaciones claras la de proteger el derecho a la información y garantizar el ejercicio de la libertad de expresión. No basta con no atacar (tanto); se necesita actuar. Romper por completo con el discurso de la estigmatización, poner límites al acoso judicial y enviar un mensaje inequívoco de respaldo a la prensa crítica. También implica desmontar de una vez por todas las milicias digitales y revertir el lastre de la violencia que sigue costando la vida y la integridad de cientos de periodistas.
En un país donde informar significa arriesgarse, opinar puede terminar en un juicio y denunciar acarrea hostigamiento, la falta de respuesta oficial pesa demasiado. ¿Dará este gobierno el paso necesario para que la lucha contra la censura no dependa sólo de periodistas y ciudadanía?





