El presidente

Guillermo Samperio

28/12/2012 - 12:01 am

a la memoria de Miguel Ángel Asturias

El asunto empezó con la desgana al despertarme. Recordé la pesadilla donde súcubos grisáceos me atacaban a granel. Era como si me hubieran acosado delirios en la oscuridad más profunda de mis sueños. Bajo las cobijas se me encaja el miedo en forma de escalofríos. No es posible que el presidente de una nación se encuentre en este estado.

La sirvienta me trae el desayuno y descubro en sus ojos una especie de vacío revuelto con disimulo. Con vergüenza sorpresiva ante esta mujer, me sube un miedo potente, rápido, y se convierte en horror. Ni la luz de la mañana ni el moblaje de lujo ni la amplia recámara me dicen nada: están como muertos y nunca lo había notado. Pongo la charola del desayuno en la mesita a un lado de la cama y enciendo un cigarro aunque ya lo tenga prohibido; aspiro con potencia varias veces y, entre el humo, veo irse a la sirvienta con su uniforme azul y las cintas del delantal blanco atadas por detrás. Nunca había sentido esta soledad, me gustaría que mi compadre estuviera aquí, decirle esto que me sucede. Pero ya pasará… es nada más un momento de pánico… el cigarro me está sirviendo… aunque le falta un tercio, lo apago y enciendo otro; me gustan estos americanos.

También en medio del remolino del humo veo entrar a mi esposa; se me había olvidado. No sé a qué horas se levantó. Trae su bata verde, la de bordados chinos; su mirada es taciturna, aunque esboza una semisonrisa. Se recuesta de su lado con desgana; mete las piernas bajo las cobijas y percibo que tiene los pies fríos, lo cual me parece terrible, ya que esperaba esa tibieza que me ha otorgado durante estos 20 años. No me besa como es su costumbre mañanera y mira hacia su tosco espejo de madera, uno enorme con filigranas que trajo de Brasil, más alto que ella y que puede mover la hoja central según le acomode. Ahí, dentro del espejo, le veo la cara y descubro que le escurren lágrimas.

Me mira de reojo y le pregunto con la mirada. Voy a dejarte, Luis, me dice. Aunque me digo que ya lo vislumbraba, que más bien lo sabía sin saberlo, entiendo que me raptará una tenebrosa locura; si así, sin saberlo, o intuyéndolo, estoy como estoy… La tomo de la cintura y la pongo junto a mí. Me levanto, llevo el cigarro en los labios (el humo se me mete en el ojo derecho, me lo restriego), me dirijo hacia mi cajonera, abro el segundo cajón. Me voy con tu hermano, escucho su voz temblorosa, lloriqueante, a mis espaldas. Por mi mente viene una imagen de diversidad de aves que parecen meterse en mi cabeza. Agarro mi pistola escuadra, la aprieto fuerte como si fuera la garganta de un gallináceo, giro sobre mí, voy hacia la cama.

Le pongo el arma sobre la frente, empujándola hacia el centro de la cabecera. Le escurren lagrimones y empieza a decir que por Dios la deje, que están en juego dos vidas; pienso que, además, mi hermano es un chamaco: tiene 12 años menos que yo y 10 menos que ella. Estoy embarazada de él, dice, levantando los brazos hacia mí para abrazarme. Disparo dos veces y su cabeza rebota contra la cabecera; con el segundo disparo, que lo he hecho a un par de centímetros de su cabeza, las almohadas se pintan de una explosión rojiza.

Entra la sirvienta todavía con su mirada vacía, se acerca a la amante de mi hermano; intenta levantar el cuerpo quebrantado sobre el colchón y lo abraza, manchándose de sangre. La jalo de la espalda, suelta el cadáver, la pongo de pie, la sujeto por la cintura y le encajo la pistola en la mano derecha; intenta desligarse de mí y sacudir la mano, pero la fuerzo con potencia e insultos para que se lleve el arma a la sien y la obligo a que se dispare. Me salpica de sangre y sesos la cara y mi pijama. La dejo torcida junto a la cama, del lado de la amante de mi hermano.

Me meto al baño y me doy una ducha meticulosa de pies a cabeza. Orino sobre mis manos en el inodoro, tallándomelas muy bien, por si las dudas, aunque nadie me va a hacer la prueba de pólvora. Vestido de bata voy hasta el incinerador de basura que está en el garaje y quemo allí mi pijama, mi ropa interior y mis pantunflas. No me importa que la demás servidumbre me haya visto pasar. Allí mismo, volví a lavarme las manos con tíner. Sigo pensando que estas precauciones son inútiles para un presidente, pero el miedo y el horror vuelven a subirme al pecho. De nuevo en el baño, me lavo las manos con el gel jabonoso para que su olor sea perfumado.

Ya me espera mi chofer con cara imperturbable y vamos de forma directa hasta las oficinas del Procurador de Justicia quien, desde luego, tiene el puesto debido a mis instrucciones. Le explico el asunto en el sentido de que la sirvienta mató a mi esposa y que, al forcejear yo con ella, se soltó un disparo que le entró por la cabeza en la sien derecha, pero que sería mejor que se manejara como suicidio luego del asesinato. Encárgate del asunto y ponte de acuerdo con mi secretario particular  para arreglar todo… y que sea un funeral fastuoso para María Esther. Hoy no voy a la presidencia, no me siento bien, cualquier cosa me llaman o yo te llamo más tarde.

Después del funeral, que conmovió al país entero, el hermano del presidente viajó a Hawai y allí vivirá hasta que su hermano termine el sexenio. Luego ya veremos si se queda vivo o muerto. Mientras tanto, tendré un buen equipo de psiquíatras a mi alrededor…

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero