
Por: Alejandra Ramírez*
Aunque la muerte es un acontecimiento universal, cada sociedad tiene vías culturales, como prácticas rituales, que permiten hacer procesar la pérdida del ser amado, esto en dos sentidos: por un lado, despedir a quien murió y, por otro lado, atender-acompañar a sus deudos. De esta manera, se genera una nueva relacionalidad entre quienes partieron de este plano físico y quienes le sobreviven.
Sin embargo, en casos donde las circunstancias de muerte fueron violentas, estuvieron enmarcadas en un halo de dolor y sufrimiento, o son disruptivas del orden simbólico se imposibilita un adecuado tratamiento de la muerte, y se consideran una “mala muerte”. Este concepto trabajado ampliamente en la antropología, permite comprender la importancia de los ritos funerarios para que el alma no quede “en pena” o en un estado de impasse, sino que pueda transitar hacia el mundo de los muertos.
La digna sepultura es un acto que integra a quien murió a la comunidad de quienes viven y dota de un carácter sagrado a dicha pérdida. Así, podemos comprender que, para quienes buscan a un ser querido desaparecido, particularmente quienes realizan búsqueda en muerte o forense, recuperar aunque sea sólo una parte de la corporalidad del ser amado se convierte en una premisa de vida.
Sólo por referir algunos testimonios, mencionaré el caso de Gustavo Hernández, padre de Abraham Zeidy del Razo, joven desaparecido en abril de 2024 en Escobedo, Nuevo León. El pasado 10 de abril, en el marco de las mesas de diálogo para las reformas en la materia, el señor Gustavo abordó a la Secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, para suplicarle localizar a su hijo: “aunque sea un huesito para saber que están ahí, un huesito para darles cristina sepultura". De forma similar, el siguiente testimonio anónimo que recogí durante mis inicios acompañando víctimas en el 2014, da cuenta de la dramática situación: “Aunque sea un hueso, sus cenizas, un pedazo de piel, lo quiero tener conmigo, saber que está ahí, que no anda rodando quién sabe dónde. Quiero mi despojo, aunque en eso se me vaya la vida”.
Estos testimonios son ejemplo de las demandas que se formulan desde los afectos y la necesidad de tener un pedacito del ser amado para sepultar. Además de ello, muestran cómo los verbos, “encontrar”, “exhumar” e “identificar”, son a acciones reparadoras. Al excavar la tierra y recuperar los cuerpos que fueron arrojados al anonimato del inframundo, no sólo se remueve la esperanza, sino también, hacen justicia por mano propia ante la inacción o incompetencia de las instituciones del Estado.
Al descubrir las fosas se rompe con el silencio de crímenes que se intentaron callar, por lo tanto, es una lucha contra el olvido y la desacralización de la vida que fue profanada. También es un mensaje político: desafían al orden criminal que, perpetrando dichos crímenes a través del exceso de crueldad, intentan borrar la existencia de las víctimas. Localizar y recuperar cuerpos muertos, es un bálsamo contra la cadena de agravios de violencia extrema, impunidad y violencia institucional, que padecen quienes buscan. Los cuerpos muertos son un campo de disputa donde circulan afectos, simbolismos y agencia movilizada por el vínculo entre vivos y muertos frente al orden político-económico que decide quien vive y quien muere.
Ante a esto, los procesos forenses, desde la exhumación hasta la restitución, adquieren alta relevancia. Descuidar los cuerpos sin vida bajo tratamientos y protocolos inadecuados, malas prácticas, negligencia e indignidad, es generar nuevos impactos en sus familiares, en vez de abonar a procesos que sean reparadores.
Un ejemplo de violencias burocráticas es la obstaculización para realizar diligencias o entorpecer el inicio de las exhumaciones. Un caso reciente es el de la familia Reyes Arzate, originaria de Atoyac de Álvarez, Guerrero, cuyos integrantes desde octubre de 1975 buscan a Roberto Reyes Piedra desaparecido junto con su hermano Rubén Izazaga Piedra en el marco de la represión político-militar de la época.
Durante cinco décadas, la familia Reyes, integrante de la agrupación AFADEM, se enfocó a buscarlos. A pesar de que desde hace más de 30 años la familia tenía la referencia de un posible punto de entierro en Coyuquilla, Guerrero, fue hasta hace pocos días que se pudo concretar la diligencia de exhumación tras diversas dificultades. La diligencia estaba programada para el día 21 de octubre, pero, al ser propiedad privada, no se tenía autorización de la persona propietaria del predio o un permiso judicial para acceder al sitio.
Esta situación complejizó el escenario y la diligencia no se puedo efectuar en tiempo y forma. Las tramas burocráticas y la descoordinación interinstitucional entre la Fiscalía General de la República (FGR) así como su incapacidad para localizar a la persona propietaria, y el Poder Judicial para validar la autorización de una orden de cateo, fueron retrasando la diligencia, situación que generó un fuerte desgaste emocional y preocupación económica en la familia. Después de días de tensiones entre las víctimas, las autoridades y las organizaciones que les acompañamos, los trabajos de exhumación se realizaron el día 24 de octubre.
Otro caso reciente que ha evidenciado tratos indignos en las instituciones responsables del resguardo y la identificación de los cuerpos muertos, fue lo ocurrido en junio de este año en el Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO) de la Ciudad de México. A través de un video que circuló por redes sociales, se observaron imágenes inenarrables donde trabajadores de dicha institución, entre ellos el subdirector de Tanatología Andrés Oriol Morales, se “divierten” jugando con los cadáveres. Lejos de hacer un resguardo digno, respetuoso y cuidadoso como es su obligación, banalizaron los cuerpos que esperan, sin identificar, regresar con sus familias.
De acuerdo con investigaciones de Quinto Elemento Lab, la cifra actual de cuerpos sin vida que están en diferentes Servicios Médicos Forenses, funerarias y panteones públicos, asciende a más de 72 mil. La acumulación de cuerpos, la tardanza en hacer identificaciones y las malas prácticas, son el reflejo de lo que no debe implementarse como un modelo de gestión y administración de la muerte en un contexto nacional que atraviesa un serio problema humanitario y forense. Estas violencias producen diversos daños psicoemocionales, corporales morales y simbólicos.
Cambiar el paradigma hacia un modelo que coloque en el centro el valor sagrado de quienes han muerto en circunstancias violentas para que no queden condenadas a una “mala muerte”, es, a su vez, reasignar dicho carácter en defensa de quienes viven. Avanzar en ello comienza por adoptar una ética del cuidado de los muertos que se concrete en prácticas dignas y respetuosas en los procesos forenses para que brinden certeza y confiablidad. Asimismo, erradicar actos violatorios y aplicar sanciones a las autoridades y personas funcionarias que incurran en violencias burocráticas o directamente en el tratamiento sobre los cuerpos muertos.
Lo anterior debe ser considerado como una dimensión en la que entendemos la justicia, una justicia que favorezca los procesos que se abren incluso después de la restitución: enfrentarse a la materialidad de la muerte cruel, reajustar la vida cotidiana, familiar y comunitaria, así como, activar formas para afrontar los daños ante una experiencia límite y traumática.
Por un regreso digno, hasta encontrarles.
*Alejandra Ramírez es investigadora en el Programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico.





