LAS MUJERES DE GUERRERO VAN A LA GUERRA

03/02/2014 - 12:00 am

El primer grupo de mujeres que tomó las armas en Guerrero fue de 110 y se originó en Xaltianguis, un pueblo ubicado sierra adentro, a 50 kilómetros del Puerto de Acapulco. Después de ese centenar, el coraje de ellas creció, se extendió y penetró en el corazón de la Policía Comunitaria de los municipios levantados en contra del crimen organizado que los secuestraba, extorsionaba, violaba y asesinaba. La esencia femenina viajó por las veredas y contagió al poblado de Dos Caminos, donde hay un grupo de 16, y a Ocotito, donde en una semana se reunieron 11. Mazatlán, el último pueblo que tomaron los comunitarios hace unos días, está en proceso de reclutamiento porque es “preferible morir parada, que hincada, arrodillada, violada o encajuelada”.

La comandante Rosa, de la Policía Comunitaria de Xaltianguis. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
La comandante Rosa, de la Policía Comunitaria de Xaltianguis. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

Xaltianguis, Gro, 3 de febrero (SinEmbargo) .- Rosa Flores tiene 34 años, seis hijos, estudió hasta tercero de Secundaria –aunque su sueño era ser “una investigadora privada”-, mide 1.55 de estatura, es pequeñita, es Comandanta de la Policía Comunitaria de Xaltianguis y tiene bajo su cargo a un grupo de 12 mujeres originarias de la colonia El Retén.

La docena de mujeres forma parte de un equipo de 110 que en agosto del año pasado se levantó en armas y se unió a un centenar de hombres de la Unión de Pueblos y Organizaciones del estado de Guerrero (UPOEG), que llegaron al poblado para rescatarlo de las manos de los criminales que operan en la región y que empezaban a cobrar derecho de piso a sus habitantes.

“Ya estábamos cansados de los secuestros, violaciones, asaltos. No aguantábamos más. Hubo muchas balaceras, la más grande duró como cuatro horas, eran pleitos entre bandas de narcos, de la mafia de aquí y de otros lados que peleaban el pueblo, la plaza de Xaltianguis pues, y nos cansamos, nos hartamos de que a las ocho de la noche, ya todos estábamos encerrados”, dice Rosa a las afueras de su domicilio en la colonia El Retén.
Rosa vive en una vivienda de paredes de adobe y techo de lámina galvanizada. Es de noche y atiza el fuego de una hornilla para darles de cenar a sus seis hijos y a su marido taxista, que acaba de llegar de trabajar. Son las ocho de la noche, y a esa hora, por el camino terregoso, aún caminan mujeres con sus hijos pequeños de la mano. Los perros descansan tirantes bajo la luz tenue del alumbrado público, los grillos rompen el silencio nocturno y la tienda de abarrotes frente a la casa de ella, aún está con las puertas abiertas de par en par, sin rejas.

En marzo del año pasado, esa escena era imposible. Los pobladores que no sobrepasan los 10 mil –de acuerdo con el último Censo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI)-, se encerraban antes de las ocho y los perros cambiaban su forma de aullar.

“Los perros avisaban que ya venían los mafiosos. Les cambiaba la forma de ladrar y de aullar, se ponían nerviosos, ellos sabían que venía la maldad en aquellas camionetas”, dice Rosa.

La Comandanta Rosa, como le dicen los pobladores, tenía una fonda que atendía para ayudar a su esposo con la economía familiar. El día que Xaltianguis se levantó, el 3 de abril de 2012, los criminales locales que se dedicaban a extorsionar, secuestrar y violar mujeres, empezaron a cobrar derecho de piso. Como el establecimiento de Rosa era pequeño, su cuota era de 200 pesos a la semana, mientras que para los tenderos, abarroteros y comerciantes el cobro se incrementaba a mil pesos o más.

Aquel día cayeron varios delincuentes en manos de los comunitarios que bajaron de la Montaña de Guerrero y se apostaron en el pueblo. Después la suerte de Xaltianguis empezó a cambiar y la Policía Comunitaria inició con el reclutamiento de hombres para la defensa del poblado.

“¿Las mujeres somos las aventadas? Sí. Mi esposo no puede por su trabajo, él es taxista, se levanta temprano y él no puede, pero me deja participar y me dice que tenga mucho cuidado”, dice Rosa mientras ríe.

El 19 de agosto la noticia se extendió en el país y traspasó fronteras: en un pequeño poblado de Guerrero se armaron un centenar de mujeres. Entre ellas Rosa.

“El ver a una mujer al frente, a muchos hombres les dio vergüenza. Que ellas tengan el valor de reprobar lo que está pasando, encarar el asunto del miedo que tiene la gente de hacer pública su adhesión a un movimiento como éste no es fácil”, recuerda Fredy Bello, Tesorero de la UPOEG de Xaltianguis.

Algunos hombres del pueblo que aportaban su cooperación para pagar la gasolina y mantener en buen estado los vehículos para los rondines y operativos tenían miedo. Un temor apabullante de que los criminales los relacionaran con los policías comunitarios, los orillaba al anonimato y a participar únicamente con recursos económicos.

De acuerdo con el Tesorero de la Policía Comunitaria, en el pueblo se hizo una relación de todos los pobladores y se les asignaron cuotas de cooperación voluntaria de acuerdo con su nivel de vida para mantener el movimiento. Fueron las mujeres las que tomaron el papel de recaudar fondos casa por casa.

Pero, para sorpresa de los comunitarios, las amas de casa de Xaltianguis, las esposas, madres, abuelas, hijas, novias, también tomaron las escopetas, cada una motivada por una historia de muerte, dolor, saqueo, atropello e impunidad, como la de la Comandanta.

“Violaron a una sobrina joven. La levantaron, la querían secuestrar, no lo hicieron pero la violaron…a mi esposo lo asaltaron, lo golpearon, le pusieron una pistola en la cabeza y le dijeron lo que lo iban a matar”, dice.
Entonces la Comandanta sintió coraje, una rabia que la rebasaba y se levantó en armas. Hoy ya casi domina el uso del rifle. Todos los días va a despoblado y junto con otras mujeres practica el tiro al blanco.
Rosa sabe utilizar un revolver 38 mm y otras armas de calibres pequeños y medios. Con ellas da rondines por las calles terregosas del poblado. Vigila el Centro de Salud, la Comandancia Comunitaria, la escuela primaria, la iglesia, el área del panteón y participa en operativos. La joven madre deja a sus hijos menores al cuidado de la abuela. No le quedó de otra, simplemente la autoridad del Estado, los abandonó a su suerte.

“La policía nos abandonó en las manos de los delincuentes y hasta la fecha estamos solos. Si hay un retén, vienen 40 minutos y se van. Queríamos que se quedaran aquí, porque ya no podíamos más”, dice.

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La vida en el Ocotito, Guerrero. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
La vida en el Ocotito, Guerrero. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

La tarde cae en Xaltianguis y a las afueras de la Comandancia de la Policía Comunitaria hay un par de hombres con escopetas y dos mujeres resguardando el lugar. Es un día de mucho alboroto. La tarde anterior un comando armado atacó a Pioquinto Damián Huato, presidente de la Cámara Nacional de Comercio (Canaco) de Chilpancingo, Guerrero y asesinó a su nuera, hirió a su hijo y al empresario.

Pioquinto es conocido en la región y es uno de los principales defensores de la Policía Comunitaria.
Una mujer reproduce un video del mitin en Ocotito, un poblado vecino que se encuentra a unos 60 kilómetros de Xaltianguis, pasando Tierra Colorada, donde Pioquinto encaró al alcalde de Chilpancingo, Mario Moreno Arco: “Yo te conocí pobre y ahora aquí explícale a la gente de dónde salió tu dinero”, le dijo, por eso Antonia Juárez, de 50 años, lo admira.

Es un día extraño. La mayoría de las mujeres policías se trasladó a Ocotito, donde recién entró la Unión de Pueblos y Organizaciones del estado de Guerrero (UPOEG) y también a Chilpancingo, el próximo blanco de los comunitarios.

“Se están organizando porque van a tomar Chilpancingo”, dice Antonia. En Xaltianguis se quedaron unas pocas.

Antonia viste un pantalón de mezclilla, calza unos mocasines negros. No usa maquillaje y está vigilante, a la espera del ataque del delincuente. Tiene temor, se sabe expuesta, está consciente de que puede morir, pero no lo importa.

“Yo no debería estar aquí, pero por mis hijos, doy mi vida”, dice con los ojos humedecidos. Recuerda lo que alguna vez fue su vida: una ama de casa que se levantaba temprano para preparar el desayuno, tomar una ducha con agua caliente y prepararse para abrir al público a las ocho de la mañana el negocio familiar, una modesta farmacia.
En la farmacia pasaba el día. No tenía que trasladarse en el pueblo para trabajar. En ese lugar esperaba la llegada de la escuela de sus dos hijos universitarios y el tiempo le alcanzaba para darles de comer y volver después a su negocio.

“Nosotros no tendríamos que andar en esto, al contrario deberíamos estar con nuestras familias trabajando normal. Tuvimos que levantarnos de esta manera. Nadie de los que estamos aquí quisiera tomar el papel que no nos corresponde”, dice.

Antonia se refiere a la obligación del Estado de proveer seguridad a la población, una tarea abandonada durante años.

Por eso la mujer decidió dejar su labor en la farmacia y tomar las armas. Tocó fondo cuando en una balacera, una bala perdida asesinó al hijo de su vecina, un joven de 22 años, y cuando la desgracia del otro, era una señal de alivio para el resto de los pobladores.

“Mi vecino fue secuestrado y lo encontraron al mes, pero puros huesos nada más. Cuando empezaron los secuestros, mientras tenían a alguien secuestrado uno estaba tranquilo, decía: ‘Ahorita se están entreteniendo, tienen comida’, pero ya cuando lo soltaban, esperaban un tiempecito para escoger a la próxima víctima”, cuenta.

Los delincuentes de la región solían secuestrar a un habitante y con ello, a todo el pueblo, debido al monto de los rescates que oscilaban entre los 500 mil pesos a los cinco millones.

Entonces la población se unía y cooperaba para pagar el rescate del secuestrado y esperar que sus captores lo regresaran con vida.

Bajo este modus operandi se llevaron al dueño de la farmacia más surtida, al del mini súper, al que vendía frutas, al estudiante y al taxista.

Así secuestraron a Ofelio en febrero de 2012 cuando le enseñaba a su nueva trabajadora a utilizar la báscula en su tienda de abarrotes.

“Llegaron en un Tsuru blanco, eran tres y estaban encapuchados porque son gentes de aquí conocidos, que trabajan con las bandas de la región. El vehículo era de un vecino, uno que siempre saludo. Cuando menos pensé tenía a uno enfrente y a otro atrás apuntándome con un cuerno de chivo: ‘Muévete hijo de tu puta madre’, me dijeron y yo nada más les dije: ‘No me apuntes, no se te vaya a salir un tiro’, después me golpearon y me metieron al Tsuru”, narra Ofelio.

El secuestro de Ofelio duró tres días, antes de ser rescatado por elementos de la Marina. Le pedían tres millones de pesos que no alcanzó a pagar.

Durante su rescate atraparon a varios de sus captores, pero otros quedaron libres y se paseaban días después, por las calles de Xaltianguis.

El del Tsuru blanco aún pasaba frente a su establecimiento y Ofelio, sólo se mordía los labios para contener su frustración.

“Por eso queremos que las guardias comunitarias se queden, porque si se van nos van a cobrar hasta con intereses”, dice Antonia.

El día que Antonia espera vigilante el ataque de los delincuentes que mantienen bajo amenaza a los pueblos tomados por la Policía Comunitaria, el Gobernador de Guerrero, el perredista Ángel Aguirre, declaró por la mañana en uno de los mejores hoteles de Acapulco, que lo sucedido a Pioquinto fue “un hecho aislado”.

Antonia ríe: “La realidad es lo que vivimos nosotros. En la zona rural de Acapulco en la colonia Zapata, Renacimiento, viven peor. Ellos quisieran que alguien los fuera ayudar, pero nadie los puede ayudar, es el pueblo que tiene que organizarse, nadie va a venir a salvar tu vida”.

Para Antonia no hay vuelta atrás, en el pueblo sucedieron tantas cosas que no se pueden olvidar.

Las mujeres padecieron en carne propia las humillaciones del crimen encubierto por la impunidad.

Fueron ultrajadas, violadas, levantadas y asesinadas.

“Jamás en mi vida pensé estar aquí. Somos amas de casa, madres, no somos delincuentes, pero tuvimos que hacerlo. Ahí a la orilla del río violaron a una señora de aquí del pueblo, frente a su esposo, después, a una niña. No llegamos como en Ayutla, en Costa Chica, donde llegaban y les decían a los hombres: ‘Báñame a tu hija porque me la voy a llevar y a tu esposa, también’. Nosotros gracias a Dios no llegamos a eso”, dice.

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Dalia, de 36 años, integrante de la Policía Comunitaria de Xantianguis. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
Dalia, de 36 años, integrante de la Policía Comunitaria de Xaltianguis. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

En 2009 Asunción trabajaba en un restaurante de comida rápida en Nueva York. Como inmigrante no tenía todos los derechos, pero vivía bien, se sentía cómoda, en la ciudad más cosmopolita de Estados Unidos. Pero llegó la crisis económica y se vio obligada a dejar el país anglosajón en compañía de sus dos hijos, un año después. No le importó y trató de sobrellevar la situación de la mejor manera. Asunción aún recordaba el pequeño pueblo de Guerrero de donde salió: sus calles angostas, aunque terregosas, silenciosas y tranquilas. Las alas de codorniz que nunca comió más exquisitas lejos de los linderos de Xaltiguinguis y por supuesto, a su familia que la esperaba.

Asunción regresó contenta y llena de deseos de ver a su gente. Su esposo se quedó en Nueva York para trabajar y enviarle dólares para ella y sus hijos. Ambos no sospecharon la crisis de seguridad que enfrentarían en México y que sus hijos de 14 y ocho años, jamás estarían más inseguros y vulnerables.

“Tengo tres años que llegué de allá y todo estaba muy diferente a como lo había dejado. A muchos los mataban por los secuestros, porque no entregaban el dinero completo que los secuestradores pedían. Los encapuchados los veías pasando y te tenías que esconder, porque si los mirabas de frente te sacaban el arma. De ellos era el pueblo, no era de uno y sí, mucha gente perdió familias completas, padres, hijo, esposos, hijas, completitas se fueron”, dice la mujer de 36 años.

Fue el 12 de mayo de 2012 cuando la situación cambió drásticamente para Asunción. Ese día un comando armado interceptó a sus tíos y a su hija de 13 años cuando viajaban en su camioneta y los acribilló.

“Ella era mi tía, los mataron atrás del panteón, iba con su esposo a ver su ganado y una niña de 13 años. Murieron los tres por los más de 50 balazos que le dieron a la camioneta”, dice.

A la mujer le tiembla el mentón y se le hace un nudo en la garganta. Su situación cambió a partir de agosto, cuando tomó las armas y se convirtió en una policía comunitaria.

Ahora recorre las calles de Xaltianguis, participa en operativos y detiene delincuentes. Hoy está resuelta a hacerse justicia por su propia mano y a no permitir un crimen más en su contra, ni de su familia.

En cada uno de los criminales busca los rostros de los asesinos de sus familiares. Asunción no descansa, el dolor de la pérdida no la deja dormir.

“Yo, sólo quisiera saber quién lo hizo y porqué lo hizo. Te quedas con esa duda, si ellos no eran personas malas, porqué les hicieron eso. Lamentablemente ellos murieron y no hay nada que los vuelva a revivir”, dice mientras mira con esos ojos negros que lanzan chispas de rabia.

A raíz del asesinato de su tía, Asunción registró varias armas para defenderse en su casa y en las calles de Xaltianguis. Aprendió a manejar algunos calibres y empezó a viajar de un pueblo a otro para capacitar a otras mujeres que también están cansadas de la violencia y quieren levantarse.

Cuando las mujeres de Xaltianguis se levantaron en armas, la noticia se esparció por el aire como una enfermedad que contagió a otras. Cada vez son más.

“Este fue el pueblo que inició, después en Dos Caminos se levantaron 12 mujeres y en Ocotito ya son 11 y las demás que se van incorporando. Muchas mujeres aquí no nos dejamos, somos más aventadas que los hombres, porque ellos tienen un poco más de temor de que les vaya a pasar algo, como le pasó a Pioquinto. Incluso mi esposo en Nueva York no sabe que estoy aquí, pero yo lo hago por mis hijos”.

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La vida en el Ocotito. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
Las mujeres del Ocotito cuidan a sus familias de la inseguridad. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

En el campamento de la Policía Comunitaria que recién tomó Ocotito hace una semana todo es bullicio. Decenas de hombres entran y salen con sus escopetas viejas de caza, mientras las mujeres cocinan en una hornilla improvisada unas alas de pollo, arroz blanco y frijoles negros para alimentar a la tropa.

Unas hacen tortillas a mano, otras preparan un agua de avena que sabe a horchata, unas más sirven el alimento a los comunitarios que llegan hambrientos. Hombres flacos de hombros huesudos, pómulos hundidos y mediana estatura.

Jóvenes, viejos, maduros. Todos ellos recalan bajo la carpa del campamento, sostenida por cuatros postes y techada por una lámina.

Los pobladores están amenazados de muerte por los delincuentes que operan en la región. Los mismos de Xaltianguis, de Tierra Colorada, de Dos Caminos, los que tienen azorados a todos esos pueblos; los que violan, asesinan, extorsionan y secuestran en total impunidad. Los que en la víspera atacaron al líder Pioquinto Damián Huato y dieron muerte a su nuera.

Pero en el campamento los niños corren y juegan con los perros. En medio de la tensión, las mujeres apoyan a los hombres como pueden y se llevan a sus hijos con ellas porque no tienen un lugar más seguro para dejarlos.

“Yo ayudo con mi trabajo, apoyo a los comunitarios para que se queden y no nos dejen solos”, dice Maribel Sánchez, una mujer de 64 años que sirve arroz en una cadena de manos femeninas.

Lucía González Cartagena se acerca. Trae puesto un vestido blanco que contrasta y hace resaltar su piel morena. Tiene 62 años, es originaria de un pueblo cercano, Dos Caminos, pero vive en Ocotito desde hace más de 30 años.

La mujer huele a recién bañada. Se perfumó y calzó con unos huaraches de vestir de piso. Está contenta, para ella, ese día es de celebración.

“Queremos tranquilidad en nuestro pueblo, no vivíamos con puro susto, puro escondiéndonos. Yo sabía que esta gente que llegó aquí, sí han calmado el historial de otros pueblos. Estuvieron en Tierra Colorada y calmaron las cosas y yo decía: ‘Por qué no llegan para acá’. Ansias tenía yo que esa gente llegara, sentía que nos iban arreglar la situación que estamos viviendo de susto, amenazas y muerte”, dice.

Lucía sufrió una pérdida: su sobrina joven de menos de 30 años de edad, desapareció el 24 de julio pasado y nadie hizo nada.

“A mi hermana le llevaron una hija que nunca ha regresado, una muchacha que dicen que la encajuelaron. Ella trabajaba en Chilpancingo, tenía una tiendita. Muchas cosas estaban pasando, ya nomás veíamos una camioneta que bajaba por el camino y nos encerrábamos. Ya basta, ya nos cansamos de este gobierno que tenemos, que no hace nada”, dice.

Nayeli Vázquez García, de 34 años, colabora con la causa de una forma distinta: ella es parte de las 11 mujeres de la Policía Comunitaria de Ocotito, realiza rondines, vigila en las colonias aledañas al campamento y recibe entrenamiento para el manejo de armas.

“Yo tenía tiempo que no estaba aquí, 15 años viví en Estados Unidos y regresé para ver a mi pueblo destrozado. Eso es lo que me decidió a levantarme en armas y también por el futuro de mi hijo, para dejarle un mundo mejor”, dice Nayeli.

La joven tiene un hijo de dos años y tres más grandes en Estados Unidos. Sus hijos mayores solo saben de lo que sucede en México a través de las noticias, pero desconocen que su madre está atrapada en un pueblo que huele a muerte.

“Empezamos cinco mujeres y ya somos 11 y las que se están animando. Tenemos ganas de salir adelante y luchar. Sí sabemos manejar armas, nos están enseñando para que nos podamos defender y que muéranos paradas, no hincadas, arrodilladas, encajueladas o tiradas por ahí. Es más el temor de no hacer nada, de estar nomás sentada escuchando que ya vienen, que ya esto”, dice.
Nayeli trae consigo a su hijo de dos años. A él, no lo deja y sólo se encomienda para que ambos salgan a salvo y bien librados del movimiento.

“Ya lo hicimos, ya nos levantamos y ahora no nos podemos echar para atrás, eso más que nada. Ahorita estamos apoyando en la comida, que coman, nos movemos, nos organizamos, vamos a las colonias donde están los compañeros que no se pueden mover de ahí ni para comer. Salimos a dar rondines, nos vamos a auxiliar a las gentes si nos llaman y aquí vamos a estar hasta que se acabe. No nos podemos ir a otro lado”, dice.

Nayeli está consciente de que la tranquilidad al pueblo no regresará en ocho, ni en diez días. Sin policía del Estado, el pueblo estaba controlado totalmente por las bandas de secuestradores y extorsionadores.

Ahora el pueblo tomó las armas para defenderse y no pararán, son cientos de comunitarios, que aunque no superan en armamento a los delincuentes, sí lo hacen en número.

“Son cientos y cientos, que bajan de la montaña. Son campesinos y mire sus armas, son rifles viejos, que tenían en sus casas”, dice Nayeli.

Para Octavio Maganda Gallardo, promotor de la UPOEG, comisionado a Ocotito, el éxito del levantamiento no es cuestión de armas, sino de organización.

Y ahí, la mujer, juega un papel muy importante para el movimiento, dice.

“Sin ellas, definitivamente no podríamos hacer esto. Ellas no solo nos dan de comer, ellas también están luchado y son muy valientes, más valientes que muchos hombres”, asegura.

Lucía, habitante del Ocotito, Guerrero. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
Lucía, habitante del Ocotito, Guerrero. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

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