Mi tasca y Joan Miró

José Luis Franco

12/04/2013 - 12:00 am

Joan Miró nació el 20 de abril de 1893 (hace 120 años) y murió el 25 de diciembre de 1983 (hace treinta), ambos eventos en Palma de Mallorca, una ciudad española a la que el Mediterráneo le lame los pies. Su obra como pintor, ceramista y escultor es constancia fiel de que llevar la infancia a cuestas hasta el final suele ofrecernos resultados. Por algo es el pintor más admirado por los niños en la historia del arte.

Conocí a un gran admirador de Miró en mi primer viaje a Caracas, en 1983, hasta donde tuve que ir por problemas del corazón. Iba a casarme, no a consultar un cardiólogo. Puedo decir que aquel señor era un niño, aunque pintaba canas en la melena rala que luchaba por sobrevivir en los costados de un cráneo devastado por la calvicie. Se parecía al Miguel Hidalgo de los libros de texto gratuitos, con todo y estandarte de la virgen de Guadalupe en sus manos. Lo conocí aquella tarde de diciembre en que entré a su establecimiento con la consigna de zamparme una orden de jamón serrano, queso, aceite de oliva, pan, una cerveza Polar y volver a casa.

El lugar se llamaba Mi Tasca y era un pasillo con una larga barra de bella y cuidada madera en el ingreso y unas cuantas mesas perfectamente distribuidas y manteles de gran colorido. Piso de duela. Tenía el aire del restaurante en el que Michael Corleone asesina a Sollozo y al capitán McCluskey en El Padrino, pero con atmósfera española, sobre todo en la música (Serrat, Paco de Lucía) y el decorado. Ocupé una y encendí un Delicados sin filtro, se me antojó, en el otro bolsillo de la chamarra traía una cajetilla de Marlboro. Vino a pedirme la orden y al ver la cajetilla sobre la mesa me dijo con el rostro iluminado:

—¡Mexicano!, ¿verdad? —afirmé— tú has de darme un tabaco de esos, mira que cuando los probé me parecieron casi una bocanada de humo divino, jajajajajaja.

—Quédese la cajetilla, tengo dos paquetes en casa de mis suegros, los traje para regalar.

Era evidente que era el dueño, pero me pidió permiso para sentarse y conversar. Encendió uno conmigo y después de decirle de dónde venía y describirle las maravillas de Mazatlán, me preguntó qué me parecía su lugar. El sitio estaba en La Candelaria, plena de historia y buenas zapaterías. Había ido a buscarme unos zapatos para mi cita con el cardiólogo, perdón. Le dije que muy intenso, descubriendo en sus paredes reproducciones de cuadros de Miró y fotos de obras de Gaudí. Hablamos de ambos y él pidió una copa de vino tinto para brindar.

—¿De modo que tan joven y sabes quiénes son esos monstruos? A ver, ¿dime como se llama esta maravilla? —preguntó en son de reto–. Era uno de mis edificios más admirados.

—La casa Batllo, algo asombroso, creo que Antonionni hizo una película con escenas en su terraza.

El dueño de La Tabacalera Mexicana me hubiera contratado al ver en cuánto “vendí” una cajetilla ya iniciada. Salí de Mi Tasca con una nueva amistad, cuenta saldada, a la que prometí regresar.

El 24 de diciembre me atraganté de hayacas, arepas, pernil horneado, pavo (para el mexicano) y no sé cuántas cosas más. El 25 la ciudad reposaba sus desmanes; no había un alma en las calles, el Monte Ávila tenía encima un manto de neblina que parecía cobija. Por la noche, enratonado, acabé con la futura en La Torre de La Previsora, el edificio que congrega agencias de seguros, restaurantes (entre ellos La Floridita, con daiquiris a lo Hemingway) y cines. Vimos Zelig, de Woddy Allen. Perfecta receta para bien dormir.

La visita al cardiólogo estaba próxima. No al cardiólogo, pues, enfrentaría a un cura belga el 29, de modo que estaba libre para hacer lo que se me viniera en gana, para no estorbar en los preparativos. Tenía pavor de acabar en la sala de operaciones. Lo peor es que era irremediable que lo haría.

Tomé el Metro, bajé en la estación Parque Carabobo (sugerente) y me fui directo a Mi Tasca, sorteando cornisas para evitar los chaparrones extraños que se dan por minutos en la ciudad de Bolívar, que tenía los pies tan diminutos como grande su hacienda.

Así, esquivando tormentas, di con mi sitio buscado.

No parecía el mismo de la ocasión anterior; el mesero se encontraba solo, barriendo. Saludé. Ni siquiera fue para voltear a verme, solo dijo:

—Ta cerrao.

No había música, las luces estaban apagadas. Aunque eran las cuatro de la tarde, se veía triste y oscuro el pasillo. El sol (cuando asomaba) le pegaba de costado.

—No abriremo, no hé cuándo reabriremo —me dijo con la mirada clavada en el piso que barría, en lo que un nuevo chaparrón me obligó a pedirle paso, contra su voluntad–.

Hubo tirones y jalones. El venezolano se puso arrecho e intentaba armarme un verdadero zaperoco. Del fondo del pasillo, donde se ubicaban los baños, vimos aparecer al cura Hidalgo:

—¿Qué pasa?

Con un gesto compungido que se suavizó cuando se acostumbró a verme a la contraluz. Así me salvé de que el venezolano me sacara a empellones, a escobazos.

—¡Mexicano! —y me dio un abrazo insólito, de hermandad–. Vieras tú lo mal que hoy me siento. ¿Traes cigarrillos mexicanos?

—Te traje otros a regalar.

Me pasó el brazo por el hombro, me llevó a la barra. Él se puso tras ella. En silencio, encendimos un par de Delicados, cajetilla que él estrenó:

—Gran detalle para este día, se agradece.

Sacó una Polar para mí, un tinto para él, su mesero le preguntó si podía irse, lo despidió moviendo su mano como si escobeteara el aire. Al quedar solos quise tener un cuchillo para servirnos un plato de su espesa tristeza. Se podía cortar. Sentí incomodidad, pero sentí que no la debía transmitir y ser solidario. Afuera había ruido, la tormenta, que iba y venía,  las gaitas tradicionales, los gritos de los buhoneros, la estridente voz del venezolano.

—Gran detalle porque has venido, no por los Delicados —explicó en lo que una mulata gorda y pacheca nos ofrecía las mejores hayacas, las últimas–.

Quise preguntarle qué pasaba con Serrat, con Paco de Lucía, pero lo vi concentrado en rebanar el jamón serrano que guindaba del techo, en la penumbra. Un nuevo aguacero sonaba como aplausos afuera:

—El pan es de ayer ¿te importa, mexicano?

—No importa.

Rebanó el pan y vi una lágrima resbalar por su mejilla derecha. Activé el encendedor con el pretexto de reencender el Delicados y vi que efectivamente lloraba. Me estremecí.

—¿Sucede algo?

Luego sentí el silencio: aunque en la calle la tormenta no había amainado, seguían los aplausos, los buhoneros, las gaitas y la estridencia del venezolano. Y la flama de mi encendedor iluminaba las lágrimas del Cura Hidalgo.

—¿Qué ha pasado? –insistí–.

Dejó el cuchillo, me acercó el plato con el jamón serrano, el aceite de oliva, el pan; clavó la quijada en el pecho.

—¿Es que no sabes? —restregó con rabia la cara encendida del Delicados en el cenicero al ver mi negativa en un movimiento de cabeza–, ha muerto Miró.

Silencio de calle, silencio de Tasca, silencio de paredes, silencio de todo. Un niño que se parecía a Miguel Hidalgo en la tierra de Bolívar estaba frente a mí, derrotado, repitiendo desconsolado:

—Ha muerto Miró. Ha muerto Miró. Ha muerto Miró.

Y los dibujos infantiles de Joan Miró en las paredes de Mi Tasca cobraron vida.

Vale decir como epílogo que el acongojado dueño de Mi Tasca, aunque lo prometió, no estuvo presente en mi operación de corazón abierto, con un cirujano belga dando su bendición. Hace 30 años.

José Luis Franco

Lo dice el reportero