
El sino del escorpión lee informaciones contrastantes sobre esa nebulosa denominada “sector cultural”. Mientras el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) acaba de entregar sus nuevos estímulos, también se acusa la disminución del presupuesto de la Secretaría de Cultura para 2026. Esto refleja las tensiones entre los desafíos inmediatos y las posibilidades de transformación del sector, que enfrenta drásticos recortes, pero también los insistentes esfuerzos por innovar y promover la diversidad cultural desde el territorio y las comunidades.
Se asegura que la política cultural de la Cuarta Transformación reconfiguró prioridades al pasar de una visión centrada en instituciones y “alta cultura” hacia un énfasis explícito en la territorialidad, la inclusión y el fortalecimiento de prácticas culturales comunitarias y de pueblos originarios. La estrategia permitió multiplicar acciones en ámbitos hasta ahora desatendidos por la política cultural tradicional, y ha revalorizado saberes locales y lenguas indígenas dentro de la agenda pública, tal como lo delinean los documentos rectores de esta “nueva” política cultural.
Un programa central, por ejemplo, es el de Cultura Comunitaria, cuyas herramientas de acción: semilleros creativos, nuevos espacios municipales de formación artística, centros culturales móviles, variados talleres para niñas, niños y jóvenes, màs otras acciones territoriales, han redirigido los recursos hacia contextos de vulnerabilidad y precariedad como expresión de esa nueva política, cuyo fin es garantizar el ejercicio del derecho a la cultura más allá de los grandes recintos urbanos
Esta decisión, según aprecia el alacrán, aplica a la política cultural el mismo principio general de gobierno de “primero los pobres”, y ha dirigido recursos y programas diseñados para llevar formación, gestión y equipamiento a municipios adonde antes no llegaba oferta cultural consistente. Esa reorientación ha generado mayor presencia estatal en comunidades históricamente marginadas, la visibilización de expresiones culturales y folclóricas diversas, y una política que, al menos en principio, entiende la cultura como “herramienta de cohesión social y desarrollo local”.
No obstante, escucha atento el venenoso, corre también otra visión de esta política cultural, aquella que describe cómo la priorización comunitaria ha introducido tensiones con los mecanismos de sostenimiento tradicionales de la llamada alta cultura y su ámbito de acción. Sus espacios emblemáticos, festivales de corte académico y proyectos de alta especialización sufrieron cambios drásticos en sus circuitos de financiamiento, en sus jerarquías institucionales y en el alcance de sus proyectos en la medida en que fueron cerrados o transformados muchos de los fideicomisos de donde obtenían recursos. Esta reconfiguración de apoyos y la imposición de nuevas prioridades administrativas explican en parte la sensación de abandono y enojo que padecen los sectores vinculados a la alta cultura.
La reorientación presupuestaria y administrativa tensiona entonces la subsistencia de lo que llamamos alta cultura: orquestas, museos de referencia, festivales de gran formato, editoriales y centros de investigación artística que requieren apoyos sostenidos, especializados y a veces costosos. El nuevo énfasis en procesos participativos y proyectos de impacto social ha marginado propuestas cuyo valor radica en la excelencia técnica, la experimentación arriesgada o la proyección internacional, le insisten al arácnido.
Es en medio de estas tensiones que se ha presentado el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación (PPEF) 2025, que asigna 12 mil 081 millones de pesos al Ramo 48 (Cultura), lo que representa una reducción real del 30.8 por ciento respecto a al año anterior (16 mil 754 millones). Esta es la cifra más baja desde la creación de la Secretaría de Cultura en 2017, y equivale apenas al 0.13 del gasto total del Gobierno federal. Vale añadir que esta contracción se explica en parte por el término al financiamiento de megaproyectos como el Tren Maya y el Bosque de Chapultepec, pero deja al sector en su punto más vulnerable, con impactos a la baja en el acceso a bienes culturales, la preservación del patrimonio y la generación de empleo artístico.
El debate que atraviesa a la política cultural mexicana no es sólo técnico, como de pronto pareciera, sino también ético y simbólico: se confrontan dos visiones válidas pero distintas del bien público cultural. Una apuesta por democratizar el acceso y democratizar el reconocimiento de pluralidades; la otra exige mantener centros de excelencia que produzcan pensamiento crítico, experimentación artística y prestigio internacional.
Para no sacrificar la alta cultura es necesario complementar la expansión territorial con mecanismos que preserven la excelencia: presupuestos plurianuales para grandes instituciones, líneas de financiamiento específicas para producciones de alto costo, y marcos de cooperación internacional que aseguren movilidad y acompañamiento técnico. Si el Estado pierde la capacidad de sostener recintos, compañías y editoriales de referencia, el país arriesga empobrecer su presencia global y la formación avanzada de sus creadores.
El cambio de política tenía razones legítimas: corregir desequilibrios históricos, llevar formación y recursos a quienes nunca accedieron a la oferta cultural y reconocer saberes que el circuito oficial había invisibilizado durante décadas. Por esto mismo, las políticas comunitarias deben consolidarse bajo criterios de evaluación rigurosos que demuestren impacto social y cultural más allá del asistencialismo ritual. A se vez, los proyectos de alta especialización deben justificar su aporte público en términos de formación, innovación, producción de conocimiento y representación internacional, no en exclusividad.
El Estado tiene la obligación de sostener la pluralidad cultural. Una política inteligente debe articular ambos aspectos de la acción cultural sin entenderlos como excluyentes sino complementarios: de la voz del barrio a la sala de concierto.
@Aladelagarza





