GLORIA Y MISERIA DE STARBUCKS

19/01/2014 - 12:00 am

Me gusta la arquitectura. Soy –como todos, no se hagan ilusiones– un frustrado pero acaso la mayor de mis frustraciones resida en carecer por completo del talento necesario (no se me dan los números, no sé dibujar) para haber devenido arquitecto. Lo compenso escribiendo sobre la materia cada que alguien me lo permite y leyendo al respecto tanto como puedo. Lo que se traduce no sólo en la lectura de libros y revistas sino, sobre todo, en la de edificios. Me gusta ver edificios. Y me gusta pensarlos. Me gusta, de hecho, hacer viajes con el propósito central de ver y pensar edificios. Y a Acapulco he hecho cuatro con esa agenda.

Ahora, sin embargo, vengo al puerto solo y con otra meta: digamos que a exorcizar frustraciones más íntimas. Sólo que manejando por la Costera alzo la vista y me topo con una imagen que siempre me resulta a un tiempo reconfortante y estimulante: el viejo hotel Condesa del Mar de Mario Pani, hoy rebautizado Fiesta Americana Villas pero todavía apolíneamente hermoso en su señorial y lacónico albor. Cuando mis ojos regresan al nivel de calle, sin embargo, se enfrentan a un espectáculo que los desorbita: ese albor es violentado de manera oronda e injuriosa por la plasta verde de un letrero gigantesco, sacrilegio estético perpetrado a la pureza de las líneas del edfificio. Reza Starbucks Coffee.

hotel
Condesa del Mar de Mario Pani

Refunfuño. Pienso en el asunto y me digo que podría ser mejor pero también peor. Es decir que cualquier intervención publicitaria a un edificio de valor estético e histórico resulta una violencia pero también que –me repito, acaso tratando de serenarme– siquiera no es un McDonald´s. Entonces mis cavilaciones se encaminan por otros derroteros, me llevan a reflexionar sobre un asunto que me entusiasma tanto como la arquitectura –el café– y sobre una empresa con la que tengo una relación, comercial como moral, cada vez más complicada: Starbucks.

Hace unos diez años que no piso un McDonald’s y es casi seguro que no vuelva a pisar uno jamás. Nada tiene que ver el asunto con un pleito frontal con el gran capital –acaso sepa el lector que trabajo en Televisa– ni tampoco con un rechazo a la comida de plástico –alguna vez un amigo me dijo que en esta vida hay Gansitos y profiteroles y hay que saber disfrutar de ambos, y yo le respondí que tenía razón si bien mi preferencia personal es por los Pingüinos (y aun por los navideños, con su glaseado azul orondamente inorgánico). Soy, de hecho, un entusiasta consumidor de hamburguesas y, si bien el sabor de las de McDonald’s me parece muy cercano a la mediocridad, lo cierto es que no me resultan a priori incomibles: algún encanto (plastificado) les encuentro. El asunto es que me caen mal: invariablemente el consumo de una Quarter Pounder con queso –es lo que solía ordenar– termina en reflujo, colitis y Melox; por eso las evito.

A Starbucks, en cambio, sí he de volver… aunque no mucho. Soy un confeso coffee geek y, como tal, a veces insoportable: vivo en pos del grano y el tueste perfectos, tengo un molino –de aspas, no de muelas– que uso cotidianamente, una Bialetti y una prensa francesa con las que me las doy de alquimista (y diré, inmodesto, que con muy buenos resultados), una Jura que hace unos espressi muy respetables, y un talante purista que ve en el machiatto una vulgaridad, en el capuchino un placer infantil y por tanto muy ocasional (y eso sólo si es pequeño y su preparación es perfecta). Excepción hecha de mis visitas a Italia –donde cualquier bar de esquina de cualquier ciudad o pueblo sirve un caffè perfecto–, cada que llego a una ciudad busco un local que sirva un espresso extraordinario, y lo hago mío, visitándolo al comienzo de cada día, así me represente una desviación en el camino. Traducción: no soy cliente frecuente de Starbucks.

Catalina-Coffee

Tampoco soy, sin embargo, uno de esos militantes anti Starbucks. Cuando no queda más remedio –cuando alguien me da una cita de trabajo en una de sus sucursales o cuando no hay un café verdaderamente bueno cerca del lugar en que me encuentro– voy a uno, y pido un espresso doble (me rehúso a decir doppio a menos de yuxtaponerle un prego y pagar en euros) y me lo bebo con razonable gusto. Lo considero, de hecho, mejor que mediocre. Por si fuera poco, de los muchos cafés de grano que compro, uno proviene de Starbucks. En el último día de un viaje de trabajo a Houston con un amigo, descubrimos en el Catalina Coffee de The Heights (que recomiendo ampliamente a quien visite la ciudad: http://catalinacoffeeshop.com) los granos kenianos: untosos, profunda y complejamente aromáticos. Atribulados por los últimos detalles laborales, no pensamos en comprar un par de kilos para traer a casa: lástima. Pero un par de meses después, de vacaciones en Laguna Beach con mi mujer, volvía yo a toparme con un café de tal latitud, que resultó espléndido, y entonces sí tuve la previsión de traer un itacate para mí y otro para mi socio. Que disfrutamos mucho, juntos y por separado, pero que indefectiblemente se agotaron. Semanas después, mi amigo llegaba a visitarme con un regalo que, increíblemente, ostentaba el logotipo de la sirena púdica: era café keniano en grano, tostado medio, comercializado por la cadena. Y aunque no resultó tan inolvidable como aquellos, sí puedo decir que es bueno. Así, de cuando en cuando paso por una bolsa.

Al mismo tiempo, hay en Starbucks algo que me ofende profundamente y que, en esa tarde acapulqueña de reflexiones, no alcancé a precisar del todo. Derrotado por mi incapacidad, terminé por concluir que su calidad buena pero no excelente violentaba mi exigencia cafetera y que su talante masivo ofendía mi esnobismo. Y dejé el asunto por la paz.

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Ahí hubiera quedado la cosa si al día siguiente, mientras vagaba yo por el Centro de Acapulco, no me hubiera sorprendido un local en el que no había reparado en visita anterior alguna. Era un expendio de café de aire antiguo, parecido a tantos que por fortuna perviven en el Centro Histórico de la ciudad de México, que ostentaba el letrero Café Wadi (http://www.cafewadi.mx), la leyenda “desde 1924”, y despedía un olor invitante. En un anexo conectado al local principal se alzaba un mostrador –una barra de café a la italiana– que ofrecía la posibilidad de degustar el producto. Exploré las vitrinas de caoba y me decanté por el Costeño Premier que pedí, faltaba más, espresso. La señorita del mandil se afanó en el molido y la extracción y me presentó –en vasito de unicel, qué remedio– una taza humeante de un café perfumado y rotundo, de acidez perfecta, con una capa ligera de crema, apenas espumosa. Me puse a conversar con el personal y, destacadamente, con la esposa del dueño, nuera del fundador. La felicité, diciéndole que Acapulco era el último lugar del mundo donde imaginaba yo toparme un sitio así, a lo que me respondió que habían pasado muchos trabajos para sobrevivir y que habían tenido que adaptarse a nuevos tiempos. Fue entonces que mi vista reparó en un letrero que ofrecía frappuccinos de sabores: ¡horror! “¿Starbucks?”, aventuré. “Starbucks”, asintió, con aire derrotado.

wadiok

libroRebuscando esa tarde en internet, me topé con un libro electrónico que me ayudó a explicar las razones de mi aversión parcial a la cadena. Escrito por el historiador Bryant Simon, lleva el apropiado título de Everything but the Coffee y explora cómo Starbucks ha construido su marca con la venta no de café sino de un significador de status a costo relativamente bajo. Para llegar a ello, sin embargo dedica un primer capítulo a contar la historia de la empresa y éste resulta iluminador: fundada en 1971 por tres entusiastas del café que habían descubierto en Peet’s –mítico local de Berkeley, California– un tostado que juzgaban perfecto, nacería del deseo de trasladar esa experiencia al Seattle de su residencia. Durante años, Starbucks tendría primero un local en la ciudad, después un puñado, abocados a la venta de café de grano y a la creación de una cultura cafetera: se daban degustaciones gratuitas y se enseñaba a la clientela cómo lograr la mejor extracción. Al poco tiempo comenzaron a vender una sola bebida: espresso, dicen que memorable. Después habrían de sumarse un capuchino a la italiana y un buen americano. Y así hubo de ser durante tres lustros, hasta que la empresa fuera vendida, en 1987, a Howard Schultz, un mercadólogo. Que, como tal, tenía voluntad de expansión y que pagó los costos, que Simon describe con precisión.

Para fines de los 90, cuando la cadena contaba ya con cientos de establecimientos en toda la Unión Americana y comenzaba su expansión internacional, compraba ya no el mejor café sino “lo más barato, y a veces lo peor, de los mejores granos”, buscando maximizar su rentabilidad. De acuerdo a Simon, Starbucks confiaba en que “su tueste de marras, oscuro y ahumado, ocultaría las imperfecciones”; sólo que, otra vez por causa de la masificación, ese tueste dejaría de ser artesanal, sustituido por un proceso industrial, que eliminara el aroma del café recién tostado. (Todo eso explica porque su keniano, aunque bebible, no se compara con el que degustara yo en Houston, recién tostado, o incluso con el que trajera yo de California, tostado apenas días antes.) La puntilla, sin embargo, vendría con el deseo de ampliación de su mercado: al notar que, durante una ola canicular en Los Ángeles, las ventas de Starbucks bajaban mientras que las de un competidor subían, el gerente del local decidió investigar. Descubrió que lo que vendía su competencia eran bebidas de café frías –con leche, azúcar y jarabe– y así lo reportó a la gerencia central. Starbucks les encontró un nombre –Frappuccino–, lo patentó y empezó a ofrecerlas con gran éxito en sus tiendas. Habían encontrado una mina de oro: el café para la gente que quiere decir que toma café pero no soporta la complejidad de su sabor. El café para la gente que no toma café.

Lo que me lleva a descubrir finalmente por qué me cuesta trabajo Starbucks: porque soy un puro (aunque me gusten los Pingüinos navideños).

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