LECTURAS | Entre la locura y la memoria: “Los sueños de la serpiente”, de Alberto Ruy Sánchez

07/10/2017 - 12:04 am

Un hombre al final de su vida elige a su familia, a sus ancestros. Vive internado en un hospital psiquiátrico. Escribe y dibuja. Mientras, al otro lado del país, un escritor recibe cartas anónimas, postales, collages con fragmentos de una vida, de un personaje que esconde su cara y su nombre, pero insiste en contar sus sueños y tormentos conforme recupera la memoria.

Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).- Este hombre, que poco a poco se va develando, también nos descubre el siglo que le tocó vivir; comienza con la revolución bolchevique de 1917 y el posterior asesinato de Trotsky en su casa de Coyoacán. Tiene cien años de vida y sus recuerdos son una luz intermitente que cuando se apaga, nos deja sus anónimos para seguir descubriéndolo. Letras que, como hormigas, fueron llenando de palabras páginas de vida. ¿Hasta dónde uno es dueño de su memoria, sobre todo cuando los recuerdos son una serpiente que muda de piel cada cierto tiempo?

Cuando la intriga parece colmar la paciencia del escritor, luego de no encontrarle ni pies ni cabeza al laberinto que suele ser la vida de los otros expresada en anónimos, collages y postales, su colega, Lawrence Weschler, quien escribe en The New Yorker, lo pone en contacto con un neurólogo que trabaja en una clínica psiquiátrica de Vermont. Un médico peculiar llamado Oliver Sacks, quien resulta ser el facultativo de ese paciente a punto de morir.

Los sueños de la serpiente, la nueva novela de Alberto Ruy Sánchez es un terreno de arenas movedizas que nos va devorando. Entre más la andamos, más profundo llegamos a la psique de sus personajes, a la realidad del siglo que les tocó vivir, años de guerra, holocausto y exterminio, pero también, un tiempo de creación y descubrimientos.

Fuera de las fronteras de Mogador y con una gran madurez literaria, sin dejar de lado el recurso poético que tanto lo ha caracterizado, Ruy Sánchez nos entrega en Los sueños de la serpiente la crónica de un siglo, reconstruida desde la memoria de uno de sus protagonistas. Dividida en dos grandes apartados, en el primero conoceremos cómo el escritor descubre a este personaje que vive entre la realidad y el delirio; en el segundo, él nos contará las epidemias ideológicas del siglo XX. Nos develara personajes fascinantes que poblaron las paredes de su habitación-celda en el psiquiátrico: su familia escogida, sus padres, los artistas plásticos Adolf Wolfli y Aloïse Corbaz, y su hermano mayor, Martín Ramírez, campesino y cristero, hasta que llegamos a él, Juan, Johnny o Iván, quien creció en Sonora y emigró a Estados Unidos como bracero.

Juan, que tiene la capacidad de todo escritor de adoptar la personalidad de sus personajes, en el país vecino del norte, pronto trabajará en una armadora de autos, donde tiene su primer contacto con los rojos soviéticos y emigrará a Rusia, lugar en el que un nombre marcará su destino, Trotsky. Juan, desde el palacio de su memoria, sabe que le queda poco tiempo de vida y, así como escoge a sus ancestros, también decide quién será su heredero.

Los sueños de la serpiente es una novela cercana a la auto–ficción, acompañada de ilustraciones y fragmentos manuscritos, donde la realidad a veces nos roza y el lector, como aquel escritor que impartía un taller de escritura creativa en Banff, Canadá, donde conoció a Juan, pronto descubrirá que también él ha sido elegido para integrar esa peculiar familia hecha de retazos de revistas y poemas, para completar el collage de la memoria.

Los sueños de la serpiente es una novela cercana a la auto–ficción. Foto: Especial

Fragmento de Los sueños de la serpiente, de Alberto Ruy Sánchez, editado con autorización de Alfaguara

Aquí yace y hace mal

¿Que te diga lo que me dijo? Te lo puede decir ella. Te lo quiere decir ella. Escúchala como yo cuando sus palabras se me quedaron dentro. En medio del océano de la amnesia, sus palabras son “islotes para sostenerme de ellos”, dijo el doctor, islotes que puedo recordar con precisión, o creo que puedo recordar con precisión, mientras los reinvento.

La tarde de verano que Trotsky fue asesinado, yo también. La mano que hundió en su cabeza la uña de fierro de un piolet me arrancó las entrañas al mismo tiempo. Y casi no ha dejado de hacerlo.

Esa mano me había acariciado y me había tomado por todas partes, me había vuelto loca y so­ñadora. Me había hecho creer que me amaba, que yo era la mujer más deseada del mundo, la razón y la meta de su pasión sin medida. Me había llenado de una vida que nunca antes creí que fuera posible. Que nunca pensé que yo pudiera merecer.

La mano que se había metido entre mis piernas y había pasado dos años recorriéndome por dentro y por fuera hasta encontrar, a través de mi cuerpo, el pasaje que la llevara directo a la cabeza de Trotsky, por la espalda.

Fui su camino de carne y, poseída por esa mano fina y fuerte que amé, fui también sin saberlo su piolet. Su instrumento final. Fui arma de metal en esa mano fría.

La mano que me amaba mientras odiaba en secreto todo lo que yo creía. Que llena de obediencia ciega a un rencor ajeno y absoluto me hacía el amor meticulosamente. Que parecía haber planeado, milímetro a milímetro, el efecto de cada caricia sobre mí.

Mano que sólo amándome podía ser efectivamente asesina y, al mismo tiempo, me iba asesinando.

Después de hacer el amor una tarde, en México, abrió el libro que tenía junto a la cama. Con él me enseñaba una o dos frases de la lengua cada día. Era el libro de un santo español que describía el amor apasionado por su dios. Y, sin que yo supiera realmente el grado extremo de verdad y mentira entretejidas en sus palabras, con entusiasmo me leyó un poema que al principio yo no alcanzaba a entender pero del que retuve una frase que me caló muy hondo: “La amada en el amado convertida”.

Demasiado bello, le dije. Y es todo lo que yo deseo en la vida. Convertirme en ti.

Le estaba diciendo, en otras palabras, que él era como un dios para mí. Y en gran parte lo era.

Él me miró con esos ojos fríos y profundos que abría más cuando estaba a punto de decirme algo que luego no alcanzaba a salir de su boca. La boca. Esa línea perfectamente recta y horizontal, casi sin labios ni sonrisa. Y con extraña dulzura que no era de él, mientras volvía a ponerse encima de mí, suavemente, acercó su cabeza y me dijo al oído con voz muy tenue y rasposa: “Ya lo vas siendo. Ya lo vas siendo. ‘La amada en el amado convertida.’ Ya lo vas siendo.”

Cuando pienso que la misma voluntad y los mismos dedos que se metieron atrás de ese cráneo habían entrado en mí, entre mis piernas, por detrás también mientras yo no los veía, robándome el cerebro de placer y de locura, me da náusea. No puedo dejar de vomitar.

Durante veinte años desperté de sueños agitados en medio de la noche, vomitando. Y no podía volver a dormir, por miedo a mis sueños. ¿Cuántos sueños horribles caben en una noche y cuántos en un año y en veinte? Esa era mi condena. Soñarlo una y otra vez, siempre aquel día, abajo de la sábana en la que se ocultó para no darme la cara. Una sábana sucia y delgada protegiendo su cobardía. Y recibiendo como lluvia mis insultos, mis golpes de pies y manos. Hasta que los cuatro policías que estaban en la celda me tomaron de los brazos y las piernas y en el forcejeo arranqué la sábana y pude ver su cabeza vendada por los golpes que le habían dado los ayudantes de Lev Davidovich y un solo ojo mirándome asustado.

Muerto de miedo por lo que podría pasarle, pero no arrepentido. Detrás de ese único ojo amoratado y enrojecido vi todo: los dos años que vivimos juntos, que me hizo amarlo, que me mintió con ese ojo que sabía ser cruel y cínico con otros como entonces lo era conmigo.

El hombre terriblemente amado asomaba también por ese ojo de doble y triple fondo que escupí hasta quedarme sin saliva y que aun así no estaba arrepentido de nada. Ni de haber matado a Lev Davidovich ni de haberme vuelto el camino para lograrlo. En ese ojo vi de pronto el abismo oscuro que él era. Y en un segundo vi cómo, paso a paso, durante dos años, me había llevado con él a convertirme en otro habitante maltratado y monstruoso de su fondo ciego.

Soñaba con ese ojo devorándome y haciéndome vivir de nuevo lo bueno y lo malo, cada caricia y cada parpadeo. Y todo mi odio y mi desprecio eran frenados por los cuatro policías que me tenían atrapada de manos y piernas. Y entonces él, mi amado y odiado asesino, me acariciaba de nuevo con la dosis de inmensa ternura, breve salvajismo y osada fantasía que llegué a adorar y que ahora odiaba como a nada en el mundo.

Y en el sueño entraba en mí por la fuerza. Hasta hacerme más daño todavía y hacer que despertara con dolor en el vientre. El dolor de sentirlo adentro recordando que, sin que yo lo quisiera, estaba ahí, para siempre, en mi vagina, noche y día.

Pero ahora haciéndome un daño atroz que yo no sospechaba. No podía sacarlo de mí, patearlo, defenderme. Los policías lo ayudaban indiferentes, sosteniéndome y frenándome siempre, aniquilando mi fuerza, la fuerza enorme de mi odio. Que unas horas antes había sido la fuerza de mi amor. Toda la fuerza de mi cuerpo había sido volteada como una bolsa que lleva lo de adentro afuera.

Y yo despertaba violada por él de nuevo y por los cuatro policías mexicanos que lo protegían de mí. Sus ángeles guardianes.

Y por la catarata de periodistas fotografiándome y haciéndome preguntas necias, acusatorias, insultantes. Incluso tenía que cambiarme el nombre, otra pesadilla.

Ese sueño era la puerta cotidiana de mi tormento. Y adentro de ese sueño se abrían otros, todos ligados a él, a su cuerpo tan presente. Tan dispuesto siempre a hacerme daño en sueños mientras sus guardianes me retienen de brazos y piernas. Y también me lastiman. Tenazas que yo, aunque quiera y trate, no puedo arrancarme. Vuelven a la memoria de mi cuerpo los moretones que me dejaron. Y los siento y los veo cada día. De verdad reaparecen. Y me asusta esa aparición que brota exactamente sobre el dolor de todos mis músculos impedidos.

Veinte años pasé cada noche arrancando esa sá­ bana vieja para dejarme caer en un infierno nuevo cada vez que amanecía.

Los mismos veinte años que él pasó en prisión. Y cuando supe que lo liberaron, que había cumplido la condena de una ley mexicana extrañamente benigna con los asesinos terroristas; cuando supe que caminaba en las calles y podría algún día encontrármelo de frente a la vuelta de una esquina, yo me volví mi propio vómito impotente.

Y volví a morir. Más a fondo, más adentro de mí. Saliendo por mi boca yo misma. Tirada en un asfalto ardiente bajo el sol de México al mediodía. Tirada sin más, pudriéndome ahí.

Pero fue entonces cuando los sueños pararon: o más bien dejaron de llegar e irse y de arrojarme al día vomitando. Simplemente, creo que no volví a despertar de alguno de ellos.

Estuve muerta otra vez dentro de mi primera muerte. Y no sé cuánto tiempo. Ahí estaba sin latir, oliendo sin oler, oyendo sin oír. ¿Estuve en un hospital, en una clínica? ¿En casa de quién? ¿Estuve encerrada o vagando en una calle desolada mientras, muy adentro de mí, vivía sin salir de ese sueño? ¿Qué comí, que dejé de decir? Me cambié el nombre. Tuve que hacerlo. Lo único que recuerdo, creo, es mi silencio. Un largo silencio mientras los otros hablaban.

Vinieron a verme no uno o dos o tres sino cientos de periodistas, de universitarios, de camaradas fieles y dudosos, algunos ofreciéndome venganza, cientos de mujeres solidarias y curiosas, hombres que tenían también la esperanza de seducirme porque el asesino les había demostrado que era fácil hacerlo. Vinieron a lo largo de los años y nunca abrí la boca. No era tan sólo cuestión de no querer hablar. Ninguno lo entendía. No podían comprender que yo no tenía ya boca. Que era inútil tratar de convencerme. Que cada beso de aquel hombre, vivo en mis labios, se iba pudriendo hasta cerrar por completo mi cueva de las palabras.

Vinieron y siguieron viniendo. Y cuando lean esto tal vez algunos entenderán que no podía decirles nada, que todo me explotaba en la garganta antes de salir.

Y, por supuesto, no podría enamorarme de nuevo. No soportaba que nadie me mirara. Que nadie me tocara. Si antes de enamorarme de Jacques yo era terriblemente desconfiada, inconquistable, después de su traición lo fui más todavía.

No faltaron quienes me dijeran que debería dejar de ser egoísta y megalómana. Que dejara de pensar en mí porque el asesinato de Lev Davidovich sí era grave y, a los del movimiento, nos había dejado en la orfandad.

¿Cómo explicarles que ya no pensaba en mí? Que mi abandono iba más allá de mi egoísmo. Que el bello narciso no se asoma jamás por mis espejos.

Hace ya una semana me dijeron que Jacques dejó de estar libre, de pisar las calles. Que murió en Cuba y lo enterraron en Moscú, en una tumba con un falso nombre, Pavlovich, tan falso como el de Jacques o cualquier otro que le pusieran. Las marionetas nunca tienen un nombre propio. Necesitan nuevas máscaras, hilos y mentiras, hasta para ir a la tumba.

A todos les extrañó que yo haya preguntado instintivamente el nombre que estaba en su lápida. Si me hubieran dicho que era el de Jacques Mornard, ese nombre que tantas veces estuvo en mis labios, o el de Jackson que usaba en el pasaporte falso con el que entró a México, o incluso el nombre que después supimos que le puso su madre al parirlo como marioneta de sus delirios estalinistas, Ramón Mercader, yo hubiera estado segura de que él no estaba ahí. De que su muerte también era mentira.

En cambio, un nuevo nombre falso en su tumba hace más segura la verdad de su muerte.

Sus jefes, su madre, sus generales, su Comité Central, su jefe del servicio secreto y su jefe de “operaciones especiales” tenían que humillarlo hasta el último instante. Mostrarle que no es libre ni para morir. Que estar en una tumba es también una misión al servicio del Estado, una orden desde más arriba, más allá, más adentro. La voluntad de Stalin hablando en sus venas hasta para callar y distorsionar el ritmo de su sangre. Su última misión: dejar de ser, traicionarse a sí mismo.

Yo me sorprendo viendo el cambio en mi cara. Llegó poco a poco. No ha terminado de asentarse. No es alegría por su muerte. Es otra cosa más caprichosa y enquistada. Como si al morir Jacques un poco de vida naciera en mí inusitadamente. Como si él me sacara de algún sitio oscuro tomando mi lugar ahí ahora: ayer soñé que él entraba y yo salía de su tumba. Unas flores falsas, de un papel rojo muy mojado por la lluvia, se pudrían bajo mis zapatos mientras yo iba dejando atrás la lápida sucia con su nombre falso y una enorme y burda imitación de condecoración encima. La orden de Lenin también llena de fango y terriblemente enmohecida. Pero, antes de irme, escupía sobre ella. Y unos cuervos grandes venían a devorar mi escupitajo, se peleaban por mi flema como por un tesoro sobre su tumba.

Y desperté sonriendo como nunca.

De pronto tengo hambre y miro al sol. Me doy cuenta de que ha salido y se apodera de todo el cielo como se apodera de mí. De que hoy no hay nubes que lo tapen. Hace mucho tiempo que no sentía el sol en la cara. De pronto tengo ganas de hablar y me enoja que cuenten mi historia a mis espaldas. Lo que antes me era indiferente hoy noto que me va importando un poco más cada día. Me doy cuenta de que puedo hablar sin llorar o deprimirme. De que soy más fuerte que ayer y no todas las caras o las cosas me atormentan. Detrás del rostro de anciana que me veo en el espejo siento aflorar a alguien que no tiene esta edad cansada, que puede levantarse con furia. Mi nueva sonrisa me delata.

Así, de pronto, me doy cuenta de que estoy contando por primera vez mi historia. O más bien mi lamento. Ya lo hice antes de que otra cosa suceda y muera de nuevo, por tercera vez, ahora sí para siempre. Quién sabe de qué manera, quién sabe dónde.

Algo es seguro. Mi tumba sí llevará mi nombre.

Aunque lleve también, inevitablemente, la máscara que para siempre me quema la cara y que me impuso el asesino cuando me besó con la suya: Aquí yace Sylvia Ageloff. carnada ilusa bestia sacrificable eco de venganza muda ciega sorda turbada cayó en mil trampas de odio y de deseo murió varias veces las más fiel amante del asesino…

Alberto Ruy Sánchez. Foto: efe

Alberto Ruy-Sánchez Lacy (Ciudad de México,1951.) Hijo de padres originarios de Sonora. Vivió en París ocho años, donde estudió entre otros profesores con Roland Barthes, Gilles Deleuze, Jacques Rancière, terminó un doctorado y se hizo editor y escritor. Desde 1988 codirige junto con su esposa, la historiadora Margarita De Orellana, la revista Artes de México, que en dos décadas obtuvo más de 150 premios nacionales e internacionales al arte editorial.,En 1987 recibió el más importante premio literario mexicano, el Xavier Villaurrutia, por Los nombres del aire (su primera novela) convirtiéndose de inmediato en un libro de culto que desde entonces no ha dejado de ser reimpreso cada año. En él inicia una exploración poética y narrativa del deseo que continúan las novelas En los labios del agua (1996), que recibió en su edición francesa el prestigioso Prix des Trois Continents; Los jardines secretos de Mogador (2001), Premio Cálamo/La otra mirada (Zaragoza, 2002); La mano del fuego: un Kama Sutra involuntario (2007)  y Nueve veces el asombro (México, 2005.)

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