Cuando en la Atenas de la antigüedad se inventó la democracia, los griegos venían de siglos de regímenes que habían mostrado ampliamente sus horrores: las tiranías. Estaban escarmentados, habían conocido la voluntad de déspotas, de autócratas que aplastaban los intereses que no fueran los suyos, y que repartían caprichosamente la vida y la muerte. Ante esa desgracia apareció un modelo sin precedentes: un pueblo que decidió autogobernarse tomando en cuenta la opinión de todos los ciudadanos y, entonces, se entronizó la palabra, el discurso más convincente empezó a imponerse y acordaron respetar lo que la mayoría deseara. Fue, sin lugar a dudas, uno de los momentos más altos de la historia humana.
Es sabido que aquella democracia fue directa, y que tuvo que adaptarse con el paso del tiempo: el aumento de la población volvió imposible que todos los ciudadanos pudieran reunirse a discutir, por lo que se transformó en democracia representativa y también que, cuando un grupo de representantes concentró demasiado poder, fue preciso crear contrapesos: la famosa división de poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial y, luego todavía, pareció necesario sectorizar ese poder para que estuviera más próximo a los gobernados, y se pasó entonces a dividirlo en federal, estatal y municipal. Hoy, la subdivisión del poder ha terminado por crear una burocracia inmensa con un enjambre de direcciones y subdirecciones, jefes y subjefes, subsubjefes y subsubsubjefes...
Frente a esta rapidísima y esquemática historia, hoy quisiera preguntarme por el supuesto de la democracia: ¿qué está detrás de ella?, ¿por qué nos resulta más conveniente aceptar la voluntad del mayor número posible de ciudadanos que la voluntad de un déspota?
La respuesta es obvia: porque confiamos en que nos irá mejor a todos. El que nos vaya mejor a todos es también la razón por la que consideramos que debe respetarse la Ley, el Estado de Derecho. Pero tras esta respuesta obvia hay una creencia que suele no evidenciarse: si creemos que la democracia es la mejor forma de Gobierno es porque, a su vez, suponemos que la sensatez y el buen juicio brotan como resultado de la mayoría. Pero —quitémosle lo obvio a dicha respuesta: ¿qué ocurre si la mayoría está lejos de lo razonable, si la mayoría no es sensata?, o incluso, ¿qué ocurre cuando la mayoría, aún siendo sensata, es sometida por una persona o por un grupo reducido que, a través de las redes sociales, como sucede hoy, atemoriza a los gobernantes imponiéndoles un dislate?, ¿qué ocurre cuando la mayoría es manipulada en sus emociones y elige a un insensato al que encumbra hasta la cima del poder, y éste, a su vez, para no perder simpatizantes o para seguir exacerbándolos y así ganar más popularidad es capaz de llevar al mundo hacia el desastre?
Estas preguntas no parecen hoy inopinadas; los ejemplos abundan a todo lo largo del mundo democrático. En las redes sociales está ocurriendo un fenómeno que no dudo en calificar de democracia directa. Las tendencias que de pronto aparecen y aglutinan a millones de usuarios pugnando por conseguir un despropósito, y las autoridades que "no quieren problemas" les permiten hacer y deshacer, es decir, les permiten gobernar.
Estamos entrando en un proceso en el que, aquello que quisieron desterrar los antiguos atenienses con su maravilloso invento, está regresando: hoy aparecen nuevos tiranos que imponen su voluntad escondidos en el anonimato de la Web. Y varias conquistas culturales están en peligro: una es la democracia misma, otra el humor y otra más la libertad de expresión. El supuesto de la democracia: que la mayoría sea sensata, parece no cumplirse.





