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Gisela Pérez de Acha

28/12/2014 - 12:00 am

A balazos

No pasaban de las tres de la mañana. Aunque mis recuerdos del reloj son bastante borrosos. Uno. Dos. Tres balazos. Un Mini Cooper que arranca a toda velocidad. La estampida. El caos. Los gritos. La confusión e incertidumbre. Era 25 de diciembre. Estábamos en un antro en Culiacán, Sinaloa. Festejábamos la juventud, las perlas negras […]

No pasaban de las tres de la mañana. Aunque mis recuerdos del reloj son bastante borrosos. Uno. Dos. Tres balazos. Un Mini Cooper que arranca a toda velocidad. La estampida. El caos. Los gritos. La confusión e incertidumbre.

Era 25 de diciembre. Estábamos en un antro en Culiacán, Sinaloa. Festejábamos la juventud, las perlas negras y el post-recalentado navideño. Era una pausa y una tregua de las comidas familiares. Pero en este lugar la violencia no toma vacaciones. Acababan de matar a un chavo que no era narco y no iba armado. Un chavo que quedó atrapado en el capricho de alguien que jaló el gatillo.

“Mala suerte”, dicen los culichis, “le acababa de dar anillo a su novia.” Suerte. Como si fuera tan sencillo. Algunos dicen que el merecido balazo fue por intentar entrar por la puerta trasera, otros dicen que se provocó su muerte por una mala broma de borrachos. No sé quién fue, ni qué pasó. No hay verdades periodísticas, solo rumores. Escuché los balazos y vi el cuerpo helado e inerte mientras salía. “¿Dónde está la policía?”, me preguntaba mientras pisaba el fresco charco de sangre y trataba de calmar mis nervios entre la estampida de jóvenes borrachos.

Nadie llegaba. Era tierra inóspita.

Igual, de poco serviría.

Recuerdo el silencio. No había llantos ni histeria posterior. La única que temblaba era yo. No podía respirar. Me di cuenta que para la raza es algo normal. Es cosa de todos los días. Tan solo en vísperas navideñas ha habido 16 muertos. Dieciséis cadáveres sin investigar ni sancionar. Dieciséis asesinatos que parece que no le pesan a nadie. Dieciséis silencios, y dieciséis complicidades. La violencia se respira día a día sin poder hacer nada al respecto.

“Ni la debía ni la temía”, me dijo la chava que venía detrás de el después de que logramos refugiarnos en una casa vecina. Su blusa blanca de noche estaba manchada de sangre. Era el impacto de la bala. La sangre que salpica. En esta ciudad así es, ni la debes ni la temes, pero terminas manchado de sangre.

El antro se desalojó. Nos escondimos pasando la calle empedrada en una casa vecina. “No hablen morras,” decía un vato mientras se asomaba por la ranura de la puerta para ver si ya podíamos salir. “Me pusieron la pistola en el cuerpo”, dijo una prima mientras intentaba calmarse. Cada uno tiene su versión de los hechos. Es chisme, mitote y martirio. Pero insisto: es normal. Todos parecen saber qué hacer.

“Ya llegó la policía”, dijo el vato de la puerta. Vi las luces de reojo. No sabía a qué tenerle más miedo. En el silencio se sentía la sombra de la muerte. De la triste e impune violencia.

No. No es normal. A todos los culichis les escribo: no lo normalicen, ni siquiera por instinto de supervivencia. Sé que al que habla lo matan, pero no tienen que hacerlo. Simplemente sepan que esta violencia que forma parte de su vida cotidiana no es normal. La resistencia tiene que ser silenciosamente individual.

Estuvimos más de tres horas escondidos. No sé, tal vez fueron más, o menos. Es difícil recordar. Aún me duelen los pulmones de tan solo pensarlo. Cuando por fin llegué a casa, todo el cuerpo me dolía. Mis botas estaban manchadas de sangre. ¿Qué se hace? ¿Se lava? ¿Se olvida? ¿Se sigue con la vida?

Desperté con una cruda brutal y los ojos agobiados. No. No fue una pesadilla. Desperté jalando una enorme bocanada de aire. Como si hubiera revivido de la muerte yo misma.

“¿Quién te manda salir si ya sabes cómo están las cosas?”, me dijo la abuela cuando le platiqué. Claro, es el mismo argumento de siempre. Para qué protestas, si sabes un policía corrupto puede arrestarte. Para qué usas minifalda si sabes que provocas a los hombres y pueden violarte… para qué. Pero que quede claro: la culpa no está en nosotros, sino en los terceros que violan, arrestan y matan. Ese es el problema  que tiene que arreglarse. La solución no es quedarnos en casa.

En Sinaloa no habrá marchas. No habrá masas. Pero que quede claro: de Ayotzinapa a Culiacán, fue y será el Estado. No por dispararle al chavo. Como dije, no tengo idea qué pasó. Es el Estado por no investigar. Son los políticos por no castigar; por tapar y validar el narcoestado y la violencia.

Quisiera responsables. Quisiera juicios. Quisiera que se fuera el miedo. Quisiera paz.

Somos un país de fosas y tumbas innombrables.

A balazos. Así murieron. Así murió. Es inevitable sentir, en esta jungla de país, que nosotros podemos ser los siguientes. ¿Qué se puede hacer? No hay respuesta a esa pregunta. No es normal. Jamás lo será. Tenemos que tomar consciencia

Uno, dos, tres balazos y el Mini Cooper que arrancó a toda velocidad. No pasaban de las tres de la mañana. Ahí se queda la memoria.

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