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Catalina Ruiz-Navarro

21/04/2015 - 12:00 am

Garciamarquismo

El garciamarquismo fue todo un período de la literatura colombiana (ochenta y comienzos de los noventa) en el que todo el mundo estaba echando mano del realismo mágico -que en Colombia se parece demasiado a la vida cotidiana. Ahora sí todos querían ser escritores; todos miraban con nuevos ojos a ese país costumbrista que tanto […]

Foto: Catalina Ruiz-Navarro
Foto: Catalina Ruiz-Navarro

El garciamarquismo fue todo un período de la literatura colombiana (ochenta y comienzos de los noventa) en el que todo el mundo estaba echando mano del realismo mágico -que en Colombia se parece demasiado a la vida cotidiana. Ahora sí todos querían ser escritores; todos miraban con nuevos ojos a ese país costumbrista que tanto se habían negado por estar imaginando a Europa. Pero ahora teníamos un Nobel, y todos querían escribir como él. Por supuesto nadie pudo. El garciamarquismo palideció ante el verdadero García Márquez, cuya obra fue tan penetrante que no soportaba imitación, ni copia. Finalmente la literatura colombiana salió de su sombra y hoy tenemos excelentes escritores -de frases cortas- como Tomás González o Piedad Bonnett, por mencionar algunos, que lograron reconocerlo pero hacer sus propias cosas.

A un año de la muerte del Nobel colombiano Gabriel García Márquez el garciamarquismo ha vuelto, pero no como un estilo manierista, sino como un tema: para todos los colombianos fue tremendamente importante ese hombre-acontecimiento que fue García Márquez. Así que vendrán infinitas loas, lugares comunes y cursilerías, diatribas rebeldes y furiosas que dirán que no fue la gran cosa su legado. Todas, sin embargo, tendrán en común a García Márquez.

Yo, como cualquier colombiana, como todos, escribí el año pasado sobre él. Escribí textos muy personales; sobre mi experiencia con su obra, una reflexión sobre la figura de su esposa Mercedes, un chisme sobre los cuentos que el Nobel le robaba a sus amigos. Estos textos fueron publicados en Colombia y como México fue su segundo hogar (y es el mío), esta semana me gustaría compartir mi garciamarquismo con ustedes.

Primer amor

(Columna escrita el 17 de abril y publicada el 19 de abril de 2014 en El Heraldo)

Nací en 1982, el año en que Gabriel García Márquez ganó el Premio Nobel de Literatura. Mi mamá guarda el recorte de la noticia pegado en mi album de bebé. Para ella significó que mi generación nacería creyendo que una cosa como El Premio Nobel, se podía ganar. No solo eso, que un caribeño hambriento podía ser el mejor en una profesión que, en Colombia, parecía reservada para los dandys o para los solemnes cachacos [bogotanos] de las montañas y la capital.

Crecí dando por sentado que García Márquez era bueno pues lo decían todos a mi alrededor y yo lo repetía desde muy pequeña para hacerme la sabionda. Sin embargo, lo primero que leí,  Los funerales de la mamá grande, llegó a mí hasta quinto de primaria. Leí el cuento con fruición, casi que sin darme cuenta. No noté sus garciamarquianos párrafos de una frase, las comas enumerativas que descansaban en un punto y coma para retomar otra lista, sus exageraciones tan familiares, como los colores, el calor y el polvo de casi todos sus escenarios, el absurdo (también tan cotidiano). Aunque no pude apreciar las costuras de la historia, me conecté profundamente con el personaje de la matrona, pues yo crecí a la sombra generosa de una bisabuela imponente que también posaba de inmortal.

Hoy al releer el cuento imagino a tantas otras Mamas Grandes (desde La Gata hasta La Cacica), tantas Úrsulas, Aurelianos, que en lo que va de mi vida he visto pasar. Leer Cien años de soledad es barajar un tarot de arquetipos colombianos, que aparecen una y otra vez en nuestros periódicos, nuestras canciones, nuestros sueños. Una vez leído, es fácil ver que  García Márquez es un escritor muy bueno, incluso para los estándares del más sofisticado académico -que hoy usa el adjetivo “macondiano”, y muy bueno para el bachiller hormonal que refunfuña por la tarea del colegio. Eso se puede decir de pocos escritores.

Cada colombiano, con sus debidas particularidades, tiene una relación muy íntima con la obra de García Márquez. Acaso es por esa complicidad que despierta en quien lo lee, que todo el mundo se pasa de confianzudo y le dice “Gabo”.

Cuando la salud del que llamamos “nuestro nobel” se debilita al país le importa, no por el morbo amarillista que acompaña a toda celebridad, sino porque García Márquez ha sido parte activa de la construcción de esta nación. Retrata nuestros más oscuros horrores en textos embrujadores que no tenemos más remedio que leer. Son muchos los macabros episodios de la historia de Colombia que solo asumimos desde sus ambiguas ficciones.

En sus textos llegamos a odiar al país y a la vez a quererlo con la abnegación y constancia que se quiere a un hijo bobo. Eso bien puede ser nuestra versión más genuina de patriotismo. Pero primero y ante todo, en la relación de muchos colombianos con la lectura, García Márquez fue un primer amor. Y con eso, en Colombia, ya hizo más que cualquier presidente o ministro por la educación.

Mercedes

(Publicada el 23 de abril de 2014 en El Espectador)

Escribir es un oficio de alto riesgo financiero y sacar una novela exige horas de trabajo en un proyecto incierto (no es de extrañarse que la primera novela nos trajera el adjetivo “quijotesco”). Si un escritor no prueba primero que puede escribir, nadie le va a pagar por hacerlo. Así, todos los escritores, buenos y malos, se enfrentan con que para escribir hay que comer, y no a la inversa. Cada escritor verá cómo lo resuelve: algunos escribirán después del trabajo en horas de duermevela, otros volverán a casa de sus padres, conseguirán un mecenas, otros son aristócratas que contratarán un asistente y vivirán de la renta.

Cuando Virginia Woolf, en su emblemático ensayo, Una habitación propia, se pregunta ¿por qué las mujeres no escriben más novelas? contesta que no tienen ni la libertad ni el tiempo, lo que se traduce en dos básicas condiciones materiales que Woolf resume  en “dinero, y una habitación propia”. Pero Virginia Woolf tuvo aún más que eso. Tuvo a su esposo Leonard, que la cuidó y acompañó en sus altibajos de salud mental, se encargó de la casa, le echó agua a las matas y hasta publicó varias novelas. Juntos fundaron una imprenta. Algo parecido se dice de Vera Nabokov, quien no solo cumplía con las labores esperadas de una esposa de esa época (gerente, cocinera, niñera); también le ayudaba a su esposo como editora, asistente y secretaria, e incluso salvó varias veces del fuego los manuscritos de Lolita. Mucho le debe la literatura a esos valientes y devotos maridos, esposas, madres, padres, amigos, que creyeron incondicionalmente y le apostaron todo al talento de alguien.

En 1982, Mercedes Barcha le concedió una escueta entrevista a la revista Semana. Cuando le preguntaron por las vacas flacas contestó: “Eso de la gran pobreza es más bien leyenda, o por lo menos es parte de la mitología que se ha creado. Pobreza tal vez hubo cuando Gabo escribía Cien años de soledad, que se alargó un poco más del tiempo previsto y se nos acabó la plata. Pero, en fin, tampoco fue muy dramático. Cuando uno es joven no se da cuenta de los problemas y cuando es viejo ya no tiene problemas.” Sin embargo, durante ese tiempo, fue Mercedes quien se encargó de las finanzas, de pedir plazos para la renta, de velar por que el escritor comiera. Gerald Martin, su biógrafo más dedicado, cuenta que Fidel Castro y el expresidente español Felipe González dijeron lo mismo en dos entrevistas distintas: “No fue Mercedes la afortunada, sino Gabo, él fue el ganador de la lotería”.

Con la silenciosa tranquilidad y firmeza que siempre le adjudican los biógrafos de su marido, Mercedes Barcha vio cómo, poco a poco, el cubo de madera que contenía las cenizas de García Márquez, se fue rodeando de flores amarillas. Los conocidos de Mercedes coinciden de manera monolítica en describirla como una mujer discreta. El segundo consenso inapelable es que sin su amor dedicado e incondicional, sin su valor y su fuerza, García Márquez no habría sido el gigante que el lunes era homenajeado en el Palacio de Bellas Artes del D.F. En un texto del 2001 para la revista Cambio, dijo Gabo que tras contar moneditas y pedir plata prestada para enviar el manuscrito de Cien años de soledad por correo, Mercedes le dijo, con la misma parquedad de todas sus respuestas: “Ahora solo falta que la novela sea mala.” Cien años de soledad también era su apuesta.

Sombras

(Publicada el 29 de noviembre de 2014 en El Heraldo)

En el 2012 era mi primera vez en Europa (por un viaje de trabajo) y aproveché para visitar un lugar que de alguna manera ya conocía: el Museo del Prado. Digo que lo conocía porque cuando era estudiante de Artes Plásticas, memorizaba las imágenes impresas en libro de historia de E. H. Gombrich (que hace las veces de la Anatomía de Grey para los artistas). Si quería ver más imágenes iba a hojear los libros de la biblioteca (no tenía dinero para comprar ninguno) o en casa de algún amigo (no tenía ni computador ni internet en casa) visitaba el archivo de Artchive.com (no había tantas imágenes en la red). Por supuesto, nuestras clases de historia del arte se dedicaban en gran medida al arte europeo y en los exámenes teníamos que decir de memoria autor, técnica, período etc. Pensábamos con estas imagenes, eran nuestros referentes, nuestro vocabulario.

Muchos años más tarde, en el Museo del Prado, me enfrentaba a esos cuadros que durante tanto tiempo había memorizado. Mi tesis de Artes consistió en una apropiación de varios cuadros religiosos icónicos (los había copiado al detalle en lienzos de gran formato, haciendo algunas intervenciones). Me los sabía de memoria. Pero nunca los había visto. Nunca los había visto en vivo, solo en reproducciones de internet o impresiones de cafetería. En ese momento, frente a la Anunciación de Fra Angélico, veía por primera vez las pinceladas y entendía por qué este arbusto no me había quedado bien o qué color debí usar en aquello.

Fue muy emocionante ver por fin estos cuadros de cerca, pero también muy triste. Me di cuenta de que ser latinoamericano (colombiano en particular) y ser estudiante de artes (o de cualquier cosa cuyo canon resida en el viejo continente, es decir, casi todo) es pensar con unas palabras o con unas imágenes a las que no tenemos acceso. En mis libros de cuentos hablaban de nieve, lobos, arándanos, cosas que yo jamás vería en Barranquilla (arena, icacos e iguanas) pero que a punta de imaginármelas me parecían de lo más natural. Las imágenes con las que construimos nuestros mundo los latinoamericanos son las sombras de las que hablaba Platón, las sombras de las cosas reales que son proyectadas en la caverna. Esto sucede en parte porque hemos crecido mirando hacia otro lado, al otro lado de todos los charcos, donde se inventaron el canon.

Hasta que llegó Gabriel García Márquez, y con su obra, el canon se escribió aquí. Y les habló a ellos de las guayabas, de los patios, de la risa y el desamparo que nosotros sí podíamos ver y tocar. Serán ellos, los gringos y europeos, los que tendrán que viajar para ver lo que veía Gabo. O no. Porque la Universidad de Texas, ante lo que parece una flojera endémica del Ministerio de Cultura (es que también hay cachacos flojos) acaba de comprar el archivo de la biblioteca de Gabriel García Márquez. En su comunicado, Mincultura dice que hicieron el intento pero que igual el archivo está mejor allá acompañado de los libros de Borges (y probablemente es cierto). Pero está mejor no tanto porque ellos sean buenos como porque nosotros somos mediocres. Así que los colombianos que estudien a Gabo, nuestra esquina del canon, van a tener que viajar, conseguirse una beca, saltar el charco para conocerlo de cerca, o simplemente y como con todo, imaginarse los libros desde las sombras de su biblioteca.

El cuento del que García Márquez nunca se enteró

(Columnas publicadas el 20 y el 27 de diciembre de 2014 en El Heraldo)

En el año 2000 tenía 17 años y estaba recién llegada a Bogotá para estudiar Artes Visuales en la Javeriana. Acababa de entrar a hacer una pasantía en El Malpensante como Asistente Editorial. Por ese entonces acababan de aterrizar en la revista alrededor de 16 cassettes de 90 minutos de una periodista, barranquillera también, que había estado recogiendo testimonios de personas que conocían a García Márquez. La periodista era Silvana Paternostro, y las entrevistas eran una serie de borracheras (todas comenzaban con Silvana entregándole al entrevistado una botella de Old Parr) en las que se escuchan deliciosos cuentos de la época en esplendor de su costeñidad. En El Malpensante concluyeron que la única capaz de desenredar esa lengua de viejos costeños borrachos mamando gallo iba a ser yo, y era verdad. Podía imaginarme perfectamente a Juancho Jinete y a Quique Scopell jugando dominó bajo un almendro y hablando de lo divino, pero sobre todo, de lo humano, que fue García Márquez.

Por ese entonces jamás imaginé que iba a terminar trabajando como periodista, ni que los cuentos del Grupo de Barranquilla se me volverían tema de tesis en la maestría. Desde entonces han pasado 14 años, y el libro que recoge esas voces que yo me senté a escuchar durante tantas horas cuando era una niña, se acaba de publicar.

Conocí a Silvana hasta este año en México D.F., precisamente en el homenaje que se le hizo a Gabo tras su muerte en marzo. Ahí tuve la suerte de presenciar con ella otra de las escenas de su libro: las mariposas amarillas de papel volando en el viento al caer la noche sobre el palacio de Bellas Artes. Silvana me conocía por Twitter y había leído algunas de mis columnas en El Espectador. Yo he seguido su trabajo desde aquella tarea para El Malpensante, con admiración profesional y con la complicidad de compartir el ethos de lo que significa ser una “pelaita barranquillera” (pregúntenle a Marvel Moreno por ese yenesecuá). Ella no se esperaba que le dijera que yo había estado escuchando, en silencio y tras la puerta, sus conversaciones con otros, y yo no podía imaginarme que su libro, Soledad & Compañía estaba por ser publicado.

Creo que para mi formación profesional fue decisivo poder escuchar estas voces de primera mano, y leerlas de nuevo fue muy emocionante. Transcribir esos fragmentos también me sirvió, de manera inadvertida e inesperada, para aprender cómo hacer una entrevista íntima y relajada, cómo llevar la conversación con suavidad de brisa barranquillera, como preguntar; y también me ayudó a apreciar y a escuchar las delicias de la tradición oral. Los seis meses que estuve desgrabando estos cassettes se me hicieron entonces una eternidad, pero fue un ejercicio de resistencia que, sin duda, me enseñó (de manera teórica y performática) la lección que más atesoro de García Márquez, un entrelíneas constante a todas las voces en sus múltiples entonaciones: que la genialidad son tres cosas: talento, disciplina y amistad.

*

“El oía cuentos” declaró la voz de Juancho Jinete en uno de los casetes. “Una vez Álvaro Cepeda me dijo: Juancho vamos a Valledupar que Escalona nos ha invitado. Entonces nos fuimos allá, a Valledupar y Escalona nos estaba atendiendo y la cosa… entonces Álvaro me dice: este hombre nos va a dar solo ron, ron, ron, pero yo quiero hablar, buscar historias, esta vaina no va a ser solo parranda tras parranda. Entonces nos entregaron un jeep de esos que eran los taxis de allá y nos fuimos a buscar la historia de La Custodia de Badillo”. Cepeda y Gabo competían para ver cuál de los dos lograba escribir primero los cuentos que les llegaban de la tradición oral, y la historia que Jinete y Cepeda encontraron en ese viaje no alcanzó a llegar a la literatura; Cepeda no la escribió, no cupo en la curaduría de Soledad & Compañía y hasta el día de hoy ha permanecido inédita, viviendo en la memoria de Silvana y en la mía.

Cepeda quería averiguar la historia detrás del vallenato de Escalona, que de manera velada denuncia en sus letras al ladrón de la custodia, una reliquia colonial que había sido cambiada por una copia falsa. “Lo que pasa es que la tiene un ratero honrado, lo que ocurre es que un honrado se la robó”. Según el vallenato, el ladrón era el mismo cura del pueblo y por eso “parece que el inspector como que tuvo miedo, mucho miedo en este caso para proceder”. Sin embargo, Escalona echa su puya y en otro verso afirma “Ay! compadre cola jerre, cuando tengas fiesta, hombe que abra bien los ojos para vigilar, con una 45 en la puerta e’ la iglesia, todo al que tenga sotana no lo deje entrar” y finalmente recomienda que “al terminar la misa, que se pongan del cura pa’ bajo a requisar”.

El robo quedó impune y aunque muchos sabían que el autor era el cura, le echaron la culpa a Enrique Maya, que “tenía fama” porque antes había “tomado prestado” un San Antonio. ¿Por qué y para qué? Según cuenta Juancho Jinete, “Resulta que había una sequía, que no llovía, entonces había que hacer una parranda que ellos hacen. A los cinco días sacan el santo (San Antonio) y le hacen una novena y cayó el aguacero y tal. Entonces este hombre en un pueblo vecino no le llovía tampoco, entonces le dijo al amigo ¿quién te hizo el milagro? Entonces este (Maya) se fue a ese pueblo y se metió en la iglesia y cogió al santo y lo amarró a Santa Rita y empezó a hacer las rogativas tocando, bailando. Al séptimo día cayó un palo de agua, que no escampaba, se ‘esmierda’ el agua, y agua y agua.” Entonces Cepeda preguntó “¿Pero pa’ que amarró a Santa Rita con San Antonio?” y le contestaron “Ay, Don Álvaro ¡pa’ que tiraran!”

“Entonces, Álvaro se voltea así y me dice a mí: oye hijueputa, ¡ahora cuéntaselo a García Márquez pa’ que me robe el cuento!” Juancho Jinete se mordió su lengua chismosa y nunca se lo contó.

Homenaje en Bellas Artes

Este es un video que recopila las notas que tomé con mi teléfono el día del Homenaje a García Márquez en el Palacio de Bellas Artes. 21 de abril de 2014.

@Catalinapordios

Catalina Ruiz-Navarro
Feminista caribe-colombiana. Columnista semanal de El Espectador y El Heraldo. Co-conductora de (e)stereotipas (Estereotipas.com). Estudió Artes Visuales y Filosofía y tiene una maestría en Literatura; ejerce estas disciplinas como periodista.

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