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Jorge Javier Romero Vadillo

21/02/2019 - 12:02 am

La oposición presidencialista

Pero si es preocupante que el Presidente conciba así al poder, lo es más que esa misma visión se encuentre fuertemente arraigada en el conjunto de la sociedad mexicana, la mayoría de la cual suele ver al Presidente en turno, al menos al principio de su mandato, como el salvador de la Patria que ahora sí logrará sacarla de su postración ancestral. Cada seis años la esperanza de redención se suele colocar en los hombros del hombre necesario (nunca mujeres) en turno, aunque hacía décadas que nadie se tomaba tan en serio ese papel como el actual Presidente, quien no se ruboriza al proclamarse de antemano como un personaje histórico.

“No alcanzo a comprender el cálculo estratégico detrás del titubeo de los legisladores pretendidamente opositores respecto a la intención de López Obrador de modelar la Constitución a su antojo”. Foto: Gabriela Pérez Montiel, Cuartoscuro

La semana pasada trataba de construir una teoría de la mente de López Obrador para imaginarme cómo concibe su papel histórico. Mi conjetura fue que se ve a sí mismo al rescate del presidencialismo fuerte, al que considera como la forma adecuada de gobierno para la sociedad mexicana, la forma de Gobierno que históricamente ha logrado la pacificación del país y ha impulsado el crecimiento. Para el actual Presidente todo contrapeso es un obstáculo a la gran tarea que tiene por enfrente. El presidencialismo es el vehículo para eficacia del Estado y requiere del control de todos los instrumentos a su alcance para llevar a cabo su misión justiciera. Para documentar mi idea de lo que ocurre en su cabeza, esta semana, López Obrador se lanzó ya no solo contra los contrapesos institucionales sino contra los contrapesos sociales representados por las organizaciones civiles. También en ellas el presidente encuentra escollos para la realización de su gran proyecto.

Esa imagen del presidencialismo rechaza, desde luego, toda la teoría de la democracia liberal construida desde el siglo XIX y que durante la segunda mitad del siglo pasado alcanzó sus niveles más altos de complejidad con los estudios de política comparada que han mostrado cómo son los sistemas de Gobierno basados en arreglos pluralistas, con contrapesos institucionales y con una nutrida red de organizaciones económicas, políticas y sociales, los que han logrado históricamente los más altos niveles de bienestar social en el último siglo. Esa evidencia no le dice nada al Presidente, educado como está en la literatura que se estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM de hace cuarenta y cinco años.

Pero si es preocupante que el Presidente conciba así al poder, lo es más que esa misma visión se encuentre fuertemente arraigada en el conjunto de la sociedad mexicana, la mayoría de la cual suele ver al Presidente en turno, al menos al principio de su mandato, como el salvador de la Patria que ahora sí logrará sacarla de su postración ancestral. Cada seis años la esperanza de redención se suele colocar en los hombros del hombre necesario (nunca mujeres) en turno, aunque hacía décadas que nadie se tomaba tan en serio ese papel como el actual Presidente, quien no se ruboriza al proclamarse de antemano como un personaje histórico.

Esa percepción del poder permea a toda la sociedad, pero de plano me resulta incomprensible la manera en la que la veneración presidencialista afecta la racionalidad de los políticos que supuestamente deberían estar en la oposición al actual Gobierno. En conversaciones recientes que he mantenido con integrantes de distintos partidos de la mermada oposición respecto al proyecto de Guardia Nacional, ha saltado una y otra vez la idea de que al Presidente no se le puede negar todo. Senadoras y senadores de partidos diferentes dicen más o menos lo mismo: hay que buscar la manera de concederle algo al Presidente, como si no fuera su tarea precisamente ponerle coto al poder presidencial absoluto.

No alcanzo a comprender el cálculo estratégico detrás del titubeo de los legisladores pretendidamente opositores respecto a la intención de López Obrador de modelar la Constitución a su antojo. Tal vez el cálculo dependa de juegos anidados que ocurren en varias pistas, como diría George Tsebelis en su defensa de la teoría de la elección racional, pero tengo para mi que más bien se trata de un reflejo cultural, heredado de los tiempos en los que todo el Congreso no era otra cosa que una correa de transmisión de la voluntad del ejecutivo. Es necesario aclarar que los legisladores a los que me refiero comparten en el origen la matriz priista, pero con todo y eso me cuesta trabajo entender cómo no advierten que su propia relevancia política depende de la manera en la que hoy ejerzan su tarea de contención, a menos que vislumbren un futuro de nueva hegemonía que los acepte después de un acto de contrición que lave sus pecados mafiosos en la pila del arrepentimiento abyecto, como ha ocurrido con muchos de los corifeos del gran líder.

El presidencialismo arraigado en el mapa mental de la sociedad mexicana hace que al señor del gran poder se le vea con temor reverencial y no como a un actor político con intereses particulares y con ideas y proyectos falibles y contrastables. El cálculo de permanencia en la política en los tiempos clásicos del régimen del PRI dependía de la disciplina y la lealtad mostrada. Entonces sí era racional no negarle nada al Presidente. Sin embargo, esa regla informal fuertemente institucionalizada resulta irracional en un contexto diferente, donde el futuro político depende de los votos y estos, al menos idealmente, dependen de la evaluación que hagan los electores del trabajo de los políticos. Lo esperable de la oposición es que se oponga, sobre todo cuando es evidente que las intenciones presidenciales son concentrar el poder en grados no vistos en más de tres décadas.

Después de la operación que ha desmembrado al PRD para poner a siete mercenarios a sueldo de la mayoría calificada en la Cámara de Diputados, a la oposición en el Senado le corresponde poner un valladar frente a la reconstitución del poder omnímodo que está en puerta. Bien vendría un pacto para declarar una moratoria de reformas constitucionales, pero al menos hay en la agenda inmediata dos temas que definirán la relevancia de la oposición en el Senado para el resto del Gobierno. Si no se detiene a López Obrador en su intención de institucionalizar la militarización de la seguridad pública, con su tramposo proyecto de Guardia Nacional, y en su contrarreforma educativa, simplemente la oposición habrá claudicado y el PAN, el PRI, Movimiento Ciudadano y los despojos del PRD pasarán a la irrelevancia. El camino a la reconstrucción de un régimen hegemónico estará completamente despejado.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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