
El sino del escorpión ha fatigado los laberintos de la política mexicana y de la expansiva actuación del crimen organizado, observó también vía televisiva el hostigamiento a la Presidenta realizado por un pobre diablo y la imagen le pareció la metáfora más rotunda de la violencia de género en nuestro país: a la vista de todos y aún así, hay quien la duda, no la advierte, acusa un montaje y minimiza el abuso. Ya sin aliento, el alacrán atestiguó todavía un gesto feminista valiente de la Señorita Tabasco-México, candidata a Miss Universo, pero no dejó de preguntarse por qué siguen existiendo los certámenes de belleza y por qué las jóvenes participan en ellos, cuando siempre han sido expresiones machista radicales que convierten a las mujeres en objetos. La realidad no está para bollos, pensó el venenoso, y prefirió refugiarse en la crítica literaria, oficio honesto (Borges dixit), que alguna vez ejerció con cierta fortuna.
Cualquier gran libro incluye en sus páginas todas las lecturas anteriores y se reescribe a sí mismo en la mente del lector con los comentarios, reflexiones, críticas y glosas surgidas en torno a él. Leemos la tragedia de Hamlet tal como fue leída en los tiempos isabelinos, como la leyeron los góticos y los victorianos, los románticos y los lectores antes y después de Freud, los modernistas, posmodernistas y sucesores. De las primeras lecturas fantasmagóricas a la percepción del príncipe como un loco, de la centralidad del choque político-cortesano a los enfoques sobre el crimen y la justicia, y de allí a las interpretaciones psicológicas del conflicto interior del personaje y a su transformación en un héroe romántico. Leemos entonces un Hamlet a la medida justa de nuestra capacidad lectora, crítica, profesional o de estudio, como trabajo, entretenimiento o distracción. Pero la crítica del libro está presente en el comentario escuchado o leído, en quien sugiere o desdeña su lectura, y también suscitará en nosotros una reflexión, una glosa, un comentario.
Sobre Homero y sus clásicos poemas La Ilíada y La Odisea se realizaron estudios críticos apenas hasta la época alejandrina, cuando pudieron fijarse los textos, capturarse mediante la escritura. Antes, la transmisión de esos relatos poéticos fue oral, se realizó por rapsodas, y sobre todo mediante las hojas especiales realizadas en cada ciudad para las celebraciones locales y sus festivales de versadores, lo cual dio lugar a la multiplicación de variantes de los versos originales, los cuales, encima, también variaron al ser compilados por Homero. Finalmente llegarían a los textos escolares.
Platón, lector de Homero, diseminó sus ideas sobre la poesía en su extensa obra, además de perfeccionar el diálogo como forma literaria, aunque, con una suerte de visión crítica, dejó fuera de su República ideal a los poetas por ser alentadores de inconformidad. Aristóteles en su Retórica indaga en los aspectos formales de la literatura y su Poética representa el primer estudio especializado y sistemático sobre el hecho poético.
Cicerón en Roma escribió sobre la elocuencia y la oratoria, mientras Horacio dejó en sus Epístolas variados consejos sobre el arte de escribir. Más adelante el concepto de Bibliotheca se tornó célebre gracias a Focio, patriarca de Constantinopla en el Imperio Bizantino (Romano de Oriente). El erudito elaboró alrededor del año 855 una suerte de enciclopedia consistente en una colección de comentarios, noticias y descripciones de 280 libros que había leído, con notas y extractos. Este ejercicio de crítica y glosa era extendido en la corte de Bizancio, una forma de wikipedia literaria.
En la Edad Media, Petrarca estudio críticamente la poesía, en especial la figura literaria de la alegoría, en tanto Bocaccio realizó un estudio amplio de la poética de Dante. En el siglo XV, los españoles Juan Alfonso de Baena en su Cancionero, y el Marqués de Santillana en su Carta al condestable de Portugal, ponderan también la poesía en lenguas romances. La crítica literaria entonces se ha expresado y desarrollado siempre, desde Atenas y Roma hasta la actualidad.
Un ejemplo memorable del ejercicio literario crítico es el de Alonso Quijano, quien, como sabemos, trastornado por la lectura de novelas de caballería encarnó en El Quijote para convertirse en caballero andante, paladín justiciero, desfacedor de entuertos y enamorado de Dulcinea. El de la triste figura “vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer, y, así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos”, dice el primer capítulo de El Ingenioso Hidalgo. De inmediato Cervantes describe el pasmoso gusto lector de Alonso por los relatos de Feliciano de Silva y otra docena de libros de caballeros: de Palmerín de Inglaterra al Amadís de Gaula, del Caballero del Febo a Galaor, del Cid Ruy Díaz a Bernardo del Carpio, de Roldán a Reinaldos de Montalbán.
Ante esta locura de Quijano, su confusión entre la realidad y la ficción, más las primeras heridas y lastimaduras ocasionadas por su necedad guerrera, en el capítulo sexto su amigo barbero, maese Nicolás, y el cura de su pueblo de La Mancha, expurgan en “donoso y grande escrutinio” la biblioteca de Alonso, “donde hallaron más de cien cuerpos de libros grandes”. El ama de llaves exige entonces al cura rociar el aposento con agua bendita para exorcizar de allí “algún encantador de los muchos que tienen estos libros”, dice temerosa, y junto con la sobrina de Alonso pide al cura y al barbero hacer un fuego grande con todos los libros “dañadores”.
El cura opta por revisar uno a uno todos los títulos; arroja entonces algunos al fuego y otros los salva según distintas ocurrencias y ponderaciones “críticas” (la encuadernación, la portada, el supuesto tema de la aventura, la fama del autor). El barbero se topa entonces inusitadamente con el libro La Galatea, del mismo Cervantes, de quien el cura afirma ser amigo de muchos años y por lo cual recomienda reflexivamente “salvar el libro para esperar su segunda parte”. En el juego entre la realidad, la ficción, la crítica literaria, el guiño jocoso y la autorreferencia cervantina, están la risa y el viaje metaliliterario en el cual el lector y el alacrán han quedado ya atrapados por el genio de Cervantes.





