Mario Campa

Revive el debate: transformismo o reformismo fiscal

"Con las cartas correctas respaldadas por la legitimidad de un Gobierno que sacó de la pobreza a millones, cualquier reforma fiscal progresiva sería una conquista popular y un caso de transformismo por excelencia".

Mario Campa

27/08/2025 - 12:05 am

El debate sobre la urgencia (o no) de una reforma fiscal en México renació de las cenizas volcánicas. El hundimiento de la pobreza fue responsable, para bien. Samuel Freije-Rodríguez, economista líder para América Latina del Banco Mundial, y Oxfam México sugieren recaudar más y mejor para blindar y profundizar lo avanzado. Pero quien capturó mayor atención fue Ricardo Monreal: “[Sheinbaum] Tiene presiones en el gasto público, porque surgen nuevas exigencias, surgen nuevas demandas”, declaró el Diputado. Más allá del emisario, que en poco ayuda a la causa con su carga reputacional y en mucho contribuiría con acciones legislativas, la discusión se revitaliza. Aunque la Presidenta descartó nuevos impuestos para el ejercicio fiscal 2026, adelantó también que “todo es debatible”. Con esa luz amarilla, vale la pena retomar el hilo.

Una reforma fiscal en big bang gatilla las más acaloradas discusiones. Cuando Marx y Engels escribieron que “la reforma de los impuestos es el caballo de batalla de todo burgués radical” tenían en mente un recorte impositivo. En clave histórica, los tributos británicos cambiaron el mundo cuando cebaron el motín del té de 1773 en Boston y atizaron el movimiento independentista estadounidense. En carga bíblica, Jesucristo ordenó a sus discípulos “denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” para contentar la recaudación romana. En general, los impuestos movilizan al pueblo cuando éste olfatea deslegitimidad.

Los impuestos son impopulares cuando los gobernantes alardean de impericia. Escribió Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera mitad de Tito Livio (2015) que “una república o príncipe debe aparentar que hace liberalmente aquello a que lo obliga la necesidad”. El florentino retomó un pasaje en Livio del año 405 a.C., cuando el Senado romano deliberó un estipendio para el servicio militar, desmoralizado durante una guerra agotadora. Para contentar a la plebe, los legisladores fingieron que la adversidad no era el móvil legislativo, sino la pura gracia del poder. Para acallar las protestas de los tribunos, los senadores dieron un golpe al tablero de la popularidad equivalente al encuadre contemporáneo Tax the rich: “Los mayores y más pesados [impuestos] recayeron sobre la nobleza, que fue la primera en pagarlos”, relató Livio. Desde entonces, la progresividad tributaria funge como anestesiador de masas.

Las finanzas públicas suelen ser camisas de fuerza para los gobiernos que impugnan la parsimonia. Los presidentes priistas lo saben mejor. Lo supo Echeverría cuando la deslegitimidad frenó su plan de reforma fiscal y gatilló tarifazos con sobreendeudamiento ante el FMI, que impuso en 1977 un ajuste de austeridad; lo palpó José López Portillo cuando nacionalizó la banca para frenar una fuga de capitales y provocó una nueva intervención del FMI que ató a De la Madrid, y lo padeció Salinas cuando su castillo de naipes colapsó al primer soplido. En cada puesta en escena intersexenal, los presidentes se turnaban ser el nuevo Ícaro, personaje mitológico que desoyó advertencias y voló tan cerca del sol hasta quemar sus alas de cera y precipitarse al mar. Como lo aprendió el PRI a las malas, sin salud hacendaria las tragedias griegas renuevan temporada.

López Obrador, sin bono petrolero, practicó como estrategia fiscal lo que el futbol americano conoce como “mover las cadenas”: avanzar pulgadas para renovar ofensiva. Magnates como Salinas Pliego cedieron las primeras yardas. Los Grandes Contribuyentes, quienes aportan el 52 por ciento de los impuestos, pagaron 285 por ciento real más en el año 2024 frente al 2018, lo cual de facto mejoró la progresividad. No obstante, hacia delante queda un margen acotado por las reglas hacendarias, las calificadoras y el cúmulo de urgencias sociales. Ciertamente, un avemaría (hail mary) o pase largo desesperado tendría poca rentabilidad política con un marcador favorable, pero la cautela excesiva puede dar vida al rival cuando eventos inesperados como una guerra comercial cambian las condiciones de juego.

En décadas recientes, todo el arco político ha optado por el gradualismo antes que un big bang. Consecuentemente, los rezagos tributarios se acumulan. Una tasa marginal máxima de ISR (35 por ciento) por debajo del promedio de la OCDE, el paupérrimo cobro del predial y la ausencia de gravámenes a la riqueza han tenido como efecto doble una baja recaudación y una exigua progresividad. De vencer la inercia, hundir más la pobreza y la desigualdad se dificultaría: el salario mínimo tendría beneficios decrecientes al aproximarse al salario medio, mientras la deuda y los programas sociales quedarían condicionados por la realidad hacendaria.

Así como sin maíz no hay país, sin impuestos no hay presupuestos. La segunda Presidencia de Morena enfrenta un acotado espacio fiscal como condición de posibilidad a una profundización de derechos y la erradicación de la pobreza extrema. La austeridad republicana, cuya gemela perversa es la austeridad regresiva impuesta por la troika o la ensayada por Milei, dio jugosos frutos antes, aunque obsequiará improbables milagros después.

Por economía política, el error de partida a evitar es el de la proporcionalidad. En un país donde, a pesar de los notables avances, el 29.6 por ciento aún padece pobreza, cualquier reforma fiscal debe exigir más a los ricos para dar oxígeno a los desfavorecidos. No solamente está en juego la justicia social, deseable en solitario, sino también el vigor de un mercado doméstico que mitigue los caprichos del vecino.

Con las cartas correctas respaldadas por la legitimidad de un Gobierno que sacó de la pobreza a millones, cualquier reforma fiscal progresiva sería una conquista popular y un caso de transformismo por excelencia. En cambio, de prevalecer la táctica gradual —el reformismo—, un salto de pértiga sería condición necesaria para alcanzar un tercer piso de transformación que no sea una mera fachada.

Mario Campa

Mario Campa

Mario A. Campa Molina es economista político e industrial, graduado del MPA de la Universidad de Columbia (2013-2015). Colabora como columnista y panelista en diversos medios y es editor contribuyente en español de la revista de ideas Phenomenal World, del Jain Family Institute (NY). Tiene experiencia laboral en el sector financiero, energético, público y académico.

Lo dice el reportero