¿Qué le ofrezco?

09/02/2014 - 12:00 am

¿El mesero más inolvidable con el que me haya topado? Ha de ser una mesera. No, desde luego, una de ésas cuyas formas aparecían retacadas en micro kilts, empleadas a fines de los años 70 y principios de los 80 por el Lancer’s de Insurgentes, restaurante cuya especialidad eran las carnes aunque mucho me temo que no las que venían servidas en platos. (Niños, mi primo Nicolás y yo pedíamos siempre a nuestros padres nos llevaran a comer ahí los domingos; y aunque mi tocayo se procuró para tales visitas aquellos legendarios mocasines adornados con un espejo en la punta y otro en el herraje, jamás permitió la disposición de los asientos –ni mi miopía temprana– que viéramos gracias a ellos nada que no pudiera transmitir la televisión en horario estrictamente familiar.) Horas de esparcimiento –o cuando menos de zonzera puberta– me deparó el personal de sala de tal establecimiento pero confesaré ser completamente incapaz de recordar con especificidad a una sola de las señoritas que atendían las mesas: herederas de la abolición de la individualidad propia del porno –seguro estoy que si Baudrillard hubiera visitado el Lancer’s lo habría tildado de pornográfico–, o cuando menos de las coreografías de Busby Berkeley, las curvilíneas falsas escocesas que ahí atendían se funden en una sola, anónima y deshumanizada, idealizada en un recuerdo de torpe iniciación erótica.

Bailarinas de Busby Berkeley
Bailarinas de Busby Berkeley

Si digo entonces que el más memorable de los meseros que me haya atendido fue una mujer ha de ser por mero accidente anecdótico: lo que recuerdo de ella no son sus atributos femeninos –y tampoco, ¡ay!, la calidad del servicio que prestara– sino su talante, a todas luces digno de memoria. La sede del recuerdo no podría ser menos edificante: una de esas sucursales de Pizza Hut con servicio de restaurante, ubicada sobre el londinense Strand. Ignoro porque, en tiempos de relativa prosperidad, fuimos a recalar ahí un mediodía de vacaciones mis padres, mi abuela, mi hermano y yo –supongo que Don Miguel no quería que sus hijos deviniéramos malcriados– pero el caso y la cosa es que, pese a ubicarnos en un contexto gastronómico en el que coexistían el glamour de Cecconi’s, la tradición de Simpson’s y el encanto callejero de los kebabs y el fish and chips (que habrían resultado mucho más baratos), ahí fuimos a dar. Nos sentamos ante la mesa de formica, sobre la cual una española que pronto identificó que podía hablarnos en su idioma arrojó cinco menús plastificados más o menos cochambrosos, tomó nuestra orden de bebidas y prometió regresar para recabar la de alimentos. Cuando estuvo de vuelta, mi padre le preguntó qué tal estaba el espagueti a la boloñesa. La interpelada alzó la vista, la paseó por el salón decididamente clasemediero y estandarizado en que nos encontrábamos y, con una voz que dejaba traslucir el asco infinito que le provocaba, y su depresión mayúscula por verse obligada a trabajar en él, espetó:

¡Hombre! ¡Pa’ lo que es esto!

Creo recordar que, ante tan cándida aseveración, mi padre se decantó por una pan pizza de pepperoni y que esa noche nos llevó a cenar al Savoy Grill. De lo que sí estoy cierto es de que, pasadas las carcajadas, la expresión hubo de ingresar en el repertorio de una familia que comparte ya por genética el resignado pesimismo de la protagonista de la anécdota y que incluso hoy, casi tres décadas después y en ausencia ya del paterfamilias, quienes vivimos aquel episodio seguimos profiriendo ese “¡Hombre! ¡Pa’ lo que es esto!” –pronunciado con invariable dejo madrileño– cada que la vida nos obliga a conformarnos con algo que defrauda nuestras expectativas (es decir casi siempre).

Jules Munshin
Jules Munshin

Es ésa una mesera inolvidable, sí, pero no una buena mesera. Nos hizo el día, nos legó un recuerdo divertido y entrañable pero también nos ahuyentó para siempre del establecimiento para el que trabajaba (cosa por la que yo le estaré siempre agradecido, aunque sospecho que Pizza Hut no le guarda la misma gratitud). Exhibió en su comportamiento una de las reglas que debe observar todo buen mesero –establecer un vínculo emocional, construir rapport, con los comensales– pero violó dos de oro: exhibir lealtad por su patrón y mostrar suficiente familiaridad con la carta para orientar la experiencia del cliente. Su sentido del humor, pues, era pertinente (y pertinaz) pero se encontraba literalmente fuera de lugar, a diferencia del exhibido por el injustamente olvidado comediante Jules Munshin en esta secuencia de la película Easter Parade en la que tiene por clientes a Judy Garland y a Peter Lawford:

Es una fortuna que el fragmento subido a YouTube conserve el final de la secuencia anterior ya que ofrece un dato invaluable para la comprensión de lo que sigue: el personaje de Lawford es un cliente asiduo, un habitué, del restaurante. La actitud del mesero magistralmente encarnado por Munshin es caricaturescamente arrogante y afectada pero ello no es sino parte de un juego cómplice con el cliente, que tiene por objetivo establecer su estatuto “de casa” –y por tanto apuntalar su prestigio social y su imagen de solvencia económica– ante la chica a la que pretende seducir. (Consejo para lectores solteros: es bueno elegir para una primera cita un restaurante en el que quede de manifiesto que uno es de confianza pero resulta ingenuo apostar el éxito posterior con la invitada a ello; al final de la película, Garland termina emparejada con Fred Astaire, cuyo personaje no concita despliegues de alta comedia por parte de los meseros de los restaurantes que frecuenta pero que irremediablemente se revela no sólo mejor bailarín y cantante que Lawford sino infinitamente más carismático.)

¿Qué hace entonces a un buen mesero en un restaurante –lujoso o modesto, poco importa– que visita uno por primera vez? Primero, un sentido del timing impecable y una capacidad de lectura de las expresiones faciales y el lenguaje corporal de los comensales especialmente precisa. Debe ofrecer las bebidas, volver con ellas, observar si los clientes han elegido leer la carta no bien sentarse o si han preferido tomarse el tiempo para conversar y paladear el aperitivo, y a pesar de estar casi cierto de que están listos para ordenar indagar formalmente si así es. De ser el caso, debe tener un conocimiento de primera mano de todos y cada uno los platos del menú y estar familiarizado con los ingredientes que los componen –enorme decepción me produjo hace unas semanas un mesero del restaurante del hotel Elcano de Acapulco, que es uno de mis favoritos en esa ciudad y a mi juicio la cocina en que se prepara una de las mejores paellas del mundo, cuando, al inquirir yo de qué estaba hecha la sopa del día, no pudo más que balbucir un “Hombre… La verdura ésta… cómo se llama… usted sabe…”; desesperado y desesperanzado, desistí de averiguarlo y prescindí del primer tiempo–; y aquí es muy importante que el chef someta al personal de sala a recurrentes pruebas de menú, lo que no siempre se verifica, incluso (o particularmente) en locales legendarios. (La única nota triste de mi visita al legendario elBulli de Ferrán Adriá fue que nuestra mesera me confesará que nunca había probado uno solo de los platos que servía pues el chef no lo permitía.) Él mismo, o un garrotero, deberá cambiar los ceniceros si se permite fumar –y esperar a que haya ya una colilla en ellos, no hacerlo cada vez que se deposita un poco de ceniza en su interior, lo que se pretende atento pero resulta supremamente intrusivo– y rellenar las copas de agua sin interrumpir el flujo de la conversación en la mesa. Se verá obligado a terciar, claro, para presentar los platos, para ofrecer segundas rondas de bebidas en caso de que no se haya ordenado vino y para proponer los postres, el café y los digestivos, pero cuidando bien de hacerlo en pausas en el diálogo, y sobre todo no en un punto climático de éste o, peor, en medio de un intercambio emocionalmente sobrecargado.

HER

Lamento que no esté disponible en internet la secuencia del restaurante de la reciente (y espléndida) Her de Spike Jonze en que los personajes encarnados por Joaquin Phoenix y Rooney Mara se dan cita en un restaurante para firmar su acuerdo de divorcio. Los recuerdos y la tristeza fluyen, la despedida definitiva se aproxima, la ex mujer se aventura a preguntar a su ex marido si está saliendo con alguien, él responde en lo afirmativo y confiesa –tal es la premisa de la cinta– que no se trata de una mujer humana sino de una forma femenina de inteligencia artificial, lo que detona una explosión temperamental lacrimosa en su interlocutora. Ése es el momento exacto que elige la mesera para acercarse a la mesa y preguntar si todo está en orden y si necesitan algo más, lo que la hace merecedora (nunca ha sido más justo el término) de una acalorada invectiva de la clienta, proferida con el talante histerizado que se ha convertido en sello del personaje fílmico de Mara. El restaurante tiene muy buena apariencia –está enclavado en un jardín en un Los Ángeles apenas futurista– por lo que no sería difícil que el personal siguiera uno de los dictados del buen servicio que alguna vez me compartiera el chef Enrique Olvera: el mesero sólo debe formular esa pregunta una vez a lo largo de la comida, y aguardar, en efecto, a que transcurra un lapso prudente de intimidad entre los comensales antes de proferirla. De lo que el personaje carecerá evidentemente, entonces, será de sentido común: siempre todos necesitamos algo, y quien llora en público necesita mucho; debería resultar evidente, sin embargo, que el satisfactor a esa necesidad no es algo que pueda proveer un mesero. Y, aunque ello redunde en que se venda un trago o un postre menos, probablemente se traduzca en una segunda visita de un comensal que se ha sentido respetado en ese entorno. (Lo cual, vale decir, no es sólo ejercicio elemental de la decencia sino mejor negocio para el restaurante y, por tanto, garantía de empleo para el mesero.)

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