
Por más que la Presidenta intente mirar hacia otro lado, o ensaye huidas hacia adelante —como el cacareado Plan Michoacán, un intento de reaparecer al Estado en la región, hecho de retazos mal hilvanados y sin los fundamentos institucionales mínimos para ser algo más que un paliativo—, y por más que la oposición no atine a otra cosa que a hiperventilar, el hecho es ineludible: el Estado mexicano se está resquebrajando. El orden tradicional, consolidado en la época del PRI y luego parchado, reformado a medias y sometido a una carnicería en los últimos siete años —cuando lo que se requería era una cirugía de estadista—, se está cayendo a pedazos.
El edificio del Estado mexicano moderno se levantó sobre los escombros del virreinato, como este, a su vez, se había erigido sobre las ruinas del orden mexica y de otras sociedades locales con estructuras de control poblacional. Su proceso de institucionalización nacional comenzó en el último tercio del siglo XIX, pero fue durante la etapa clásica del PRI cuando alcanzó su fase constructiva más sólida y reconocible.
El centro Ciudad de México es una representación sensorial de las contrahechuras institucionales del Estado mexicano: una combinación abigarrada de vestigios aztecas, edificios barrocos a punto de colapsar, una catedral ecléctica —con detalles renacentistas, cuerpo barroco y campanarios neoclásicos— situada en el sitio que corresponde a la Iglesia, al norte de la árida plancha del Zócalo. La rodean edificios disfrazados de tezontle, en una versión neobarroca de la identidad nacional, dentro de los cuales opera una burocracia sostenida por redes de lealtad y clientelas disciplinadas, que han gobernado vendiendo protecciones particulares y negociando la desobediencia. Detrás, el mercado precariamente formal convive con el comercio abiertamente gris. Hacia el norte, el dominio impenetrable del crimen organizado y la miseria que asoma en cada barda semiderruida. Bellas Artes, en cambio, funciona como el balcón desde el cual se asoman, de vez en cuando, las élites, cuyos dominios comienzan en Reforma y se extienden hacia el poniente, en señoríos amurallados con su propia seguridad privada.
Muchas fachadas apenas encubren ruinas completas. Algunas estructuras están apuntaladas; otras, semihundidas, agrietadas, inclinadas, aunque todavía resisten. Quedan edificios majestuosos, pero muchos más amenazan con colapsar o sobreviven parchados, convertidos en recintos de miseria. Así el Estado mexicano: una superposición desigual de instituciones donde cada día se hacen más visibles las malformaciones, las disfunciones, la incapacidad para contener la violencia o proveer servicios públicos de calidad. No se ha derrumbado, pero funciona por inercias. Algunas de sus organizaciones operan gracias a rutinas sedimentadas, aunque sean profundamente ineficientes. Muchas otras —en particular las encargadas de seguridad, justicia y legalidad— han perdido funcionalidad: amputadas, rebasadas, inanes. Mientras tanto, proliferan organizaciones competidoras en el uso de la violencia y en la captura de rentas. La economía permanece estancada desde hace más de cuatro décadas, y tanto el expresidente como la actual mandataria han optado por demoler los pocos desarrollos institucionales que apenas comenzaban a abrir espacios de legalidad efectiva, con la misma arbitrariedad y visión de Estado que Trump mostró al demoler el Ala Oeste de la Casa Blanca.
El Estado mexicano nunca ha sido funcional en términos plenos. Siempre prestó servicios de forma precaria. Aun en salud, donde logró construir una organización destacable, los alcances fueron siempre insuficientes. El sistema educativo es un desastre desde hace medio siglo; la infraestructura arrastra décadas de deterioro y rezago; la formalización apenas cubre a la mitad de la economía. Sin embargo, durante las últimas tres décadas se abrieron espacios de certidumbre y legalidad. Con la llegada de López Obrador, todo eso quedó cancelado. Lo etiquetó como neoliberal y se propuso reconcentrar el poder en una Presidencia arbitraria. Pero ese poder quedó en manos de un administrador mediocre, aferrado a una visión aldeana del país.
Hoy la amenaza de colapso es inminente. La economía se ha estancado, la inversión huye, el sistema fiscal —siempre precario— se aproxima a la sequía presupuestal, y la violencia sigue su curso, con buena parte de las rentas locales capturadas por organizaciones criminales. En lugar de detener el derrumbe, la Presidenta insiste en experimentos de aprendiz de brujo. No bastó con el fiasco de la elección judicial: ahora planea una reforma electoral que desmontaría una de las pocas columnas estables del sistema. Y propone, además, un referéndum ratificatorio que coincidiría con las elecciones legislativas y locales de 2027.
En lugar de pausar su imaginación contrarreformista y trabajar por la gobernabilidad —que exige acuerdos más amplios que los de su coalición—, la Presidenta persevera en un proyecto político sin dirección clara. No sólo nos aleja aún más de construir un orden social abierto, sino que amenaza con arrastrar también a la economía, decimoquinta del mundo, aunque como sociedad estemos más cerca del lugar setenta en desarrollo humano.
Enfrente, la oposición permanece inmóvil, sin reflejos ni columna vertebral. Más allá del lamento por lo perdido y la crítica vacía, no ofrece nada. Y cuando lo hace, resuena con ecos de Bukele, del Alcalde de Río de Janeiro, del mátalos en caliente. Nadie parece entender que, si queremos evitar el colapso total del Estado, necesitamos un nuevo pacto fundacional basado en un compromiso generalizado con la legalidad. A lo largo del siglo XX, las élites políticas supieron construir acuerdos institucionales —en 1917, 1929, 1938, 1946, 1996— que implicaron reajustes distributivos y ampliación del consenso. En cambio, hoy, cuando el país requiere con urgencia un nuevo arreglo, muy amplio, plural y robusto, la Presidenta insiste en imponer su modelo, en contra de la diversidad y de los contrapesos democráticos.





