
En Nicaragua, el silencio se ha convertido en política de Estado. Lo que antes eran encarcelamientos arbitrarios, confiscación de bienes, exilio forzado o cierres de medios, hoy mutó en algo más siniestro: la desaparición de periodistas, activistas y opositores sin dejar rastro. En la nación gobernada por Daniel Ortega y Rosario Murillo, la censura ya no se pretende “legalizar” en tribunales; ahora opera el terror de Estado en su máxima expresión.
El más reciente informe de la Fundación por la Libertad de Expresión y Democracia (FLED) documenta 31 ataques y agresiones contra periodistas y medios entre julio y septiembre de 2025. Las cifras son apenas el reflejo visible de una maquinaria de represión que actúa con saña. Tres periodistas —Fabiola Tercero, Elsberth D’Anda y Leo Catalino Cárcamo— permanecen desaparecidos. En el caso de Tercero, 14 meses de silencio oficial han pasado sin que el régimen reconozca siquiera su detención.
El informe no deja dudas, señalando que el Gobierno ha convertido la desaparición forzada en un instrumento de control político. No sólo elimina voces críticas, también deja un mensaje de terror colectivo. Cada desaparición es un recordatorio de que el Estado puede borrar a cualquiera, sin explicación, sin juicio, sin rastro.
Un estrujante reportaje del New York Times lo confirma (“Una nueva táctica escalofriante en Nicaragua: detención, luego silencio”, NYT, 5/10/2025). Al menos 33 personas, entre activistas, religiosos y opositores, han sido desaparecidas en los últimos meses. Familias enteras viven en la incertidumbre, recorriendo comisarías y hospitales para escuchar siempre la misma respuesta: “aquí no está”. Ortega y Murillo no necesitan encarcelar a todos; les basta con que el resto viva con miedo y con someter a las familias que buscan a sus seres queridos a la tortura de la ausencia y la negación.
El mismo diario estadounidense cuenta cómo la represión en Nicaragua ha alcanzado un punto de crueldad indescriptible, después de que en agosto se devolvieran los cuerpos sin vida de dos detenidos. Uno fue el de Mauricio A. Petri, arrestado junto a su esposa e hijo por pertenecer a una iglesia acosada por el régimen y entregado su cuerpo 38 días después de estar bajo custodia policial. Cuatro días más tarde, el cuerpo de Carlos Cárdenas Cepeda, abogado vinculado a la Iglesia Católica, corrió la misma suerte tras 15 días de desaparición. En ninguno de los casos se informó la causa de muerte.
Mientras tanto, el régimen sigue desmantelando lo poco que queda de sociedad civil organizada. Más de cinco mil organizaciones han sido canceladas y sus bienes confiscados. Las universidades están bajo intervención. La prensa independiente opera desde el exilio o desde la clandestinidad, mientras los medios oficiales repiten el culto a la pareja presidencial como liturgia política.
Ante ese panorama, resulta ofensiva la reciente creación en la Cámara de Diputados mexicana del Grupo de Amistad México–Nicaragua. Bajo el argumento del “respeto a la soberanía”, se pretende normalizar la relación con un régimen que hace desaparecer periodistas y opositores, al mismo tiempo que vacía las instituciones democráticas. No hay amistad posible con una dictadura cruel. Menos cuando esa diplomacia sirve para lavar la imagen de un Gobierno que ha hecho del miedo su principal herramienta de poder.
Nicaragua se ha convertido en el espejo más oscuro de América Latina. Un país donde hacer periodismo es una condena, trabajar en la oposición un delito y ejercer la defensa de derechos humanos un “agravio” para el poder. Frente a esa realidad, la indiferencia (o complicidad) internacional no es opción. Cada periodista desaparecido y cada activista silenciado, es un aviso para todas y todos en la región. Cuando el autoritarismo se aplaude y se legitima, la violencia institucional se expande.
En un país donde informar y disentir implica el riesgo de desaparecer, la resistencia empieza por no callar y por ser solidarios con quienes padecen el terror de Estado.





