Los recuerdos del esperoteencuentresbien

José Luis Franco

21/06/2013 - 12:00 am

¿Cómo eran y qué eran antes las cartas? Las recuerdo en su estado primitivo en una clase en la Primaria José Aguilar Barraza, en La Cruz. En el pizarrón, la maestra  dibujaba un sobre enorme, nosotros teníamos el nuestro en el mesabanco. En la esquina izquierda, nos explicaba,  se ponían los datos del remitente, al centro los del destinatario. Se nos enseñaba a doblar la hoja para que calzara a la perfección con el sobre. Tenía su ciencia. La instrucción incluía el dibujito mal hecho de una estampilla, que debía colocarse en la esquina superior derecha del sobre. Ésta debía comprarse en la oficina de correos, luego pegarla en ese sitio y  depositar la carta en una ranura que decía buzón. Había dos tipos de sobre: los ordinarios, que eran eso, ordinarios; y los aéreos, que tenía un avioncito pintado y ribetes de la bandera mexicana en el contorno.

En cuanto aprendí eso, en segundo o tercero de primaria, puse todo mi empeño en escribir una. Me latió desde un principio eso de las cartas, sobre todo porque podía mandar emociones, hasta con la pura caligrafía.

La escribí para mi hermana Dorita, que me había dejado en La Cruz para venirse a estudiar la secu en Mazatlán. Seguro la inicié: “Querida Hermana”, le puse dos puntos y, tras decirle que esperaba que estuviera bien, en compañía de los suyos, cosas que nos enseñaron en la primaria y repetía como niño aplicado, aunque yo era de los suyos y no tenía porqué dirigirme con tanta solemnidad, me desbordé en hablarle de cómo estaba nuestro pueblo desde que se había ido, de la producción de guayabas del árbol de nuestro patio, mis juegos de beis, el reparto del periódico, las aventuras del Dolfy,  nuestro perro, mis clases y lo mucho que la extrañaba.

Metí, debidamente doblados,  mis garabatos y emociones  infantiles en un sobre ordinario. En remitente puse mi nombre y me aconsejaron que pusiera “Domicilio Conocido, La Cruz de Elota, Sinaloa” y así lo hice. En el destinatario escribí “Dora Franco Rodríguez, 21 de marzo, 22 ote. Mazatlán, Sinaloa”.

Fui solito al correo, que estaba, como todo en el pueblo, cerca de  casa, y  pedí un timbre aéreo para que la carta llegara más rápido. Me explicaron que costaba un poco más y que de nada servía, porque no había vuelos La Cruz- Mazatlán, y me dieron un timbre ordinario. Le pasé la lengua sobre la zona engomada, ese sabor que nunca se desprende de nuestra vida, le di unos puñetazos para que pegara a la perfección, la deslicé emocionado en la ranura del buzón, y me fui a esperar la respuesta en mi campo de beisbol, donde nos concentrábamos más en los bichitos que aparecían en el terreno tras una lluvia, que en jugar.

Yo creía que la respuesta llegaba rápido, y esa noche de mi primera carta apenas pude dormir. También batallé al día siguiente. Mi inseguridad infantil me reclamaba algún error. No había pasado la prueba y lo dije en clase. La lección se repitió con los mismos elementos, no sin antes ponerme, para mi vergüenza instantánea, de ejemplo, porque yo fui el único de la clase que llevó a la práctica la lección.

Había seguido los pasos puntualmente ¿porqué no había llegado?  La maestra me explicó que las respuestas a las cartas a veces tardan en llegar, que los carteros reciben miles y miles de cartas diario y que eso provoca que no lleguen tan de inmediato a su destino, además de que a veces quien la recibe tarda en dar su respuesta. En pocas palabras, me pidió ser paciente.

Esa noche la tertulia de la banqueta de la casa fue el universo de mi encuesta exprés –otro servicio del correo- para saber cuántas cartas escribían al día mis amigos, los mayores, muy mayores. El resultado de mi indagatoria fue frustrante: primero los dejé perplejos con la pregunta y luego los puse a escarbar en su memoria cuándo había sido la última ocasión que habían escrito una carta. Valiendo… Mejor me fui a dormir, ni me esperé a Chucho el Roto. La maestra me había mentido, pero ni modo de decírselo, a menos que deseara unos reglazos de aquellos.

Tiempos idílicos en los que todo se nos reportaba como nuevo: regresar de la escuela y encontrar una carta para mí sacudió al mundo de mis primeros años; en ese momento entendí que cuando uno escribe no debe ni desesperarle, ni desilusionarle la tardanza en la respuesta. El sobre era aéreo, o sea que si había vuelos de Mazatlán a La Cruz; estaba lleno de corazones, flores y estrellas; no quería dañarlo y usé un cuchillo para sacar de sus tripas las letras, la esmerada caligrafía  y las confesiones de mi hermana.

 La experiencia de leer lo que mi hermana me contaba, cosas que me eran totalmente desconocidas, como  los nombres de sus nuevos compañeros, que no me decían gran cosa, pero que yo imaginaba a través de pequeñas descripciones que me hacía; el patio de su escuela, con cancha de basket, como en Archi, sus nuevos maestros, sus materias y horarios, fue todo un festejo. Una maravilla que me aprendí de memoria.

Hoy en día la gente ya no escribe cartas, solo mails; qué chistoso. Y la gente ya no escribe cartas, porque no tiene tiempo, aunque se la pase enviando mails en un idioma raro. Hoy en día no creo que en las escuelas primarias los maestros o las maestras se molesten en dibujar en el pizarrón un enorme sobre para explicarles a los niños cómo se hace una carta. Hoy no creo que exista gente esperanzada en que el cartero les traiga un maravilloso sobre que al abrirlo despida el perfume que remita a esa noche deliciosa, salga un rizo de ese cabello que acariciamos, una flor seca recordando aquél momento, una caligrafía que hasta parece su tono de hablar y un verdadero beso de su bilet sobre la firma, en la despedida.

José Luis Franco

Lo dice el reportero