El único festejo de Día de las Madres en que recuerdo haber participado fue en La Cruz y lo hice en el magno escenario cultural del pueblo en esa época, el sitio donde se presentaba la Caravana Corona Extra con su equipo de segunda división, que nos vendían como si fuera el de primera, que tenía en sus filas a José Alfredo, Miguel Aceves Mejía, Enrique Guzmán, César Costa. Del que llegaba con nosotros no recuerdo un solo nombre: eran los extras de la Caravana Corona.
Bailé donde Fred Astaire danzó bajo la lluvia muchos años antes que La Naranja Mecánica convirtiera la canción en un himno a la violencia; en el mismo lugar en que John Wayne se echaba al plato toneladas de apaches con una pistola de balas interminables; Marilyn Monroe nos daba un espectacular taco de ojo que me sigue gustando; Los Tres Chiflados chocaban entre sí; Pedro Infante se tomaba el tequila como si fuera agua; Joaquín Pardavé nos mataba de la risa por su añoranza a Porfirio Díaz y Sara García lloraba inconsolable por que se le había ido una niña a la que amaba; ahí, en ese lugar legendario en mi memoria, bailé una mezcla de norteño con jarocho. La foto no miente: visto como veracruzano, pero doy un taconazo como el del Piporro. Claro, ese coso se llamaba Cine México. Ahí bailé ante un público por primera, única y última vez. Ahí quedaron todas mis expectativas de bailarín, por fortuna.
Debo aceptar que de niño fui muy colaborador de mis profes; no puedo decir que era una especie de ñoño, pues me destacaba entre los demás por mi lenguaje, que se fue nutriendo de las peores expresiones por aquello de que los grandes, al estilo de cuando le “enseñamos” a los gringos que mai fren se dice en español pinche cabrón, usaban mi voz como laboratorio para escuchármelas, muertos de risa. Por otra parte, ese vocabulario era de uso común en casa –mi abuela materna lo usaba con cabrona maestría–, pero tenía que dejarlo en la puerta cuando visitaba a la abuela paterna, todo recato, toda propiedad y ciruelas y mangos en temporada.
Retomo el tema porque, como es obvio, tiré pa’l monte. Decía que me daba por colaborar, de hecho de muy niño me subieron a un caballo con un pegote de pelos como piocha y encabecé el glorioso desfile del 20 de noviembre. Era Francisco I. Madero y por una recomendación iba gritando ¡Sufragio efectivo, no reelección, cabrones! Mi compañero Venustiano Carranza desfiló afeitado, porque el Jorge Bazúa jamás se dejó poner las barbas.
Subirme a un caballo con traje, banda presidencial al pecho y piocha postiza no fue problema, de hecho volví desde hace 6 años a la piocha real y hace uno participé en una cabalgata infernal de cinco horas. Ah, pero cuando en la primaria me dijeron que iba a bailar en el festival del Día de las Madres ahí si dije ¡ni madres! Ya estaba grande, estaba en primaria, sabía leer, iba solo al cine, a jugar beis, a todas partes. ¡Ni madres que lo hacía! Sin argumentos a la mano, saqué mi mejor repertorio de sapos y culebras contra la maestra, que provocaron que muchos se taparan los oídos y otros pusieran cara de espanto. Lo malo fue que apareció el llanto y las pataletas y aquello acabó en risas y en media hora ya estaba ensayando bajo las inclemencias del sol y las burlas de mis compañeros.
Por más que me opuse a sufrir esa afrenta la tuve que apechugar con enorme dignidad y un añadido creativo: fui un jarocho bailando al estilo del Piporro,. No cualquiera. Eso sí, el trauma me ha acompañado de por vida, de manera que de adolescente prefería un cono de nieve, y más grande, invitar una copa, que llevar a bailar. Pero bueno, esa fue mi primera y única participación en un Festival del Día de las Madres.
Me apuntaron para el siguiente año, pero me escabullí gracias a un oportuno sarampión.
Tuve otra experiencia, pero esta fue en los territorios de la ficción, mi personaje Roque Latripa lee un poema de su cosecha titulado “Madre solo hay una, ¡qué poca madre!” en su correspondiente Festival de Día de las Madres. Por supuesto, en su colegio de curas censuraron la observación entre signos de admiración. Fue el número más breve y, por lo tanto, el más aplaudido.
El padre de esta ocurrencia que provoca borracheras de amanecerse para llevar “Las Mañanitas”, ventas estratosféricas de pasteles, flores y cuanta cosa se atraviese para mitigar el cargo de conciencia por todo lo malo que le hacemos durante el resto del año, es el periodista Rafael Alducín, fundador de Excélsior y, pues, de esta calamidad consumista que desde 1922 nos ha llevado a muchos al paredón de un Festival de las Madres, desde que la letra con sangre entraba hasta estos años de simulación educativa.
El Día de las Madres tiene diferentes fechas alrededor del mundo. 9 países lo celebran, como nosotros, el 10 de mayo. 31 países comparten con los gringos el segundo domingo de mayo, por lo que en ocasiones lo comparten los dos grupos. Los que de plano se salen de rango (muchos en el mundo lo hacen pero estos están de remate), son los nicaragüenses. Ellos asumen el 30 de mayo por una razón que puede verse como paradójica: ese día era el cumpleaños de Casimira Sacasa, madre de la esposa de Anastasio Somoza, sangriento presidente en la década de los cuarenta que con esto comprobaba una vez más que no tenía madre: prefería que el pueblo festejara a las suyas en la fecha del nacimiento de su suegra. Y hasta ahora.
Solidario como soy, ofrezco este dato hasta el final del texto para que todos los que como yo se sienten damnificados por las tradiciones del festejo, se sientan un poco mejor al descubrir que, por lo menos, no bailamos jarocho con taconazo en honor por sécula seculorum de la suegra de uno de nuestros ex presidentes.




