Conocí a El Principito de Antoine de Saint Exupéry en un paraje no muy frecuentado por niños, poblado por anaqueles, oloroso a madera, que a veces parecía el Asteroide ¡shh!, reinado por Amalia Zataráin, aunque en realidad era el Planeta de los Libros, que llevaba el nombre de un busto de bronce de un gordo, calvo, melenudo, mirada bonachona, llamado Benjamín Franklin.
Amalia era la salvaguarda de los habitantes del Planeta. Los cuidaba con una exigencia extrema y expulsaba a cualquier visitante que osara sacar una pluma atómica ante uno de ellos, de inmediato lo mandaba a comprar un lápiz; igual, si cualquiera estornudaba, le daba un remedio para la gripa en voz muy queda, y a su casa, y el libro quedaba en cuarentena. Una risa también era motivo del 33 y su expresión favorita era ¡shh! Creo que por eso siempre tuvo la boca pequeña y que sus dedos se torcieron de artritis de tanto recibir el aliento silenciador.
Adoraba a todos y cada uno de los seres que la rodeaban. Los mantenía perfectamente limpios, clasificados, los regresaba a su sitio después de ser usados y siempre tenía uno entre sus manos de dedos chuecos. Eso sí, cuando los niños llegábamos a ese planeta se le paraban los pelos de punta y redoblaba labores de vigilancia: hasta el sacapuntas de uso común, atornillado a una mesa, debía ser silencioso. En mi caso, cuando supo que no era un niño citadino que iba a cumplir con datos de la tarea, sino que iba por el gusto de leer cuando hacía mis viajes La Cruz-Mazatlán, me empezó a ofrecer un aprecio que se le escabullía tras la férrea máscara de intolerante.
Ahí, en ese planeta silencioso salvaguardado por un ser que dedicó su vida a sus moradores, un planeta que quedaba a tres cuadras de la casa de mi mamá y al que cada vez se me daban más libertades para estar, una tarde conocí a El Principito, a instancias de Amalia Zataráin, una de las mujeres más regañonas de Mazatlán, que acabó siendo mi cómplice.
– "Mira –me dijo con un susurro de voz– lee este libro, tiene lindas ilustraciones. Te va a gustar", y puso en mis manos un gran compromiso llamado El Principito. Fue el primero de muchos que luego sucederían, pero lo mejor es hablar de la primera experiencia.
Batallé para meterme en su lectura, pero no quería defraudar la confianza de la ogro defensora de ese planeta. Me detenía mucho en admirar los dibujos y, sobre todo, en entender algunas palabras con la ayuda de mi minidiccionario escolar, que fue sustituido por uno de mayores, con todo y atril, luego de descubierta mi preocupación.
Cuando apareció la hermosa flor vanidosa con cuatro espinas ya no quise separarme de él.
Como si hubiera estado esperando el momento en que mi rostro transmitiera mi fascinación, Amalia llegó para decirme que acababa el horario de los niños, que era hora de irme a cenar. No hubo permiso para un ratito más:
– "¡Shh! El Principito se quedará aquí a esperar que vuelvas a visitarlo mañana".
La tarde siguiente regresé entusiasmado al planeta, llevaba lápiz, crayones y papel de china. No pasé el detector.
– "¿Y esto?". La pregunta me puso contra la pared, como si hoy pretendiera pasar una navaja suiza en un vuelo internacional.
– Es que... quiero calcar los dibujos.
Mis instrumentos terroristas fueron decomisados y no recuerdo qué dije para que se me permitiera tener de nuevo el libro en mis manos y poder viajar por planetas que lo mismo me provocaban agrado y desagrado.
El Asteroide B 612 de El Principito me encantó, con sus tres volcanes, uno inservible, que deshollinaba él mismo, sus atardeceres constantes que veía con solo cambiar de sitio la silla hasta ligar 43, su disciplina de eliminar los baobabs, la coqueta flor de sus penurias.
El del señor de los números fue de los peores y llamé a Amalia para que me lo explicara bien:
– "Tu cabecita te va a decir después el porqué no te gusta", me dijo con su voz de susurro y señalándome con sus dedos chuecos que guardara silencio y al libro, para que prosiguiera.
Tengo desde siempre una exacerbada fobia a las víboras y serpientes después de que una vez en un camino del pueblo se nos apareció una víbora de cascabel a mi padre y a mí; con rapidez, sacó su pistola y le hizo tres disparos, uno de ellos le destrozó la cabeza. Levantó el cuerpo, sacó un cuchillo, la desolló y la apestosa piel colgó por varios días en el tendedero de la casa de mi abuela. El cascabel sirvió de sonaja que me padre presumía.
Sin embargo, cuando la serpiente amarilla, de esas que con una mordida te matan en 30 segundos, conversa con El Principito no me provocó ningún temor. Hasta creí, por un momento, que se harían amigos, que la domesticaría como al zorro, pero cuando lo muerde sentí que era a mí a quien lo hacía y pegué un grito que acabó con la paz en el Planeta de los Libros. Amalia vino en mi auxilio para quitarme ese animal que la imaginación ponía en enroscado en mi pierna, salimos juntos hasta la calle, con todo y libro. Los 30 segundos pasaron sin consecuencia. Me calmó con una paleta de limón de un carrito, y me leyó el capítulo final de El Principito y así, ya tranquilo, me regresó mis enseres terroristas.
Al tiempo volví a la biblioteca, repuesto de la mordida de serpiente que mató a mi héroe, para ver en un Atlas el sitio exacto donde se le apareció El Principito al del avión averiado, con agua para pocos días. Amalia me mostró una hermosa lámina del desierto del Sahara e indicó con su dedo chueco y su voz de susurro:
– "Por aquí fue".
Vi el dorado mar de arena, imaginé el avión medio hundido en la arena, el hombre, la llegada del hombrecito de saco azul, cabellos color oro, que no permitía que sus preguntas quedaran sin la respuesta adecuada. Solo quise saber, por si algún día iba a buscarlo:
– "Señorita Amalia –dije en voz bajita– ¿es cierto que ahí hay muchas víboras?".
Esa fue mi primera experiencia de la lectura de El Principito.




