La belleza (segunda parte)

Guillermo Samperio

07/06/2013 - 12:00 am

Máscaras, tocados de plumas, amuletos, pinturas en el rostro, brazaletes, adornos en los pies, aretes y tatuajes, servían para encarnar a seres superiores en rituales mágicos. En muchas culturas del mundo aún se mantiene esta creencia: mediante un adorno especial se busca el contacto con lo divino. En los rituales iniciáticos de pueblos primigenios, los niños entran en el mundo de los adultos a través de experiencias traumáticas: les afilan los dientes con una lima, los circuncidan o les hacen cortes con un cuchillo que les dejará cicatrices en el cuerpo, símbolo de su masculinidad, que ya pertenece al grupo de cazadores o de guerreros y que sabe guardar los secretos de la tribu.

Hasta ahora he hecho hincapié en los adornos encaminados al embellecimiento corporal por una razón muy simple: a esta necesidad del ser humano debemos la mayoría de los objetos suntuosos de los museos. Según la creencia de Nueva Guinea, los muertos no tienen acceso al más allá si no llevan perforado el tabique nasal con una artística varilla, porque de esta manera los espíritus pueden reconocer a un buen hombre. Creencias análogas llevaron a mayas, aztecas, egipcios, chinos y otras culturas al enterrar junto con sus muertos innumerables objetos artísticos. El adorno era una de las cosas más importantes que se depositaban en las tumbas, por eso se ha convertido muchas veces en el único testimonio material de las épocas pasadas, el único rastro desenterrado de culturas desaparecidas.

Algunos de los actuales elementos embellecedores sólo son significativos si se comprende al grupo social que los usa, por ejemplo los distintivos de los grupos punk: siendo un grupo de tendencia anarquista, usan zapatos de obrero, como símbolo de apoyo a los trabajadores; el cabello de punta significa el espanto ante la realidad y la ropa sucia y rota el rechazo a la sociedad de consumo, porque se dicen emerger de los tiraderos comerciales: los punk se definieron como las flores del basurero. En los años sesenta, piedras exóticas, prendas de pelo de camello, pendientes de plata, pulseras y cadenas de la India y el Nepal fueron cosa exclusivamente de hippies: así se presentaban como gente de  mucho mundo o como conocedores de culturas exóticas.

Quizás estas simples modas, muy en el fondo, respondan a una necesidad de iniciación, de saberse pertenecientes a un clan o tribu: toda cultura que ha perdido sus mitos, sus rituales y tradiciones tiende a destruirse, y lo mismo le sucede al individuo: necesita cumplir, aunque sea de manera inconsciente y no tradicional, con sus rituales de pertenencia grupal. Actualmente en México son comunes los tatuajes y los dijes en la lengua, los párpados, el ombligo, la nariz y otras partes recónditas. Las pandillas –y jóvenes adinerados– de algunos países europeos han adoptado una costumbre de los hampones japoneses: ya es común ver locales callejeros dedicados a la amputación de los dedos meñiques.

Immanuel Kant definió lo bello como aquello que place universalmente sin concepto, es decir sin tener un conocimiento previo del objeto. Pero de acuerdo con lo anterior, ¿hay un solo tipo de belleza? Se ha afirmado desde tiempo atrás y todavía en la actualidad que la experiencia de la belleza es capaz de revelar la verdad de ciertos hechos morales, filosóficos o metafísicos en una forma sensible. Sin embargo, aunque las percepciones de los sentidos y las imágenes de la memoria signifiquen alguna realidad percibida –no importa si éstas son más o menos ilusorias– ni los datos sensibles ni las imágenes de la memoria poseen ninguna cualidad estética.

LA BELLEZA (PRIMERA PARTE)

Guillermo Samperio

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