Desde el 12 de febrero Sinaloa respira con tranquilidad. El martes de carnaval de Mazatlán, el último día de la mascarada; del adiós a la carne y la bienvenida a los mariscos; de la despedida de las pelucas güeras, negras, coloradas, verdes, moradas, azules, tutifruti que fueron la moda; del desfile con un impresionante hombre araña y las publicitadas brasileñas samberas que Malova mandó traer de Los Ángeles y el De efe y sus alrededores por módicos doscientos mil dólares, que no cumplieron –desde mi punto de vista– con la expectativa, del desenfreno autorizado, pero no al extremo terrorista –según el tres veces electo Alejandro Higuera– de permitir el reparto gratuito de condones, Julia Pastrana, otra mujer fenomenal, fue sepultada con todos los honores, la presencia del Gobernador, de Laura Anderson, la promotora de ese delirio, una artista plástica que logró convencer a María Luisa Miranda, directora del Isic, en el cementerio de Sinaloa de Leyva. El connotado poeta, narrador y periodista michoacano, de raíces griegas, Homero Aridjis, fungió como testigo de honor. Si lo hubieran puesto a escoger, seguro se hubiera inclinado por Mazatlán y las brasileñas.
Los pobladores de Sinaloa de Leyva, de tanto que amaban y extrañaban a su Julia Pastrana, agradecieron el gesto humanitario del gobierno de Mario López Valdez, el popular Malova –que reprimió sus impulsos de bailar samba el domingo de carnaval– de una manera bastante sincera: en cuanto desaparecieron de la escena del entierro funcionarios, invitados especiales y guaruras, se fueron sobre el cerro de gladiolas y alhelíes para distribuirlas en las tumbas de sus seres verdaderamente queridos, en un acto de encomiable democracia. Esa Pastrana era la onda, les había traído flores para sus muertos.
Dicen que fue una ceremonia impresionante, mejor que los derrieres de las brasileñas en el desfile mazatleco y mucho más costosa, por todo lo que implicó. Esta venía de Oslo, bien etiquetada. No fueron doscientos mil dólares, la Pastrana debió costar un mucho más, y aquí está, por fin. Enterrada en su estado, en una tumba más profunda que las demás, con una dosis de camuflaje, de decencia, de matizar que el interés en regresarla es una encantadora decisión de regresarle, a la pobre, su dignidad, su derecho a ser feliz. 153 años esperó. Y no creo que esa acción le provoque una sonrisa.
Una vez, conversando con un personaje mazatleco para hacerle su biografía, me dijo algo que no se me olvida: “Es curioso, pero recuerdo más fácilmente cosas que ocurrieron hace muchos años, que lo que hice hace diez minutos”. En eso pensé cuando hace unos meses empezaron a remover escombros para buscar el retorno de Julia Pastrana a 153 años de su muerte.
Me la imaginé huyendo de su tierra natal por el bullying de la época y luego saltando de circo en circo por diversas partes del mundo hasta acabar momificada y seguir, sin ya saberlo, en el mundo del espectáculo. Conjeturé que no hay nada diferente en lo que corresponde a su regreso: se le sigue mencionando como la mujer más fea del mundo, para no usar los tantos nombres que le han colgado, es decir, el bullying no ha cesado, aunque ahora se le viste con el atuendo de excelsa mezzosoprano, por comentarios recabados en crónicas de época; difíciles de comprobar, pero les permitiremos darlo por hecho. Sin embargo, nunca fue atractiva por su voz, sino por el asombro que su físico despertaba. Se le trajo del circo de Oslo para plantarla en el circo de Sinaloa de Leyva. Las autoridades, sin pelos en la lengua –único sitio donde la Pastrana no tenía pilosidades–, se jactan hoy que la tumba de Pastrana será un sitio de atractivo turístico. Es decir, seguirá en el espectáculo, pero en su tierra. Gran rescate de su dignidad.
Decía de los juegos y las trampas de la memoria porque al parecer nos resultó más fácil recordar a esta mujer que vivió y murió en condiciones de telenovela, de película de horror, de drama exorbitado, hace 153 años, que darle seguimiento a una iniciativa que se planteó en las postrimerías del sexenio pasado en la que, entre otras cosas, se hablaba de la creación de la Rotonda de los Sinaloenses Ilustres, la cual sería inaugurada con la repatriación de los restos del poeta Gilberto Owen, quien nació en Rosario, Sinaloa, el 13 de mayo de 1904 y falleció en funciones de vicecónsul en Filadelfia, sitio donde está enterrado, el 9 de marzo de 1952.
Ya nadie parece acordarse de esto, que fue dado a conocer en 2010, con el sexenio agonizante de Jesús Aguilar Padilla. Quizá, tras una valoración ligera, se determinó que en términos mediáticos nada tenía qué hacer Owen con el efecto que provocaría la Pastrana; como traer bailarinas de Texcoco, en lugar de las cariocas, al carnaval de Mazatlán. En Sinaloa, que no lee, ¿a quién le interesaría que regresaran los restos de un poeta olvidado, como tan bien lo definiría el cineasta mazatleco Óscar Blancarte en su primer largometraje? Y si así fuera, ¿el Sinaloense de Cultura lanzaría una publicación masiva y gratuita con ensayos sobre el poeta del Grupo sin Grupo, alias Los Contemporáneos, con ensayos de Tomás Segovia, Guillermo Sheridan y Vicente Quirarte para que el pueblo se diera una idea del enorme peso de Owen en el mundo intelectual? Otro gallo cantara si Owen le hubiera futureado con un poema que dijera, más o menos “y al fondo el verde, amargo, valle de Los Mochis”, pero no, se le puso que tenía que ser el amarillo, amargo, mar de Mazatlán. Terco, como buen rosarense.
Lo más seguro es que no hubo una valoración ni ligera, ni profunda; simplemente le habrán dicho al gobernador que el tal Gilberto Owen era bien cuate de Aguilar Padilla, que por eso se lo quería traer para acá; qué casualidad tanto interés. O el más brillante de sus asesores le comunicó que el tal Owen nunca había llenado un circo, es más, que solo los conocía de referencia.
—Y el pueblo, señor, quiere pan y circo.




