
Cuando escribí mi tesis de licenciatura —que luego se publicó como Un PAN que no se come. Biografía de Acción Nacional— me topé con una cita que usé como epígrafe. Era de Narciso Bassols: “El PAN ha dado media vuelta a la izquierda y el PRI media vuelta a la derecha; sólo falta la orden de ¡marchen! para que lo hagan de consumo.” Han pasado décadas, y aquella ironía de Bassols quedó rebasada. El PAN ya no necesita marchar con nadie: ha decidido avanzar solo, pero hacia la derecha más rancia, sin freno ni compañía.
El PAN ha tenido varias reencarnaciones. En su encarnación primigenia fue una organización frágil, montada sobre la reacción a las políticas sociales y corporativas del cardenismo. Surgió en 1939 como una coalición entre católicos moderados, empresarios descontentos y liberales desplazados por la Revolución. En sus años fundacionales no tuvo registro, ni fuerza, ni claridad ideológica. Lo que sí tenía era a Manuel Gómez Morín, que lograba articular, bajo su liderazgo, a sinarquistas moderados, banqueros regiomontanos, y jóvenes católicos que lo habían respaldado desde su rectorado en la UNAM, en 1933, cuando encabezó la defensa de la universidad frente a la intentona marxista de Vicente Lombardo Toledano.
A pesar de haber apoyado —de manera marginal— la candidatura de Juan Andreu Almazán en 1940, el PAN se mantuvo como actor periférico, hasta que en 1946, con la nueva legislación electoral, se convirtió en el primer partido al que el régimen le entregó la patente para participar en las elecciones controladas del priismo clásico. A partir de entonces, Acción Nacional fue parte del arreglo. Fue incorporado al sistema como pieza útil del tablero, con funciones asignadas y sin incomodar demasiado a quienes controlaban el poder. Entre sus primeros diputados estaban un liberal anacrónico, un vocero empresarial, un discípulo de Gómez Morín y un sinarquista de Michoacán. Todos cabían.
En 1949, el PAN asumió con claridad su función histórica: canalizar electoralmente, sin patear el tablero, la inconformidad católica. Así lo documentó Donald Mabry en el primer estudio académico serio sobre el partido. La resistencia de León, en ese mismo 1946, donde el PAN fue brutalmente reprimido tras reclamar un triunfo que el régimen no le quiso reconocer, fue una excepción. Lo que vino después fue una oposición perfectamente administrada. Una “leal oposición”, como la definió Adolfo Christlieb Ibarrola, uno de sus dirigentes más lúcidos. Leal al sistema, claro está.
Entre 1949 y 1962, Acción Nacional fue dirigido por el ala más confesional. En 1952 postuló por primera vez a la Presidencia a Efraín González Luna, un intelectual católico de Jalisco. En los siguientes tres sexenios, sus candidatos —Luis H. Álvarez, José González Torres y Efraín González Morfín— fueron los únicos en aparecer legalmente frente al candidato oficial. Y sus campañas, testimoniales, eran toleradas como parte del decorado. La línea era clara: sin provocar, sin ganar, sin molestar.
En 1962 sus juventudes intentaron convertir al PAN en un partido demócrata cristiano, en sintonía con sus referentes europeos y latinoamericanos. Pero Gómez Morín frenó la intentona: el riesgo era perder el registro, y sin registro, el PAN habría desaparecido. Su supervivencia dependía de estar en la boleta, no de transformar el sistema. Y por eso sobrevivió.
Con Christlieb, en 1962, el PAN entró en una etapa de conservadurismo pragmático. Pactó con el régimen la creación del sistema de diputados de partido, gracias al cual, aunque perdía los pocos distritos que podía disputar, aumentaba su representación nacional. El nuevo incentivo hizo que comenzara a presentar candidatos en todos lados. Ya no se trataba de ganar, sino de contar.
Vendría después una reconfiguración discursiva con el solidarismo, inspirado en la doctrina social de la Iglesia, de matriz jesuita. Fue la época de González Morfín y su discurso moralizante. Pero esa etapa pronto chocó con la facción pragmática de José Ángel Conchello, que quería hacer del PAN el partido del empresariado desafecto. Y lo logró. La siguiente reencarnación, a partir de 1983, respondió directamente a la nacionalización de la banca. Fue el momento en que el PAN se convirtió, finalmente, en oposición real. Ganó municipios relevantes en el norte. Y cuando se acercó al poder en Chihuahua, en 1986, el régimen respondió como solía: con un fraude descarado.
La ruptura del PRI y la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 volvió a dejar al PAN como actor secundario. Clouthier, su candidato, tuvo menos del 17 por ciento de los votos. Pero la negociación con Salinas le dio una nueva vida. Fue su momento más lúcido: el PAN se convirtió en socio parlamentario del primer gobierno sin mayoría priista. Le convenía: frenaba el ascenso del PRD, y avanzaba sus viejas demandas —modificaciones al 3º, 27 y 130 constitucionales— que habían sido parte de su catecismo desde 1939.
A partir de entonces, Acción Nacional fue parte del bloque de gobernabilidad. En 1997, cuando el PRI perdió la mayoría, el PAN se desmarcó del consenso, porque ya olía la Presidencia. Y la ganó en 2000. Pero para lograrlo, tuvo que traicionarse. El partido institucionalizado, con reglas internas claras y una cultura política elitista, fue capturado por un caudillo populista sin densidad ideológica. La victoria fue su peor derrota.
Ya en el poder, entre 2000 y 2012, el PAN demostró que no sabía qué hacer con el Estado. No desmontó las estructuras del régimen priista: mantuvo el corporativismo, toleró la corrupción, repartió botín burocrático y, desde 2006, militarizó la seguridad pública. No desmontó el régimen: lo heredó tal cual y lo operó a su modo. Y cuando perdió en 2012, volvió a su rol de socio menor, esta vez con el PRI.
En 2018 rompió el pacto y se alió con el PRD y MC, en una coalición de emergencia sin rumbo ni identidad. Fue un fracaso anunciado. Pero de las derrotas también salen reencarnaciones. Y ahora el PAN intenta la suya: dejar de ser centroderecha pudorosa para abrazar con entusiasmo su papel como derecha dura. Sin rubores, sin concesiones, sin pretensiones de pluralismo.
Ya no finge ser una fuerza democrática abierta a la coincidencia con sensibilidades más abiertas. Quiere representar a los sectores más conservadores de la sociedad: los que veneran el orden, la Patria y la familia tradicional. Mira a Argentina, a Brasil, a Bolivia. Ve ahí la posibilidad de que el hartazgo ante las izquierdas disfuncionales lo catapulte de nuevo. Su apuesta es ser opción antes de que emerja un outsider radical —como Salinas Pliego— que lo rebase por la derecha. O, en todo caso, estar listo para ofrecerle su estructura.
Acción Nacional ha dado otra media vuelta. Ya no espera la orden. Esta vez se suma con entusiasmo al ascenso de la nueva derecha global, con la apuesta de que en México también llegue su turno.





