
En una sociedad donde la violencia se ha vuelto paisaje, donde la impunidad es política de Estado y donde el olvido se promueve con cinismo, hay quienes resisten. Son las familias de las víctimas. Las que no aceptan el silencio como consuelo ni las condolencias como reparación. Las que han tenido que hacer el trabajo que no les correspondía: buscar, probar, denunciar, recordar.
A diez años del crimen de la Narvarte —el asesinato de Rubén Espinosa y los feminicidios de Mile Virginia Martín, Yesenia Quiroz, Nadia Vera y Alejandra Negrete—, el Estado mexicano sigue sin cumplir con lo mínimo: esclarecer el móvil, identificar a todos los responsables, asumir su responsabilidad institucional.
La Fiscalía de la Ciudad de México ha sido negligente y eso la hace cómplice por omisión. Las líneas de investigación siguen abiertas, pero sin avance. Las pruebas clave, deterioradas o desaparecidas. Los funcionarios que filtraron, omitieron o protegieron no han rendido cuentas. El crimen, mientras tanto, sigue impune. Esa impunidad, en México, no es una falla del sistema, es su esencia.
La historia oficial negó desde el inicio que el crimen tuviera relación con el activismo de Nadia o el periodismo de Rubén. Prefirió culpar a las víctimas antes que investigar a los perpetradores. Prefirió proteger intereses políticos antes que reparar el daño. Diez años después, esa estrategia persiste. No hay justicia ni intención real de alcanzarla.
Frente a eso, lo único que ha resistido es la lucha de las familias. Son ellas quienes han desnudado las contradicciones del caso. Quienes han obligado al Estado a abrir expedientes y agotar líneas de investigación. Quienes han revelado las omisiones y expuesto el encubrimiento. Quienes han demostrado que este crimen no fue un hecho fortuito, sino una operación planificada.
En un país que criminaliza a quienes exigen justicia y premia a quienes la obstruyen, la persistencia de estas familias es un acto radical. Se agradece poco su trabajo, su constancia, su dolor transformado en acción. Pero esta editorial es para eso, para agradecerles. Por no rendirse y no callar. Por convertir su terrible pérdida en memoria viva.
Porque mientras el expediente duerme en una oficina, la memoria camina. Mientras las autoridades calculan costos políticos, las familias siembran verdad. Esa siembra, como dijeron ayer las familias frente a la fiscalía capitalina, florece en las calles. En los murales, los actos conmemorativos, los nombres que no se olvidan.
Hoy se exige justicia y que el Estado deje de administrar el dolor y el olvido. Que deje de proteger estructuras criminales encubiertas bajo las siglas institucionales. Que deje de revictimizar con cada omisión, con cada acto de desprecio.
El caso Narvarte sigue siendo una herida abierta, como otros miles en este país partido por el dolor y la ausencia de quienes son arrancados de nuestro lado con violencia. Pero también es una trinchera de dignidad y esa dignidad no se archiva ni se amedrenta.
Por ese tesón y esa valentía: gracias. Gracias a las familias de Alejandra, Mile, Nadia, Rubén y Yesenia. Gracias a las miles de familias que exigen, que buscan, que marchan por los suyos Gracias porque su dolor inenarrable lo han convertido en la brújula moral de un país sumido en la indolencia.





