Morena logró su registro formal como partido político en julio de 2014, pero su irrupción como movimiento político y una fuerza que logró protagonismo y hechos inéditos en nuestra historia reciente data de al menos una década más atrás. Decir eso no es una mera frase descriptiva sino una explicación fehaciente de por qué Morena no nació como un simple partido emergente más, de esos cuya prioridad es conservar el registro, sino que desde su origen esa organización contó con fuerza inusitada.
En la primera elección donde participó Morena, por ejemplo, fue un partido competitivo en 29 de 32 entidades de la república, logró un decoroso 12 por ciento de la votación de esa elección intermedia, desbancó de inmediato al PRD como tercera fuerza política nacional y se tornó, desde su nacimiento, en el partido más fuerte en el enclave estratégico de la Ciudad de México.
Esa potencia no es producto de la casualidad. Tampoco es, como piensan muchos comentócratas del seudoliberalismo, producto de un cansancio contra el PRIAN o un voto de castigo contra los partidos tradicionales. Esa fuerza tiene más que ver con que Morena, como movimiento previo a su registro ante el INE, profundizó una labor que todos los partidos abandonaron por años, que es la presencia territorial, el esfuerzo de ganar adeptos mediante la socialización política donde el mensaje ideológico era una diatriba, sencilla pero bien articulada, contra la corrupción y el proyecto neoliberal, y a favor de la recuperación de lo público.
Sin embargo, en política, los mensajes son importantes pero siempre son insuficientes. Para que se vuelvan palabras arrolladoras, deben ir acompañados de un correlato de realidad que les dote no sólo de credibilidad, sino de autoridad moral para señalar a otras fuerzas que quieren también el poder, pero no acreditan lo que dicen. En ese sentido, Morena nació con la legitimidad de quien denuncia los agravios no sólo por atestiguarlos, sino por haberlos padecido.
Poco más de una década después, el panorama del partido es diametralmente distinto en muchos aspectos. No es más el principal partido opositor, sino un partido hegemónico en el mejor sentido del término, que en siete años se tornó en la organización más electoralmente exitosa de la historia mexicana y una de las más exitosas en la historia de América Latina.
Los gobiernos federales de Morena han logrado una reducción histórica de la pobreza y sentado las bases para un cambio de régimen en el país. En términos de cultura política se apunta el mayor triunfo de Morena, que es el de construir un nuevo sentido común en México, donde ahora se ve a la solidaridad como una vía loable de convivencia, se puso en tela de juicio la validez universal del individualismo; y de forma mayoritaria se observan a los programas sociales como un acto no sólo legítimo, sino necesario. En un país donde hace apenas veinte años una parte amplia de la sociedad suponía que era mejor “enseñar a pescar que dar pescado” o que los programas sociales eran para “ninis huevones”, esto es un hito civilizatorio.
Las taras de Morena como partido, sin embargo, son diametralmente distintas. Hoy existe una cauda de oportunismo en su seno que poco a poco ha ganado protagonismo, además de que se han acendrado personajes impresentables no porque sean conservadores, sino porque ven a la política como una plataforma de lucro personal.
El domingo 20 de julio, Morena celebró un Congreso Nacional. Ahí, el acierto mayor del partido fue entender la figura del municipio como fuente primaria de legitimidad, por la sencilla razón de que se trata de la primera autoridad que los ciudadanos suelen ubicar en su cotidianidad. La necesidad de priorizar al ámbito municipal es de suma relevancia para cualquier partido que quiera ser acompañante efectivo de un proyecto nacional.
Sin embargo, el reto mayor de Morena está en otro lado. El objetivo actual de la dirigencia del partido está en lograr siete millones de afiliados en el corto plazo. El hecho cuantitativamente puede ser impactante, pero no serviría de mucho, y resultaría contraproducente, si ese ejercicio de buscar militantes no se hace acompañado de una intensa y sólida campaña de formación política, que genere realmente personajes comprometidos con principios y no simples credencializados que desconocen las raíces y la brújula ideológica de su organización.
Ahí radicó siempre la fuerza de Morena como movimiento mucho antes de 2014: en su capacidad de articular demandas legítimas y círculos de formación ideológica, primero a favor de la democracia y equidad electoral y luego a favor de la soberanía nacional, proceso que hicieron sin recurso alguno más que el voluntariado y acaso algunos apoyos en especie.
Hoy que Morena tiene un Instituto de Formación Política claro, es necesario reforzarlo y hacer que su trabajo sea un filtro efectivo no sólo para labrar candidaturas sino también órganos de dirección de la propia organización partidista. Saber la historia de un movimiento no es una exquisitez erudita, sino una necesidad que aclara qué principios se tienen y que discierne entre quienes buscan estar ahí como parte de un proyecto y quienes sólo buscan a la política como una plataforma de lucro personal.
Y ahí radica el segundo reto de Morena, consistente en retomar las palabras de uno de su fundadores insignes: Agustín Ortiz Pinchetti. Primer secretario de valores morales del partido, en 2014 él blandía una tesis importante, al señalar que la corrupción puede ocurrir en cualquier organización, pero lo que hace distinto y democrático a un partido es su capacidad de combatir la impunidad y saber asumir una responsabilidad política.
Ahí está el reto que no sólo es de Morena sino de la democracia mexicana: aprender a asumir las consecuencias de los actos y sancionar -institucional o socialmente- a quienes tengan algún débito al respecto. Hoy el partido tiene una oportunidad de oro de retomar a sus principios fundacionales. Basta que en vez de respaldo acrítico a quienes cometieron un crimen, o cometieron un error, simplemente asuman que hay un proyecto por proteger y que ese bien mayor requiere congruencia.
En el caso concreto, por ejemplo, de un personaje como Adán Augusto López Hernández, basta con que él mismo deje en claro que entiende que, aunque él no haya cometido ilegalidad alguna nunca en su vida, uno de sus colaboradores directos de gobierno está bajo sospecha fundada de sí haberlo hecho. Creamos en su palabra de que él no sospechaba nada. Aun cuando así fuera, sería muy decoroso que asumiera por lo menos la equivocación en público e hiciera todo lo logística y administrativamente posible para que la investigación avance. Asumir responsabilidades y generar autocrítica es, en un partido que hoy tiene triunfos inusitados y una legítima preeminencia, paradójicamente, una vía no para mostrar debilidad, sino acrecentar su fortaleza.





