Carlos A. Pérez Ricart
31/08/2023 - 12:04 am
Desaparecidos y la Comisión Nacional de Búsqueda
“La práctica de desaparecer personas está extendida en todo el país y entre todos los grupos criminales”.
Hace tiempo ya que contar homicidios a partir de números oficiales de las fiscalías, procuradurías y servicios médicos forenses no es suficiente para comprender la magnitud de la violencia criminal en México. Me explico.
Hay evidencia —para quien quiera verla— de que la práctica de desaparición de personas ha proliferado a tal punto entre grupos criminales que hoy no es posible saber el número real de homicidios en México.
Hasta hace muy poco, en México los homicidios se contaban relativamente bien. La cifra negra era baja, casi nula; las instituciones de salud y justicia lograban cuantificar relativamente bien su número real. Eso nos permitía comparar, registrar avances, reconocer retrocesos. Y lo más importante: medir.
En el contexto actual, eso ya no es posible. La práctica de desaparecer personas está extendida en todo el país y entre todos los grupos criminales. Las técnicas varían y se difunden con facilidad. Su grado de complejidad es distinto. Estas van de la disolución de cuerpos en barriles con ácido, sosa y otras sustancias, hasta el uso de hornos clandestinos de ladrillo para cremar restos humanos. Hablamos de un fenómeno que se remonta al menos dos décadas; lo relativamente nuevo es su expansión, su uso indiscriminado, su democratización.
La desaparición tiene una ventaja para el agresor. Si no hay cuerpo no hay delito. Mientras un homicidio provoca (en el mejor de los casos) la respuesta de las fuerzas estatales, la desaparición de una persona paraliza, entumece. Detrás de cada desaparecido se incuba silencio.
Los homicidios tienen el potencial de atraer atención mediática; al fenómeno de la desaparición, en cambio, se le niega la mirada. No hay cámaras para el desaparecido. La práctica es eficaz; infunde miedo, somete. Y los riesgos de perpetrarla son mínimos. Otra vez: sin cuerpo, no hay delito.
A pesar de los esfuerzos de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), el instrumento del gobierno federal para atajar el fenómeno, no tenemos idea de cuántos desaparecidos hay en México. Ni por asomo. Tenemos un registro con virtudes y problemas, pero que difícilmente sirve para calibrar la magnitud del problema. Es muy probable que el número oficial sea muy distinto al real. Basta leer los periódicos, escarbar un poco.
Esta semana Milenio publicó que hace al menos tres años que en Teocaltiche, Jalisco (a kilómetros de la frontera con Zacatecas) una célula del Cártel de Sinaloa utiliza hornos de las ladrilleras para cremar personas de manera clandestina. Tan solo en ese municipio hay 39 personas reportadas como desaparecidas.
La semana pasada, un grupo de madres buscadoras descubrió en Reynosa, Tamaulipas, a media hora del aeropuerto y de las instalaciones de la VIII Zona Militar, un centro de exterminio. Las mujeres encontraron, según las notas de los periódicos tamaulipecos, “un horno, una alberca, una cisterna y cinco kilos de restos”. Hasta ahora se han encontrado 29 cuerpos en 16 fosas distintas solamente en ese lugar. Siguen escarbando.
El campo de Reynosa es uno de muchos. Los colectivos de Tamaulipas llevan ya registro de 57 centros de exterminio con características similares. Fue en ese estado cuando en 2017 la CNB descubrió, en el municipio de La Bartolina, a doce kilómetros de la frontera con Estados Unidos, otro centro de cremación clandestina. En tres exhumaciones distintas recuperaron 425 cuerpos. Repitamos el número: 425.
Entre 2018 y 2023 se han hallado 2835 fosas clandestinas en el país. 2835. Estas son solo la punta del iceberg de una realidad mucho más profunda y cruel. Ante esa realidad que, insisto, estamos muy lejos de conocer, es de lamentar que la CNB, haya quedada acéfala la semana pasada.
Karla Quintana, la ahora ex comisionada, renunció por diferencias en cuanto al manejo del Registro de personas desaparecidas. No admitió, según ha trascendido, la injerencia de Palacio Nacional en la compilación del registro de víctimas a cargo de la CNB.
Mientras eso termina por aclararse, es preciso decir que Quintana se caracterizó por trabajar con transparencia y valentía. Trabajó sobre tierra, del lado de las víctimas, al sol. Nunca desconoció la complejidad del reto; por el contrario, buscó darle visibilidad a una realidad que muchos prefieren dejar bajo tierra. Ante la austeridad que ahogaba el funcionamiento de la CNB, Quintana consiguió financiamiento de Embajadas para maximizar las posibilidades de éxito de cada ida a campo, de cada búsqueda. Fue más, mucho más, que una funcionaria pública, acaso por eso decidió no aferrarse a un puesto cuando desde Palacio Nacional dejaron de confiar en su trabajo.
La salida de la Quintana de la CNB implica una pérdida de capacidades que el gobierno federal no podía darse el lujo de perder. Y que, sin embargo, decidió perder. En el contexto actual es la peor noticia posible.
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