ADELANTO | “Una tarde uno de los porros me cantó un tiro. Decían que ese carnal era bofe de Tepito”

03/08/2019 - 12:01 am

El siguiente texto forma parte de Reminiscencias, la primera novela de Juan Carlos Toriz Sánchez. Puntos y Comas comparte el fragmento con la autorización del autor. 

Por Juan Carlos Toriz Sánchez 

Ciudad de México, 3 de agosto (SinEmbargo).– Decidí entrenar box. Estaba harto de siempre huir a las peleas y quedar como un tonto. Desde niño había estudiado en escuelas conflictivas y muchas veces terminé con los ojos morados y los labios rotos. No tenía condición ni maña para pelear.

Mis compañeros en el bacho eran chicos macizos, curtidos por el hambre y la necesidad. Duros y violentos. Yo había crecido en un barrio pobre. Pero mi madre, a lo largo de mi niñez, construyó un muro de felicidad: sólido y autoritario. Mi padre siempre estaba demasiado ocupado con su trabajo, y los pocos momentos en que estaba en casa, los invertía en mirar la televisión, fumar y comer golosinas.

Una vez me defendí de un agresor y salió mal. Fue en la secundaria. Una tarde el morro más rudo de la escuela decidió darme de manotazos en la cabeza. Yo resistí uno, dos, tres golpes sin rechistar. Pero me harté y decidí matarlo. Me levanté de mi banca, con la boca seca y le di un empujón que lo tiró de nalgas en el piso. Mi rival se levantó con rapidez y empezó sonarme golpes con el puño cerrado en la cara y la barriga. Lloraba y me retorcía del dolor. Era inútil: mi rival seguía pegándome y se burlaba de mí. No resistí más y tiré golpes a lo loco. Le atiné uno en la barbilla y el chico se tambaleó. Lo seguí golpeando. Con los puños. Con las rodillas. Con la cabeza. Con toda mi frustración. Sentía que había ganado.

El maldito bastardo sacó una navaja del bolsillo de su pantalón. Tiró varios zarpazos al aire y yo me cubrí con las manos. Recibí una cortada en la mano. La cicatriz me quedaría para toda la vida. Mis compañeras me arroparon con sus cuerpos y detuvieron a mi agresor. El hijo de puta realmente quería matarme. No volví al siguiente día a la escuela.

En el bacho las cosas no cambiaron. Siempre recibía amenazas, pero una tarde uno de los porros me cantó un tiro directo.

—Al chile me caes en la punta de la verga —dijo el tipo a la salida de las clases—. Pinche morro puto.

Yo no contesté. Seguí mi camino. En los próximos días se hizo un rumor en toda la escuela. “El Chato” me partiría la madre.

—Juan —mencionó un amigo en el receso—. “El Chato” te quiere poner en tu madre y ya le dijo a la banda que no se metieran. Cuídate, ese carnal es bofe de Tepito.

No quería pasar por lo mismo que en la secundaria. A la mañana siguiente me inscribí al deportivo G3, en la delegación Álvaro Obregón. Las primeras semanas fueron bastante amigables. El profesor Ricardo Olvera, me enseñó a caminar arriba del ring y a tirar el jab, el upper cut, los cruzados y alguna que otra combinación. Al cumplirse el primer mes de entrenamiento, “el Richard” decidió que era momento de mi primer enfrentamiento con un contrincante real.

—Así veré —decía el maestro con tono burlón—, si realmente tienes huevitos o si de plano te vas a la verga.

Paris, un chico enano, con músculos muy definidos y cicatrices en el rostro, sería mi primer rival. Paris había entrenado boxeo desde los 8 años y había defendido el título de los “Guantes de Oro” a nivel nacional. Tenía un record de 100 peleas invictas en amateur. Un oponente bastante agresivo. Yo me había peleado una sola vez en mi vida y había perdido. Bebía tres o cuatro veces a la semana y fumaba cinco o seis cigarrillos al día. No tenía oportunidad.

Esa mañana, el Richard me puso una careta apestosa, me prestó unos guantes de 10 onzas y me regaló un protector bucal.

—Si rompes la guardia —dijo mi entrenador— te van a romper la madre. Con el boxeo no se juega.

Paris se abalanzó sobre mí. En el primer round tiró un promedio de diez o quince golpes por combinación. Yo a duras penas tiré uno o dos golpes. Todos fallidos. Al terminar los primeros tres minutos, estaba completamente sudado, con las cejas y los labios hinchados, y con el corazón haciendo bum, bum.

Richard se acercó a mí y me dijo:

—¡Chingada madre, cabrón! ¿Acaso no puedes aprovechar tu puta estatura o nomás sirves para recibir putazos?

—Es muy rápido —alegué con la poca energía que tenía. Pega muy duro.

—¿Y eso qué, pinche puto? —gritó mi entrenador escupiéndome en la cara—. Quiero que subas las pinches manos y le rompas su madre. Si no ganas el round, mejor ni regreses a entrenar, no quiero estar perdiendo mi tiempo con pinches cobardes como tú.

Sonó la campana.

Aproveché mi estatura y comencé a tirar el jab. Mis golpes estaban dirigidos a la nariz y el pecho de mi oponente. La mayoría entraban. Paris intentó meterse y darme por las zonas blandas. No pudo. Bajo la guardia y le receté un upper en la mandíbula. Mi mejor golpe de esa mañana. Paris se tambaleó y por poco se cae. Richard paró el combate. El entrenador no hizo ningún comentario. Continué algunos meses en el gimnasio. Paris fue mi rival durante ese lapso, casi siempre me ganaba, pero ese upper lo recordaría toda su vida.

En la escuela los viernes se hacían las funciones de boxeo. A las 7:30 en el salón D-202. Los prefectos apostaban por su mejor gallo. Esa tarde antes de iniciar las clases me topé de frente con “El Chato”.

—Pinche puto —me dijo y luego me dio un golpe en la nuca—. ¿Ya te vas a rifar o vas a seguir de maricón escondiéndote?

—Te veo a las 7:30 —le respondí mirándolo a los ojos—. Ya sabes en donde pinche mono farol.

“El Chato” comenzó a reírse. El cuerpo me tembló. No importaba: había pactado un combate.

A las siete y treinta de la noche fui al salón D-202. Me quité la chamarra y me puse los guantes. “El Chato” me esperaba sin playera y presumía sus feos tatuajes de la Santa Muerte. Alguien gritó ¡Tiempo! Y así inició el combate. Mi rival se movía mucho y hacía fintas con la mano izquierda. Recibí el primer golpe y sentí su pegada. Era como de niña. Absorbí algunos de sus golpes, hasta que de pronto me solté, y le tiré un gancho a las costillas con la mano izquierda y un recto en la mandíbula. “El Chato” cayó entre un par de bancas. Completamente noqueado. Nunca más me volvió a molestar. Me había ganado el respeto en la escuela.

Así terminó mi carrera boxística. Con un nocaut.

Si algún lector quiere contactar al autor, puede hacerlo al siguiente correo: [email protected]

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