
Si fijamos bien la mirada,
advertimos que la ausencia nos rodea:
ese no saber, ese anhelo que se dilata y se extravía;
esa inquietud que no encuentra respuesta alguna;
esa pasión que no alcanza a cifrar su instante;
la razón en su laberinto, al abrir puertas y levantar muros;
el camino sin destino que asume la historia;
las palabras que se pierden sin eco alguno;
la visión que no alcanza y se disipa en su fuga perpetua;
la oración que escala y se entierra;
la angustia innata de saberse en el vasto río de la premura;
el cielo que se aleja y proviene de dentro;
las fórmulas del saber,
en la hoguera de un asombro que se ignora;
el tejido de luz de lo concreto,
que en su densidad acumula el dolor;
los rituales encadenados a la erosión de la tierra;
los engranajes de la sobre vivencia en su crujir endémico;
el conocimiento en su insatisfacción atrapado;
la música, pintura, danza, poesía,
aglomeradas,
incineradas en su multiplicación,
dispersas en su sentir;
el arte estrujado de lo total,
una quimera más entre parpadeos;
la conciencia en su intermitencia
débil y cercenada;
la soledad preñada de caprichos
horadada y esquiva;
el humor crispado de soberbia,
su ahogado enojo;
una alquimia fallida en su desproporción.
Convertimos lo sagrado en profano para buscarnos
y perdimos nuestras propias huellas.
La encrucijada de ser dioses,
nos cobra ya muy caro el inhalar y exhalar:
acumulamos nuestros propios despojos;
el perdido paraíso de los deseos,
la basura nuestra de cada día;
el humo negro de los delirios,
sus columnas sembradas en los vientos.
Este paisaje tan antiguo y presente
en su extrañeza impecable y dominante.
Si tan solo pudiéramos enfocar
esta ausencia que llevamos,
retornaría tal vez la pregunta de cada quien
tan necesaria.








