Jorge Javier Romero Vadillo

La transición española, más allá de la democracia

España logró desmontar su antiguo orden autoritario y reconfigurar su arreglo institucional hacia un modelo de acceso abierto, basado en reglas impersonales, competencia libre y derechos garantizados. En cambio, México democratizó su sistema electoral sin transformar a fondo sus estructuras de poder. El clientelismo, el corporativismo, el patronazgo, las barreras a la participación social y política, así como los privilegios monopólicos, siguieron siendo componentes centrales del orden institucional.

Jorge Javier Romero Vadillo

27/11/2025 - 12:01 am

Partidarios de la abstención en la votación del referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política del 15 de diciembre de 1976. Foto: Archivo de la Transición, CC BY

El 20 de noviembre se cumplieron cincuenta años de la muerte de Francisco Franco, el siniestro dictador que gobernó de manera autocrática a España desde su triunfo, en abril de 1939, en la inicua guerra civil que él mismo desató contra la Segunda República, el experimento de democracia constitucional emprendido en 1931 y ahogado en sangre por la casta militar, los políticos afines al fascismo y la Iglesia católica, aliados contra lo que consideraban la antiEspaña por intentar la creación de una sociedad más libre e igualitaria, con derechos para mujeres y trabajadores.
La efeméride ha propiciado un alud de memorias, debates y disquisiciones no tanto sobre la dictadura misma —una etapa canalla del siglo XX, uno de los dos regímenes, junto con el portugués, de matriz fascista que sobrevivieron varias décadas a la derrota de Mussolini y Hitler— sino sobre lo que vino después: la transición española a la democracia, convertida en paradigma por su amplitud y por sus buenos resultados.

La historia de España ha sido una de mis pasiones intelectuales, así que acepté gustoso las invitaciones a dos foros sobre el tema: uno organizado por mi Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, junto con el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, donde coincidí con Yolanda Meyenberg y Esther del Campo; y otro por el Instituto Universitario José Ortega y Gasset, en la fecha exacta de la lúgubre conmemoración, en conversación con Otto Granados, Ricardo Becerra y Raymundo Rivapalacio.

En ambas mesas revoloteó la comparación entre la transición española y la mexicana, en buena medida porque, en un sentido amplio, nuestra democratización comenzó en 1977, bajo el influjo de lo que ocurría en España. Pero se trató de procesos muy distintos: el español fue un gran pacto de élites, impulsado por presiones sociales fuertes, y desembocó pronto en algo más que un simple cambio de régimen: fue todo un cambio de orden social; el mexicano, en cambio, fue un proceso incremental de cuarto de siglo, que terminó por quedar trunco.

El cambio español superó con mucho la apertura electoral. Supuso el tránsito de un Estado natural, basado en el monopolio discrecional de la violencia y en el reparto de rentas entre las élites de la coalición gobernante, a un orden social de acceso abierto, sustentado en un entramado jurídico compartido y en una ampliación real de derechos a sectores históricamente excluidos.
Ese salto fue posible gracias a un gran pacto democrático que implicó acuerdos y concesiones mutuas entre actores con diferencias ideológicas abismales —desde el comunismo hasta los sectores más conservadores del franquismo crepuscular— y que detonó una transformación económica, institucional y social de enorme calado.

La transición tomó forma política concreta con la Ley de Reforma Política de 1976, una pieza legislativa que disolvió las estructuras orgánicas del franquismo y abrió la puerta a la legalización de partidos, sindicatos y organizaciones sociales. Ese reconocimiento fue decisivo: colocó a los actores reales del conflicto político dentro del marco institucional, en vez de seguir administrando su exclusión. La legalidad dejó de ser un privilegio y se convirtió en espacio de competencia.

El siguiente hito fueron los Pactos de la Moncloa, celebrados en 1977. No fueron un acuerdo tecnocrático, sino un ejercicio de responsabilidad histórica. Las fuerzas políticas, las organizaciones sociales y los sindicatos emergentes aceptaron un programa de estabilización económica y, al mismo tiempo, un compromiso para ampliar derechos, crear mecanismos de protección y sentar las bases de un nuevo orden social. El Estado reconoció a los interlocutores sociales como parte del diseño institucional y abandonó el engendro del sindicato vertical, pieza central del franquismo.

Ese espíritu se trasladó a la elaboración de la Constitución de 1978, cuyo proyecto fue redactado por una ponencia plural compuesta por siete miembros del Congreso, provenientes de fuerzas diversas: UCD, PSOE, Alianza Popular, PCE, Minoría Catalana y Partido Socialista de Cataluña.. Cada uno llevó a la mesa tradiciones doctrinarias distintas y, a pesar de sus diferencias, tejieron un texto capaz de integrar proyectos contrapuestos. La Constitución no fue una simple fórmula jurídica: representó un pacto profundo sobre la forma del Estado, los derechos fundamentales, la separación de poderes y la distribución territorial. Fue aprobada por consenso parlamentario muy amplio y luego refrendada por la ciudadanía.

Ese pacto territorial cristalizó en el Estado de las Autonomías, que reconoció la diversidad histórica y lingüística del país, y diseñó un sistema de competencias que permitió la integración política de nacionalismos y regionalismos que, sin ese reconocimiento, habrían permanecido en abierta confrontación con el Estado. La unidad dejó de basarse en la imposición centralista y adquirió la forma más civilizada de la cooperación institucional.

La transición también rediseñó los vínculos entre Estado y economía. La entrada a la Comunidad Económica Europea en 1986 obligó a la modernización productiva, a la apertura comercial y a la consolidación de la profesionalización administrativa. Ese giro modificó los incentivos del sistema y redujo el margen para el patrimonialismo. España ganó acceso a fondos estructurales, a mercados y a estándares regulatorios que reforzaron el nuevo orden jurídico.

Otro punto decisivo ocurrió tras el fallido golpe del 23 de febrero de 1981. La intentona militar aceleró la necesidad de reorganizar las fuerzas armadas. El primer gobierno socialista emprendió una reforma profunda: redefinió la estructura de mandos, profesionalizó cuerpos, redujo la influencia política de la oficialidad franquista y garantizó la subordinación militar al poder democrático. No fue un trámite administrativo, sino una cirugía institucional que eliminó la amenaza sistémica que pendía sobre la joven democracia.

Ese proceso desembocó en el desarrollo del Estado de bienestar, otro pilar del nuevo orden. Universalización sanitaria, expansión educativa, políticas de vivienda, protección social y creación de servicios públicos modernos: la transición no se limitó a poner urnas, construyó ciudadanía. Esa inversión pública sostuvo la cohesión social en momentos de ajuste económico y consolidó la legitimidad democrática.

El contraste con México permite ilustrar los límites de nuestra propia transición. España logró desmontar su antiguo orden autoritario y reconfigurar su arreglo institucional hacia un modelo de acceso abierto, basado en reglas impersonales, competencia libre y derechos garantizados. En cambio, México democratizó su sistema electoral sin transformar a fondo sus estructuras de poder. El clientelismo, el corporativismo, el patronazgo, las barreras a la participación social y política, así como los privilegios monopólicos, siguieron siendo componentes centrales del orden institucional. La pluralidad partidista no eliminó los incentivos de un sistema construido para distribuir rentas entre élites protegidas. La nuestra fue una transición incompleta: permitió la alternancia, pero no alteró las bases de un Estado de acceso restringido. He ahí la clave de su fracaso.

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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