
Hay fechas que no deberían pasar como simples efemérides. Esta semana se cruzaron tres sucesos que, leídos en conjunto, revelan una constante del Estado mexicano: la impunidad como política y la violencia contra las mujeres como daño tolerado. Lydia Cacho, Marisela Escobedo y Ernestina Ascencio no comparten sólo la condición de víctimas; comparten haber sido abandonadas por las instituciones que tenían la obligación de protegerlas.
Hace veinte años, entre el 16 y 17 de diciembre de 2005, Lydia Cacho fue detenida arbitrariamente, trasladada por policías entre estados por 20 horas, amenazada y torturada por atreverse a investigar y publicar sobre redes de pederastia que involucraban a empresarios y políticos. El mensaje fue que en México, señalar a los poderosos tiene un costo. Dos décadas después, salvo Mario Marín (exgobernador de Puebla), ningún responsable intelectual ha sido procesado, mucho menos sancionado. Los nombres se conocen, las grabaciones existen, las resoluciones judiciales van y vienen en un proceso zigzagueante que castiga algunos participantes y exoneran a otros, en esta operación de Estado perfilada para escarmentarla. Lydia vive hoy en el exilio, luego de que hace seis años se intentara atentar contra su vida. Las redes de explotación sexual infantil que documentó no han sido investigadas a cabalidad ni desmanteladas con profundidad, precisamente por la protección política de la que gozan quienes aparecen en ellas.
Quince años han pasado desde que Marisela Escobedo fue asesinada frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua. La mataron el 16 de diciembre de 2010 por exigir justicia para su hija, Rubí Frayre, víctima de feminicidio. La mataron después de denunciar amenazas, después de recorrer instituciones, después de exhibir la negligencia judicial. Marisela no fue sólo una madre buscando justicia; fue una mujer castigada por romper el pacto del silencio. Su asesinato sigue impune y su caso es hoy símbolo de una verdad incómoda: en México, defender la vida de las mujeres puede costar la propia.
También esta semana, a 18 años de los hechos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano por la violación sexual, tortura y muerte de Ernestina Ascencio, mujer indígena náhuatl, en Veracruz, por parte de militares. Durante años, el Estado -empezando por Felipe Calderón, pasando por la PGR y terminando con la complicidad de la CNDH- negó lo evidente. Se fabricaron versiones, se desacreditó a la víctima, se cerró el caso bajo el argumento de una “gastritis crónica mal atendida”. El Ejército fue protegido y la verdad, enterrada. La sentencia no sólo repara a la familia de Ernestina; desnuda una práctica reiterada, consistente en la protección del Ejército en sucesivos gobiernos.
La militarización atraviesa esta historia como telón de fondo. Desde los años en que Ernestina Ascencio fue violentada en el gobierno de Calderón, hasta la reafirmación del papel castrense durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, las Fuerzas Armadas han sido blindadas frente al escrutinio civil. Se les confirió poder, presupuesto y funciones más allá de su natrualeza, pero no controles democráticos efectivos. La promesa de que la militarización traería seguridad y orden se estrelló, una vez más, contra la realidad.
Estos tres casos son expresión de un mismo patrón de violencia contra mujeres que incomodan o que se encuentran en situación de vulnerabilidad, perpetradores ligados al poder político, económico o militar, y un sistema de justicia que falla por complicidad o negligencia. Así, la impunidad es un arreglo político que aceita los engranajes del sistema político.
Las tres fueron castigadas por no ocupar el lugar que el sistema les asignaba. Lydia por investigar. Marisela por exigir. Ernestina por su condición de vulnerabilidad como mujer, indígena, pobre y adulta mayor. En los tres casos, la respuesta institucional fue minimizar, desacreditar, dilatar. Y con el tiempo, apostar al olvido.
Pero sus luchas no quedaron en silencio. Por el contrario, han despertado conciencia y siguen siendo retomadas por mujeres, colectivas y organizaciones que hoy claman por justicia, por mejores condiciones de seguridad y por la erradicación de la violencia machista, cuyas expresiones más atroces son la tortura sexual, desaparición y el feminicidio. Sus nombres, como las de miles de víctimas de la violencia misógina, son recordatorio de que la memoria también es una forma de resistencia.
Lo más grave es que, lejos de romper con esta lógica, el Estado mexicano la ha reproducido. Cambian los gobiernos, pero no el reflejo de proteger a los perpetradores y revictimizar a quienes denuncian. La retórica de los derechos convive sin pudor con prácticas de encubrimiento. Se habla de transformación, pero se conserva el pacto de impunidad.
Mientras Lydia Cacho siga en el exilio; mientras los deudos de Marisela Escobedo no reciban justicia, verdad y reparación; mientras Ernestina Ascencio haya necesitado de tribunales internacionales para que se reconozca la verdad, México seguirá siendo un país donde la violencia contra las mujeres es una constante administrada.
Nombrarlas a todas es romper el silencio que el poder -tal como se ha construido en México- necesita para sobrevivir. Si se quiere un cambio de verdad, los pactos de impunidad se tienen que acabar.





