Hay tres actividades que me han enriquecido desde hace décadas: la filosofía, las matemáticas y la ciencia. No soy experto en ninguna de ellas pese a que les he dedicado casi todo mi tiempo; principalmente, a estudiar y a enseñar filosofía, a escribir libros y ensayos filosóficos. Esa entrega, sin embargo, sólo me ha servido para adentrarme un poco en esta disciplina y no encontrarme en la mera orilla. Hoy, no obstante, quisiera, encarado al espejo, hacer un balance y preguntarme en serio: ¿para qué sirve la filosofía? Pues, quizás mi respuesta, sin ser la de un experto, puede resultar útil a quienes siguen tan gentilmente esta columna.
Para empezar, he de admitir que no hace falta pasarse meses intentando entender el abstruso volumen Fenomenología del espíritu de Hegel, ni romperse la cabeza, también durante meses, descifrando la no menos complicada Crítica de la razón pura de Kant para plantearse asuntos tan graves como: ¿qué hago en este mundo?, ¿de qué se trata todo esto?, y ¿por qué voy a morir? Preguntas que, en resumidas cuentas, son el verdadero corazón de la filosofía. Pero, de inmediato, también he de admitir, que no sólo estos dos memorables textos que consumieron tardes y tardes de mi vida, sino todos los que componen la tradición completa de la filosofía son necesarios para que dichas preguntas, que cualquiera se ha formulado en algún momento, se entiendan plenamente. Con esta contradicción lo que quiero decir es que no hace falta dedicarse al estudio de la filosofía para hacerse preguntas filosóficas, pero sí para que el sentido cabal de esas preguntas transforme la vida. Lo mismo ocurre con quien tropieza con una piedra, no hace falta haber estudiado física para saber que la masa de la piedra es mayor que la fuerza de nuestro pie y que por ello tropezamos, pero sí es necesario conocer un poco de física para entender más claramente la relación masa-fuerza.
Uno llega a este mundo en el que todos los significados están dados y uno comienza a asimilarlos: los da por buenos y eso rige nuestra conducta. El contexto en el que nacemos nos parece no solo natural, sino lo natural. Poco a poco vamos entendiendo cómo comportarnos: qué hacer y qué no hacer, también adoptamos como propias las metas, las aspiraciones, y hasta lo que se ama o se odia en el contexto que nos tocó en suerte. La vida discurre dando por sentado no tanto lo que hay, sino los significados que tienen las cosas que hay. El autobús es real, la naranja es real, la pared y la luna son reales; el mundo de los sueños, pese a la viveza de las experiencias oníricas, no es real, es ilusorio, pensamos. La filosofía, sin embargo, ha cuestionado estas certezas, por lo menos desde la famosa Alegoría de la Caverna de Platón.
¿Qué pasa con esta alegoría que se ha reformulado incontables veces desde Platón hasta fecha? Pues lo que ocurre es que razonablemente pone en duda lo que damos por real. La sintetizo para quienes no la conocen: Platón en su diálogo La República plantea una pregunta: si todos desde el nacimiento estuviéramos inmovilizados en el fondo de una caverna, con la cara vuelta hacia un muro y en este se proyectaran las sombras de los objetos: la sombra de un caballo, la sombra de un pájaro, la sombra de un árbol… ¿creeríamos o no que esas sombras son reales? Y ¿qué pasaría si alguno de esos prisioneros lograra librarse de sus amarras y saliera de la caverna para encararse a los verdaderos objetos y comprendiera que sus compañeros están equivocados, pues lo que ellos consideran objetos son sólo sombras? Esta alegoría es fascinante, pues sugiere la cismática duda de que podríamos estar equivocados en el asunto más elemental: creer que es real lo que no lo es. La historia del conocimiento es la historia de esas personas que han salido de la caverna y han visto las cosas de otro modo: las personas estaban en la caverna de Ptolomeo y salieron para llegar a la caverna de Copérnico… hoy estamos en la caverna de Einstein, por poner un ejemplo muy conocido.
El espíritu de la filosofía consiste, precisamente, en poner en duda lo que se tiene por cierto. Este espíritu está presente en todos los seres humanos sin excepción: incluso está, aunque oculto, en quienes defienden dogmáticamente una creencia, pues precisamente son capaces de defenderla con todo —y si son capaces de llegar incluso a la violencia es porque de algún modo sospechan que pueden sacarlos de su caverna—; está también, aunque incipiente, en la curiosidad, en esa búsqueda que no sabe qué busca pero siente la necesidad de indagar, de encontrar la salida, y está, sobre todo, en aquellos que se dedican con denuedo a criticar, a practicar la duda con preguntas cismáticas, con preguntas que literalmente corroen, pues meten el oxígeno que hay afuera de la caverna.
La caverna es también una metáfora de la dimensión de la vida cotidiana, es de hecho ese mundito en el que estamos, en general, atrapados por las preocupaciones diarias, afanes y faenas que nos hacen olvidar que la vida se acaba y nos permiten instalarnos en esa sensación de eternidad donde asuntos tan de poca monta como la opinión que los demás tienen de nosotros, o si nos quieren o no, o si nos sentimos solos… asuntos que son nada cuando se ven contra el telón de la muerte. Porque la vida cotidiana es eso: una serie de rutinas cuya virtud consiste en distraernos de la presencia constante de la muerte. La filosofía, al traspasar con sus preguntas el velo de tranquilidad que nos cubre los ojos, relativiza y vuelve nimio aquello que solemos tomar en serio: comenzando por nosotros mismos, por supuesto.
La filosofía, en suma, cuando anida, consigue que quien se dedica a ella no se conforme con ninguna respuesta por más que parezca una verdad definitiva; las respuestas pueden ser científicas, morales, religiosas, domésticas o de la clase que se desee: filosofar es lo que hace posible que ninguna respuesta se vuelva una jaula permanente. La filosofía sirve para entender que toda verdad es una caverna.
X @oscar de la borbolla





