
La semana pasada escribí sobre el generoso regalo de libros que me hizo R, ahora que se mudará de país. Durante estos días, varios lectores y amigos me han preguntado cuántos libros me regaló. Debe ser alrededor de una treintena, pero pudieron haber sido cinco veces más, respondí sin pensarlo demasiado. No hace falta lanzar lejos a la memoria para verme en su estudio seleccionando posibles libros tras invadir su poca rigidez a la hora de acomodar sus ejemplares. Después, mientras dudaba entre llevármelos o no, él mismo se puso a buscar y me mostró uno y luego otro que, en efecto, yo no había leído. Y ahí es donde radicaba algo de la extrañeza de uno de mis interlocutores, con quien más platiqué respecto a la donación libresca.
Él sabe, como muchos, que llevo décadas dedicándome a la literatura. Mi biblioteca no es pequeña. Su inquietud radicaba en el hecho de que, de pronto, alguien cercano a mí pudiera regalarme ciento cincuenta libros que yo no tuviera (es el hipotético, sólo regresé con unos 30).
Podría haberme detenido a explicar que existen millones de libros y que cada año se publican miles de títulos más, por lo que es imposible que biblioteca alguna los abarque todos. Ni siquiera las más grandes del mundo tienen espacio para ello. Sin embargo, en su inquietud entendí algo más profundo.
Cuando uno es amigo de alguien es, entre otras cosas, porque comparte intereses. Cuando uno de esos intereses es la literatura, lo más lógico es que también comparta lecturas, autores, libros y preferencias. De ser así, entonces ¿cómo es posible que, de pronto, un amigo con quien tengo tanto en común posea centenares de libros que yo desconozco? La respuesta más sincera y sencilla que se me ocurre es: ¡Por fortuna!
En efecto, existen las coincidencias. Cuando platico con R, con M, con J, con C o con cualquiera de mis amigos cercanos de libros, solemos coincidir en lo que hemos leído, pero sólo parcialmente. De lo contrario, nunca tendríamos qué recomendarnos o todos iríamos a la saga de la última adquisición de alguno de nosotros. Yo he comprado libros que algunos de mis cercanos me han recomendado con mucho entusiasmo. También he discutido sobre otros porque determinado autor no le gusta a alguno de ellos. Y eso está muy bien.
Sería aburridísimo que todos coincidiéramos en nuestras lecturas y se correría el riesgo de ser como aquellos estudiantes de letras que le preguntaban, con una sorpresa exacerbada a algún compañero: ¿cómo es que no has leído a X? Pues así, uno no puede haberlo leído todo y, justo lo que pretende con estos diálogos es encontrar nuevos caminos.
Además, también leo por trabajo. Los libros que llegan a casa provienen de diversas fuentes, mientras que los que llegaron al estudio de R llegaron de distintas. De ahí que pueda tener tantos que yo no y yo tenga tantos que él no y así indefinidamente. Es, sin duda, parte del asunto.
Más allá del romanticismo y del asunto de la pertenencia de los libros, del desprendimiento de R o de mi reticencia a deshacerme de algún ejemplar, lo cierto es que, al leer estos libros que eran desconocidos, voy viendo cómo se ilumina la habitación, toda vez que se abre una nueva ventana. Sé, desde ahora, que no todos me gustarán, pero es parte del proceso. Si no, ¿cómo podríamos asumirnos como individuos?





