
Por Alejandra Ramírez
Las desapariciones forzadas representan un complejo fenómeno que tiene múltiples aristas, son un problema político interminable que se traduce en un drama social que lacera a miles de familias a lo largo de país. Las juventudes son el sector de la población mayormente afectado por dicha práctica criminal: juventudes víctimas directas de desaparición, juventudes perpetradoras, juventudes buscadoras, juventudes que viven con el miedo de que les suceda dicha tragedia.
Casos paradigmáticos como la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, y el atroz hallazgo ocurrido en marzo de este año en el Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, dan cuenta del exceso de poder y crueldad ejercida sobre vidas de jóvenes quienes, ya sea por desaparición forzada, tortura o reclutamiento forzado, han sido víctimas de primera línea.
Tampoco debemos olvidar hechos criminales acontecidos en masacres como –solo por mencionar algunos– la perpetrada el 31 de enero de 2010 en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, Chihuahua, donde un grupo de estudiantes del CBTIS 128 fueron atacados por un grupo de hombres armados, resultando en 15 jóvenes muertos. En un evento reciente, la masacre ocurrida el 17 de diciembre de 2023 en Salvatierra, Guanajuato donde un grupo de jóvenes que se encontraban en una posada, fueron atacados por un comando armado resultando en 12 jóvenes asesinados.
Sin profundizar en las particularidades que tiene cada uno de estos actos de violencia extrema, es evidente la condición de exposición y vulnerabilidad latente en la que se encuentra esta población. Dicha situación se explica con el concepto de juvenicidio que el académico José Manuel Valenzuela formuló para hacer alusión a la “...eliminación permanente y sistemática de jóvenes”. El juvenicidio tiene algunos elementos constitutivos entre los que se encuentra la precarización, la desigualdad y estigmatización de determinados grupos juveniles que los posiciona en condición de vidas prescindibles o desechables.
En un panorama macro, tal situación se ancla en un sistema que, sostenido en políticas neoliberales, disminuye las opciones para que las y los jóvenes puedan desarrollar, persistir y prosperar con proyectos de vida dignos. En otras palabras y como lo señala la filósofa Judith Butler, el valor o disvalor de una vida está ligado a la asignación desigual de la precariedad de la vida que la maximiza para unas personas y la minimiza para otras.
Tal situación va acompañada de un derecho desigual al duelo: hay vidas que importan y vidas que no importan; vidas que merecen ser lloradas si se perdieran y otras que no son merecedoras de ser lloradas y, por lo tanto, dignas de un duelo en su dimensión política, es decir, que dichas pérdidas convoquen e interpelen a que la sociedad se con-duela ante dichas vidas no realizadas: vidas que quedaron truncadas, detenidas, sin posibilidad al futuro.
Otro ángulo en el prisma de afectaciones que padecen las juventudes ante la violencia sociopolítica, es el de quienes han dejado de lado sus proyectos de vida para dedicar gran parte de su tiempo a la búsqueda de un ser querido. Tales son los casos de Helem, integrante del colectivo Uniendo Esperanza, en el Estado de México, cuyo padre desapareció en marzo del 2020 y fue localizado sin vida en el 2023; y Carlos Ramírez Chaufón, integrante del colectivo Hasta Encontrarles CDMX, quien busca a su hermano Ángel Gerardo Ramírez Chaufón, desaparecido en noviembre de 2019 en Lindavista, junto con dos jóvenes más.
Helem y Carlos, participaron en la jornada “Escucharnos ante la ausencia” organizada por Fundar, Centro de Análisis e Investigación, en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en el marco del 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada.
Una de las actividades de dicha jornada fue propiciar un espacio de encuentro entre juventudes buscadoras y juventudes universitarias, esto con la intención de que pudieran compartir su experiencia testimonial en un entorno seguro e íntimo para la escucha. Entre algunas de las cuestiones que se colocaron en la colectividad, fue la que señala el significado de ser joven en búsqueda, la importancia de las redes de apoyo y las prácticas de cuidado para evitar una desaparición o actuar ante una situación así.
Algunos de los y las estudiantes, sobre todo mujeres, no contuvieron las lágrimas al escuchar los testimonios. Entre silencios, sollozos y la potencia de la palabra que circulaba a través de los conmovedores relatos, el llanto brotó como expresión de la congoja ante lo que se decía y el miedo al identificarse en tanto jóvenes, al saberse semejantes que no están exentos o exentas de ser víctimas de los riesgos reales al transitar las calles, usar el transporte público para salir a sus universidades, a sus trabajos o simplemente al estar en una fiesta o en el “lugar equivocado”: al ser personas ciudadanas de a pie, en zonas periféricas donde la vida cotidiana transcurre en contextos inseguros, donde tienen la certeza que salen de casa pero no de que regresarán.
¿En qué momento las aulas se volvieron espacios para compartir claves de cuidado que eviten una desaparición o saber reaccionar frente a la misma?, ¿lugares de encuentro para exponer, desde la experiencia, la necesidad de guardar un mechón de cabello, hacerse un tatuaje, conocer la rutina de los seres amados, y conocer todas las señas particulares por si un día se necesita buscarle e incluso, identificarle?
No obstante, el estado de catarsis colectiva ante el sufrimiento del otro, algunas preguntas de las y los asistentes estaban dirigidas hacia qué hacer para solidarizarse invocando un “nosotros”, para activar ese empuje que tienen las juventudes respecto a accionar afectiva y políticamente en defensa de la vida ante las lógicas de muerte. El movimiento colectivo es una potencia del hacer frente al trauma cultural, que, siguiendo al sociólogo Jeffrey Alexander, “se produce cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo que deja marcas indelebles en la conciencia colectiva, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura de manera fundamental e irrevocable”.
Es urgente escuchar a las juventudes, conocer sus sentipensares respecto a cómo la violencia modifica sus vidas, identidades y prácticas, atender a sus necesidades, el significado del tiempo presente que se desdibuja del derecho a una vida digna y segura donde realicen sus deseos y proyectos de vida. Pero también, estamos ante la urgencia de diseñar e implementar políticas de prevención que garanticen la seguridad y la vida de las juventudes, que el tiempo presente y futuro brinde la certeza de que las juventudes de generaciones contemporáneas y venideras no tendrán que ser el blanco predilecto.
*Alejandra Ramírez es investigadora en el Programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico.





