Los dictadores latinoamericanos de viejo cuño tenían ciertas exigencias que cumplir para ganarse su pase a las Grandes Ligas de la Barbarie, para aspirar a formar parte del Salón de la Infamia. De hecho, algunos de esos requisitos se mantienen al alcance de los presidentes actuales, que llegan al poder sin tanto aspaviento sanguinario, salvaguardados por la democracia.
En principio, es de rigor que hayan destacado en cursos de deshumanización en alguna buena academia de la CIA en el gabacho. Punto indispensable para acceder al siguiente nivel, el de la conciencia, que no consiste en perder el sueño por promover unos cuantos miles de crímenes, sino estar despierto porque la mayoría de los integrantes del régimen pasó con buenas notas el curso, y se puede voltear en una pestañeada.
Otro requisito es saber que güit monei dancin de dog y aprenderse los mejores pasos, necesario a morir. Debe ser fácilmente caricaturizable, sino no sirve; el pueblo vive sus pequeñas venganzas en esos espacios de humor negro. La vestimenta es otro punto: tener un uniforme vistoso, impactante, repleto de condecoraciones. Aunque a varios les duela, El Santo fue el dictador de las películas de luchadores y siempre apareció en escena con sus mallas, botas, capa y máscara plateada, un gran ejemplo, aunque no sabía que estar del lado de las momias oligarcas era lo sensato y de los vampiros transnacionales, más. Le fallaba al Enmascarado de Plata. Era un romántico.
En cuestión de deportes, es permisible el tiro al blanco en todas sus variantes: ley fuga, paredón, “suicidios”, cañonazos nomás para ver qué cara ponen, dijera Ibargüengoitia en Los relámpagos de agosto. Entrenador de clavadistas efímeros desde helicópteros es también una opción.
El cerebro puesto a disposición de lo que desee: ¿desaparecer estudiantes?: perfecto, el cerebro lo pide; ¿matar niños?: genial, no hay que permitir que el rencor crezca; ¿encarcelar y torturar madres y ancianos?: ni modo, el cerebro lo ocupa; ¿leer?: ¡antojitos, ni madre!
Recapacitando en ese punto, quizá vale la pena una pequeña biblioteca con títulos del calibre de Mi Lucha, de Adolf Hitler, El arte de la guerra, de Sun Tzu y muchos libros de autoayuda por el estilo. Se me antojan títulos inéditos: El explosivo poder de La Moneda; Catecismo para dictadores conversos; Manual práctico para ser desleal; Instructivo para acabar la esperanza; No deje para mañana al que puede matar hoy; Guía para bailar como el mejor perro. Eso sí, no hay que tentar al Diablo con eso que llaman La Palabra, porque las palabras –dice Antonio Skármeta en El cartero de Neruda– son la peor cosa que existe. Y añade la tía de la hermosa Beatrice, que empieza a enamorarse del pobre diablo de Mario Ruoppolo, un hijo de pescador alérgico al mar, metido a cartero, que la conquista con metáforas expropiadas:
-¡Prefiero que un borracho del bar te toque el culo con las manos a que ese tonto te diga que tu sonrisa vuela como mariposa!
-Se expande –aclara Beatrice, subyugada por la metáfora.
Miserable es el sentido de la palabra en manos de un dictador: hay que fingir que se da, hacer como que se sostiene, convencer que se cumplirá y luego, para descanso espiritual tras un padrenuestro, hacerla mierda. Los poetas no saben de eso último y la siembran en los pueblos urgidos de una válvula de escape, una canción, una novela, un cuento, un libro de versos, una tablita de salvación que los ayude a solventar la tragedia de que soldados borrachos les ponga las manos en el culo y un fusil en la cabeza.
Como la torpeza es otro de los requerimientos para ser un dictador, suelen dejar pistas, como si quisieran dejar los trazos de una novela negra, la novela que nunca hubiera escrito el poeta, que inicia el 8 de abril, en Isla Negra, con la exhumación de los restos de Pablo Neruda, para averiguar los verdaderos motivos de su muerte.
La acción fue un acto de justicia para Manuel Araya, chofer de Neruda, quien presenció el momento en que le inyectaron al poeta una sustancia que lo privó de la vida. Muchos años tardó para convencer al magistrado Mario Carroza para que diera la orden de la exhumación: ahí inicia el thriller. El título apropiado de ese primer capítulo sería Buscan el secreto de su muerte.
En los capítulos iníciales se va sembrando el suspenso. Aparecen personajes como Skármeta y López Tarso –el primero autor de El Cartero de Neruda, el segundo, Neruda en el teatro– que se manifiestan en contra de la exhumación. También Bernardo Reyes, sobrino y biógrafo de Ricardo Neftalí Reyes. Los más, como Rodolfo Reyes, también sobrino, y los integrantes en pleno del Partido Comunista, a favor. Se despliegan las conjeturas y todo conduce a que el cáncer acabó con el poeta, pero...
En el capítulo Buscado con retrato aparece el enigmático Dr. Price, que trabajó, en sustitución del Dr. Sergio Drape, encargado de Neruda, tan sólo unos minutos en la Clínica Santa María, los necesarios para inyectar una sustancia letal en la sangre del más peligroso opositor del régimen instaurado a sangre y fuego apenas doce días antes. Sus rasgos coinciden con los de un angelito llamado Michael Townley, catedrático de cursos de deshumanización de la CIA y pieza clave de la DINA, la agencia de exterminio de plagas de la dictadura.
La novela se cerrará con la captura de ese médico reemplazante de bata blanca, ojos azules, alto, de tez blanca y cabello rubio, corto, que tiene en su palmarés la muerte de críticos de Pinochet en Washington y Buenos Aires. Quizá me deje con un agridulce sabor de boca, porque desde hace tiempo pensé que podría escribir las palabras más tristes, escribir, por ejemplo, que Neruda fue asesinado. Quizá me quede con la pregunta del porqué ese Dr. Drape dejó de reemplazo a un desconocido por el hecho de traer una bata blanca. Un enorme cabo suelto. ¿Por qué?




