El riesgo de un game over en “días de guardar”

José Luis Franco

22/03/2013 - 12:00 am

Semana Santa, el arribo de los llamados “días de guardar” en los que lo menos que se guarda es la compostura, sobre todo en puertos como en el que vivo, Mazatlán, sujeto a cuanta atrocidad se perpetre con el ufano fin de conseguir diversión. Es el momento de echar desmadre, aunque la televisión nos ofrezca un interminable bombardeo de películas bíblicas, el recién estrenado Papa argentino nos hable de las peripecias de Jesucristo hasta acabar en la cruz, y nos diga que todavía tenemos la posibilidad de la resurrección, que se ve materializada después de una farra semanasantesca, en las que aparte de ponernos hasta las sandalias del pescador, las perdemos.

Días en que las prendas para lucir en la playa se cotizan por encima de lo concebible, pero se compran por lo inconcebible que sería no tener un trapo que nos distinga entre la multitud que pensó lo mismo que nosotros y dos mujeres se desmayen porque traen puesto el mismo ajuar. Lo curioso de esto es que, en el caso del sexo bello, mientras menos trapo hay, más cara es la prenda, y ni modo de andar con un bikini cuello de tortuga, con semejante humanidad.

Días en que los bronceadores, bloqueadores, cremas y demás implementos para enfrentar al sol tienen tanta demanda que si uno asoma a las cuantiosas ventas no podrá menos que sospechar que estamos ante un cataclismo solar. Días en que el atún enlatado parece una fórmula del propio Albert Einstein: A+M+PB2=SI, en la que A es atún, M mayonesa, PB2 pan Bimbo dos, y SI satisfacción inmediata.

Días en que la venta de cerveza superan, incluso, a las que se registran el día previo a la Ley Seca, como si fueran cuatro días consecutivos de elecciones para Presidente, y la idea de “a gozar y a mamar que el mundo se va acabar” se materializa en la desbordada solicitud de condones, tantos que, si los inflamos con helio, podemos nublar el cielo de Mazatlán. Ni la menor duda que la Semana Santa se hizo para recogernos.

Desbordados días en los que los embotellamientos se multiplican, en todas sus acepciones; en los que las grandes ciudades recuperan sus calles y avenidas, con un insólito perfil de pueblos abandonados, en los que se puede escuchar el lamento de La Llorona.

Como buenos creyentes que sabemos estar hechos a imagen y semejanza, enfrentamos nuestro calvario con una cruz a cuestas que nos agenciamos el día inmediato a nuestra llegada al sitio de playa, y no nos desharemos de ella hasta el final. Los sabios en estos lances recomiendan que no hay que dejarla llegar (a la cruz) y ponen en su empeño tal entrega, que ni la de Juanito Escutia, cuando se enredó con la bandera; en ese trance, ellos se enredan con lo que se presente y, sí, hasta lavandera, si hay modito. Son indómitos héroes del descanso en una versión que parece todo lo contrario.

Las tamboras, mariachis, chirrines, encuentran sus salas de concierto en la playa, que asume sin rubor su papel de salón de baile. Quien mantenga por más tiempo el grupo musical del género de su preferencia se hará acreedor al premio de la mejor fiesta, se le sumarán hieleras, batos y batas sin bata y será bien popular, bien buena onda, bien machín, el muchacho alegre, el niño perdido, el sauce y la palma, mi gusto es, el corrido de Mazatlán, el sinaloense, pues qué… hasta el inevitable momento en que la cartera titubee y su imagen, pese a la esclava ostentosa y esa cadena al cuello mucho peor, tenga un dramático descenso en la bolsa de valores. Puede negociar, enviar un emisario al camionetón estacionado en doble fila para que el Fondo Monetario Internacional de su guantera lo salve de la ignominia y la morrita buena onda y de mejor ver, con trapo diminuto que revela buena condición social, o sacrificios de pagos en abonos, o un amante parecido a él, lo cual delata un problema, aborte sus intenciones de fuga. Siempre y cuando tenga un camionetón en doble fila y reservas en su guantera, porque los cajeros tienen más colas que los bancos en días de pago a pensionados.

La playa es un mercado en el que se puede comprar cualquier cosa, desde un condominio de lujo hasta una piñata o un mango pelado, ensartado en un palo, con sus cortes copeteados de chile piquín. Es joyería, óptica, panadería, tabaquería, dulcería, tienda de ropa, droguería clandestina, salón de belleza del que las mujeres salen transformadas en la Bo Derek de la prehistórica película de 10, la mujer perfecta, siempre vigente. Un tatuaje no va mal, y ahí mismo se lo ponen, con la pena de que es efímero. Y si para después de comer quiere un flan, claro que lo hay.

Por las noches, con eso de que nuestras vidas están permanentemente sujetas a las órdenes de las computadoras, que nos ensartan actualizaciones de cualquier cosa todos los días, pues hay que seguir esa corriente y modificar el asunto de la visita de los siete templos consagrada para el Jueves Santo, por la visita de los siete antros, a lo largo del periodo. La cuestión exige mucho, pero mucho en estos tiempos en que la crisis se ha ramificado por todos lados, desde la económica hasta la moral, con todo y sus puntos intermedios. Tome esta exigencia de los “días de guardar” con el estricto sentido deportivo que asume cuando enfrenta un videojuego. Analice bien, no cometa el error de tomarlo a la ligera. Son siete etapas que tiene que superar. Las primeras pueden parecerle sencillas, pero como en la primaria, cuando lleguemos a la cuarta veremos que las cosas se complican y descubre que las torres, los caballos, los alfiles, la reina y hasta los peones son enemigos que se multiplican. No se dé por vencido, porque la quinta, sexta y séptima estarán peor y usted no quiere que le salga el aviso de Game Over en plena Semana Santa.

José Luis Franco

Lo dice el reportero