Una de las experiencias que tenemos como más ciertas es que actuamos libremente, que elegimos por nosotros mismos, que gozamos de lo que se conoce como libre albedrío. Esta experiencia es tan genuina que nos hace rechazar instintivamente la posibilidad de ser unos títeres movidos por otro. Nuestro yo se experimenta autónomo y cuando somos forzados a actuar en una dirección u otra, sentimos que esas acciones no nos pertenecen, que no fuimos nosotros sus autores y decimos que fuimos obligados a llevarlas a cabo contra nuestra voluntad. Nos sentimos libres, nos sabemos libres.
¿Dicha certeza será verdadera? (Recuérdese que esta columna es una invitación a pensar, y pensar es, precisamente, lo que hacemos cuando nos atrevemos a cuestionar, a poner en duda nuestras convicciones más firmes.) ¿Será cierto que somos libres? Veamos el problema de cerca: existe otra afirmación que goza de un muy amplio crédito. El hecho de que los seres humanos nos movemos por ideas, que actuamos por ideas. Lo que no significa que siempre seamos congruentes o que todos actúen como piensan; sin embargo, cuando alguien se aparta de las ideas que suscribe y actúa en una dirección contraria se justifica aduciendo otras ideas. Las ideas, en suma, son lo que siempre está detrás de nuestros actos. La pregunta es, entonces, ¿de dónde proceden las ideas que nos gobiernan?, ¿serán innatas acaso? No. Todo el mundo sabe que nacemos prácticamente como una tabula rasa, y que las ideas que terminan por anidar en nosotros son adquiridas a través de la educación, de la socialización; que las tomamos de películas, de redes sociales, de lecturas…, en síntesis, de otros: nuestras ideas nos vienen de lo que hemos escuchado de otros. Es el entorno que nos ha tocado el que nos imbuye las ideas que tenemos por nuestras y por las que actuamos como actuamos; o sea, por las ideas que tenemos es por lo que elegimos esto o aquello.
Pregunto entonces: ¿seremos libres si ese yo, que es quien decide esto o aquello, es un yo constituido por los otros y por las circunstancias que le han tocado? Pongamos un ejemplo para darle más tangibilidad a la pregunta: ¿cómo sería mi yo y que elegiría si en lugar de haber nacido en México en el siglo XX, con todo lo que esto implica, se me hubiera ocurrido venir al mundo en el siglo X en Noruega y mis padres hubieran sido vikingos?, ¿habría elegido esta mañana dedicarme a reflexionar sobre estas cuestiones metafísicas para cumplir con la entrega de esta videocolumna, o habría elegido seguir mi entrenamiento en el uso de la espada y el hacha para ganarme una muerte heroica y así aspirar a ser elegido por las valquirias para acceder al Valhalla y estar ahí listo para acompañar a mi dios Odín al Ragnarök o batalla final? Creo que la respuesta es obvia. Somos el producto de nuestro tiempo y de las coordenadas geográficas que nos tocaron; suscribimos las ideas de nuestra época y, ni siquiera todo lo que cada época encierra, pues solo tomamos una pequeña parte: aquella pequeñísima parte de nuestra época de la que hemos podido enterarnos y hemos hecho nuestra.
Mi yo, ese yo mismo que es con el que elijo y desde el que elijo, no es otra cosa que el resultado del azar. Estamos a favor o en contra, valoramos unas cosas y rechazamos otras, nos gustan ciertos alimentos y otros nos repugnan, alguien nos parece bello u horrible, por casualidad: por la casualidad que nos tocó: somos los títeres de las circunstancias.
Y en esta circunstancia, nuestro papel, el papel que representamos, es el de creernos libres, poseedores de un magnífico libre albedrío que nos permite elegir por nosotros mismos.
A propósito de la fuerza que tienen las ideas que uno admite como válidas, y que finalmente son las que nos hacen elegir y decidir nuestra vida, he contado muchas veces una experiencia que tuve la fortuna de vivir en Uruapan, la noche en la que conocí a la ultima heredera del volcán Paricutín. Era la nieta o la bisnieta del indígena purépecha en cuyo predio brotó el volcán, y ella me contó, cómo su antepasado estaba arando su terreno y descubrió, al hundir su azadón en la tierra, que había un material incandescente y que la tierra se abría por la pujanza de una fuerza que quería salir. Él pensó que era el diablo que luchaba por escapar de las profundidades del averno; corrió al pueblo para avisar del peligro, y toda la comunidad volvió al predio armada con cubetas que contenían agua bendita para impedir que el diablo brincara a la superficie. Cuando llegaron los autobuses del ejército para evacuar el sitio, la comunidad (que nunca había visto autobuses) pensó que ya se habían salido los diablos y tuvieron que perseguirlos y subirlos a los autobuses; todos gritaban por las ventanillas como si estuvieran siendo deglutidos y una persona murió de infarto en el estribo del autobús. La pregunta que me hago desde entonces es: ¿dónde murió esa persona, en el estribo del autobús o en las fauces del diablo? Así de determinantes son las ideas que tenemos de las cosas, y desde esas ideas y por esas ideas actuamos. Que quede en el aire la pregunta inicial: ¿de veras, somos libres?





