Fabrizio Mejía Madrid

El PRIAN se vuelve violento

"La opción ideológica que ha abrazado el PRIAN es la de la ultraderecha más dura que existe: es xenófoba y racista porque se concibe como una casta superior que es Todo México. Los pobres o los migrantes no son México. Los judíos no son México. Los morenos no son México".

Fabrizio Mejía Madrid

20/11/2025 - 12:04 am

“Puta judía”, escribieron en la puerta de la Suprema Corte en la pasada marcha del 15 de noviembre. Una mujer que participaba en la marcha expresó: “No quiero que mis impuestos se los regalen a los ninis o a las que se embarazan. Eduqué a mis hijos para que trabajen”. Y, cuando unos muchachos sin pasamontañas están recibiendo órdenes de unas señoras muy bien vestidas, aseguran: “Si no tomamos Palacio Nacional hoy, después ya estarán más preparados”.  

Estas tres frases definen lo que ocurrió y vimos todos: el PRIAN organizó una marcha para darle cobertura a un ataque violento contra el Palacio Nacional. Los marchistas pueden ser los mismos del Frena, la Marea Rosa o los mítines de Xóchitl Gálvez, pero algo había cambiado: mientras en anteriores demostraciones los grupos violentos fueron infiltrados, ahora estaban siendo convocados por el PRIAN, usados para una fotografía que pudiera ser evidencia de la represión de un gobierno autoritario o de una narco-dictadura y, con ello, facilitar una intervención de Estados Unidos en nuestro país. Cumpliendo con su compromiso, al día siguiente Donald Trump dijo: “Estuve viendo lo que pasó en la Ciudad de México el fin de semana. Hay algunos problemas graves ahí”. No importó, por lo tanto, que sólo llegaran 17 mil furiosos tercer fedatarios, que se olvidaran a la mera hora de que iban a utilizar el asesinato de un Alcalde en Uruapan, o que otra vez no tuvieran demandas ni proyecto nacional, y que acabaran estrellándose contra una barda para demostrar su exasperación. No importaba ni el número de manifestantes, ni las consignas, ni lo que demandan. Lo único que importaba era la foto del gas de extinguidores en el aire del Zócalo para provocar que corresponsales gringos, rusos, y españoles pudieran decir que había un gobierno represor y, por tanto, una exigencia real para la deposición de la Presidencia más votada en la historia de México. La marcha fue un cobijo para las acciones violentas que pudieran ser televisadas y transmitidas. Eso fue. No hay más ahí, ninguna profundidad, ni indignación justificada, ni política de ningún tipo. Sólo violencia para ser difundida en el exterior. Pero lo que queda claro es que el PRIAN ha optado por la violencia y ésta proviene de una nata ideológica simbolizada por esas tres frases. Esta columna trata sobre eso: cómo el PRIAN se transformó en un agente de violencia abrazado a la xenofobia, el relato libertario contra el Estado y sus programas sociales, y contra la democracia que, hasta la campaña de Xóchitl Gálvez del narco Estado, habían dicho que les interesaba como forma de dirimir sus conflictos. No. Ahora lo que tenemos es un PRIAN racista, odiador de los demás, y antidemocrático.  

Empecemos por algunas definiciones. Primero: la ultraderecha, al igual que la derecha tradicional, cree que todas las desigualdades son naturales y que, por tanto, el Estado no debe hacer algo para reducirlas. Por eso no cree en los programas sociales. El pobre es pobre porque quiere o no sabe competir o es menos emprendedor. La mujer es violentada porque lo provoca y no puede decidir sobre su propio cuerpo. Los indígenas no han querido asimilarse al resto y por eso están marginados. Es decir, la derecha cree que las jerarquías sociales están bien como están porque son naturales. Que los ricos, varones, blancos, heterosexuales manden es la mejor sociedad posible porque, si ellos dominan, es porque son superiores a los demás. Cuando el PAN dice que reivindican Libertad, Familia, y Patria, lo que están diciendo es la libertad de que el Estado no intervenga en sus negocios aunque sean ilegales, contaminen o enfermen; que la familia sólo sea la de un hombre con una mujer y los hijos que les de la suerte; y la Patria de la Unidad Nacional, es decir, una donde no hay ricos ni pobres, ni patrones ni trabajadores, sino puros mexicanos. En otras palabras, libertad para unos cuantos, familia para algunos, y una Patria que no piensa en sus desigualdades porque, de hacerlo, se divide y viene el caos. 

Pero la ultraderecha va un paso más allá de la simple derecha porque es anti-democracia. Odia que el pueblo decida, es decir, a las mayorías, a las que considera ignorantes, manipulables y caprichosas. Pero odia también a las minorías que, a su juicio, han ido ganando derechos que no les corresponden. Están en contra de los derechos de los géneros: mujeres o LGTB y más. Están en contra de los derechos de los más pobres, los jóvenes, los ejidatarios, los pescadores, los olvidados en treinta años de neoliberalismo. Según ellos, los “ninis” o las que se embarazan, como dice la señora prianista, no deberían tener ninguna ayuda del Estado porque es su culpa su destino. A esto desprecio a los vulnerables, sean jóvenes, mujeres, diversos en su sexualidad, le agregan la idea de que, para que haya justicia, no es necesario el Estado de Derecho, sino el uso desproporcionado de la fuerza. Para ellos, los delincuentes deberían ser ejecutados sin investigación ni juicio alguno. La ultraderecha piensa que los pobres son culpables hasta que demuestren lo contrario, mientras que los ricos no sólo son inocentes sino que deben ser protegidos. Al no creer en el Estado porque nuestras desigualdades son naturales, la ultraderecha plantea un espacio de conflicto, no entre trabajadores y patrones, sino entre todos contra el Estado, al que llaman parásito porque cobra impuestos e invierte dinero público en los más vulnerables. Así, un empresario billonario como Salinas Pliego y un desempleado como asumo que eran los chavos que trataron de incendiar el Palacio Nacional y la Suprema Corte, ocuparían un mismo espacio político contra el malvado Estado, que no los deja ser libres. Pero hay algo más que agregar y es el uso de una retórica anti-progresista como si eso fuera rebeldía. Para la ultraderecha usar un lenguaje de odio, es decir, insultar a los grupos más vulnerables para decir que habla con la verdad. De ahí que sea tan importante que los jóvenes sepan que apoyar a la ultraderecha no es ser rebelde sino regresar a las jerarquías de siempre que hicieron de México el país de unos cuantos. 

Ahora bien, la opción ideológica que ha abrazado el PRIAN es la de la ultraderecha más dura que existe: es xenófoba y racista porque se concibe como una casta superior que es Todo México. Los pobres o los migrantes no son México. Los judíos no son México. Los morenos no son México. Ya desde el gobierno espurio de Felipe Calderón y García Luna, se asoció a las clases bajas con la criminalidad y la delincuencia. Ahora con la ultraderecha esa asociación se intenta contra un partido político, Morena. Por otra parte, el sesgo catolizante que viene desde la fundación del PAN en 1939, se ha exaltado sin vergüenza desde la candidatura de Xóchitl Gálvez cuando quiso monopolizar su contacto con el Vaticano, usó a ciertos curas odiadores, y hasta quiso apropiarse de la Virgen de Guadalupe. Una y otra vez acusaron el origen familiar de la entonces candidata de Morena, hoy la Presidenta, para crear desconfianza y rechazo. Es la misma táctica de la ultraderecha trumpista insistiendo en que Barack Obama era árabe y no afroamericano. 

Esa misma ultraderecha es, además de xenófoba y racista, antidemocrática porque piensa que, como la mayoría ha votado por Morena, la democracia ya no funciona y habría que reemplazarla por un organismo autónomo. La insistencia en tomar el Palacio Nacional es porque creen que una vez incendiado surgirá un gobierno alternativo de la nada o, de lo que es lo mismo, de una plataforma digital como X, donde sus bots dominan el ambiente. Es crucial entender esta diferencia entre un PAN que acudió a elecciones desde 1939 y sólo falló cuando el PRI propuso a José López Portillo en 1979, y este otro que reivindica una ultraderecha ideológica o “cultural” como ellos dicen, pero sostiene que no hay que convocar a la revocación del mandato de Claudia Sheinbaum sino incendiar el Palacio Nacional. Hay un cambio de eje que avisa su anti-democracia y su intención de usar la violencia para imponerse sobre una mayoría pacífica que hasta el momento tiene un partido como garantía de transformación nacional. Para el PRIAN ya no hay que llamar a elecciones sino al golpe de Estado. Dice Jorge Romero que no lo dijo cuando dijo el 10 de junio pasado con Azucena Uresti en Radio Fórmula: “Lo que nos falta a la oposición es literalmente la violencia, si es que alguien en la oposición lo va a decidir”. La frase lo dice, lo de la violencia, y también que “alguien” está pensando en decidirla. Muy probablemente es el PRI de Alito Moreno que hasta en el Senado ha usado la violencia física. Pero no importa que después haya dicho que no lo dijo, el punto es lo que hicieron el 15 de noviembre al convocar a un grupo que no es el bloque negro del 2 de octubre, sino otro distinto que no se encapuchó y que llegó decidido a reproducir para las cámaras una destrucción como la de Nepal. Como esos nepalíes, esta nueva forma neofascista que ha tomado la oposición mexicana no quiere un sistema democrático sino uno que favorezca a sus intereses, como sería no pagar impuestos, poder sobreexplotar a sus trabajadores, y que las jerarquías nunca cambiaran en su contra.     

Otro cambio de eje es el que tuvo el individualismo y el crédito meritocrático. El PRIAN ha logrado convertir a ciertas personas en agentes políticos a partir de su aversión a la justicia social. Son personas que no creen en lo colectivo ni en la Patria como expresión política de la ampliación de la democracia, y que, por el contrario, atribuyen alguna transformación en su existencia como algo que se debe exclusivamente a sus propios méritos. Quienes experimentaron alguna mejora en su estatus económico o educativo se hicieron renuentes a reconocer que esa mejora se debió a políticas públicas o a que el resto contribuyó con su trabajo a que tuvieran esa nueva posición. La idea de que no le deben nada a nadie, que todo es por su propio mérito y esfuerzo, encubre un resentimiento contra los que obviamente tienen un programa social detrás y a la estructura del Estado, como ellos mismos, pero ya mucho más transparentemente. Los que sí reciben su ayuda a los cuatro vientos resultan los chivos expiatorios del rencor de una clase media que se convence todos los días que lo suyo fue puro esfuerzo y talento, y no, como ocurre, basado en relaciones familiares, origen, educación privada, y oportunidades laborales por color de piel, clase social, género, y región geográfica. Al no reconocerlo se los niegan a los demás que se les aparecen como el doble, el espejo embrujado, de lo que saben que ocurrió. Para ellos, los derechos sociales son inmerecidos para sus beneficiarios y hasta una especie de competencia desleal para las clases medias abnegadas y cuya principal preocupación es que no los confundan con las clases bajas. No hay ahí una demanda o una indignación política. Es un rencor simbólico a lo que pensaron que eran sus vidas: ascender de clase social, blanquear a la descendencia, seguir siendo varones y mujercitas, y estar más ligados en la conciencia a McAllen o Miami que a sus respectivos códigos postales. Por eso no entienden la traición a la Patria que implica pedirle a Donald Trump que intervenga con los marines estadunidenses en nuestro país.    

El último cambio que sobre el que quiero poner atención es al del llamado “bloque negro”. Este había hecho acto de presencia enmascarado. Se alineaba en las orillas de las protestas para colarse y, después, incendiar, romper, y destruir. Muchos desde la izquierda buenaondita les atribuyeron rasgos políticos al inventarse una indignación y una impotencia que no era explícita porque jamás tenían demandas concretas. Ahora, hacen lo mismo: justifican su hostilidad con alguna extraña relación electoral que no se sostiene. Lo que vimos fue otro grupo. No estaban enmascarados, marcharon en los contingentes, y no se escondieron para incendiar. Los manifestantes los protegieron, les dieron indicaciones, los alentaron. Cuando los recibieron con gas de extinguidores, se lamentaron de sus pulmones. Ese cambio es crucial para entender lo que vimos. No se vale ahora que se laven la violencia que fue cobijada desde la misma convocatoria a la marcha al ponerle la bandera y el nombre de la que acabó en asesinatos, es decir, la de Nepal. No había inocencia en esa convocatoria. Querían Nepal, un golpe de Estado que acabó en 10 mil personas votando por una ministra interina en un país con 11 millones de electores. Es Nepal esa despolitización que quiere una ultraderecha fascista que ya no cree en las elecciones democráticas porque ya no le favorecen. Y el hecho de que hayan sido animados desde la multitud los muchachos que golpeaban la valla metálica y a la policía, los que trataron de entrar a robar expedientes a la Suprema Corte, o los que lincharon a una mujer policía a escasos metros del asta bandera, esos manifestantes, deberían de hacerse responsables ahora de lo que están prefigurando como opción política: la violencia, sin sentido, ni proyectos, ni siquiera demandas. El discurso que han querido utilizar, el despolitizado “no somos de izquierda ni de derecha” o el de “no somos de ningún partido” no sólo es ridículo sino peligroso, porque, ¿quién o qué puede sustituir a un partido y su ideología en una democracia? Los poderosos de siempre. Los que ya están encumbrados y pueden aprovechar la carne del cañón.   

Fabrizio Mejía Madrid

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

Lo dice el reportero