Yo vivía en la calle Oasis, entre Nubia y Tebas, en la colonia Clavería. En mi niñez esa calle me resultaba enorme, era mi mundo; el Centro de la ciudad estaba más allá de alguna frontera lejanísima. Allí nos juntábamos varios amigos por las tardes; recuerdo que Carlos, el Güero, era un tipo muy ingenioso y, entre otros juguetes, había inventado un futbolito de madera. Seis palos circulares atravesaban la cancha y en medio de cada palo había sujetado futbolistas de plástico; los palitos de los extremos eran los porteros. Sus dimensiones serían de unos cuarenta por treinta centímetros. Las redes donde entraba el gol eran de tul. Con ese futbolito organizábamos campeonatos de toda la tarde; cuando se lo pedíamos prestado, se negaba, con debida razón pues ya le habíamos destruido un campo de béisbol.
En el pueblo de Tacuba había una especie de feria permanente donde, entre otros juegos, había futbolitos pero de los grandes, con varillas de metal y jugadores de plomo; para que salieran las pelotas, que eran cinco o seis, había que echarle monedas. Aunque Tacuba estaba lejos, pocos amigos y yo hacíamos excursiones hasta allá cuando habíamos reunido algo de dinero para jugar. Algunas veces me llegó a llevar mi padre, pero con él no me gustaba jugar pues, de todas todas, me ganaba, aunque a veces se dejaba ganar. En cambio el tú por tú con mis amigos era como entrar en una hipnosis, en un disturbio de emociones, con la imaginación puesta en algún partido de verdad. Había pasión, pues. Con mi padre era sólo un simple entretenimiento, aunque él tuviera suficiente dinero para jugar muchos partidos y nosotros, los amigos, muy poco, lo cual nos desilusionaba, aunque los escasos partidos que compartíamos eran intensos.
Cuando ya fui a la secundaria, que en realidad era la Prevocacional, una especie de secundaria del Instituto Politécnico Nacional, mi interés por los estudios habían decaído. La Prevo se encontraba en el Casco de Santo Tomás, Frente a la colonia Nueva Santa María, también hacia el norte de la ciudad. Yo buscaba múltiples maneras de no asistir a clases y una de las principales era jugar futbolito. Frente al edificio de la Prevo y a todo su largo había unas bancas de piedra lisa de unos dos metros, tenían una leve curvatura para que las nalgas se pudieran acomodar lo mejor posible. En rigor, era difícil que las muchachas se pudieran sentar, pues la mayoría las ocupábamos jóvenes para jugar futbolito.
En cada extremo de la banca poníamos dos quintos (monedas pequeñas) como porterías, el balón también era un quinto y cada contendiente usaba un veinte (moneda grande). Se jugaba a cinco o a diez goles y había muchachos que retaban para sustituir al que perdía. El veinte, que le pegaba al quinto que era el balón, se impulsaba con el dedo índice catapultado por el pulgar. Uno podía pasarse todo el día de clases jugando a este futbolito. Lo atractivo además era jugar con apuesta. Había jugadores que eran muy hábiles y podían meter un gol de fantasía haciendo girar el quinto, que viajara por la curva del asiento, bajar hacia el centro del extremo opuesto girando y entrar triunfante por un costado entre la portería de los dos quintos. Otros eran los tiros directos cuando el veinte contrario no estorbaba y no había que hacer filigranas.
Cuando el balón se salía de la banca, valía un penalti. Entonces, el jugador que iba a recibir la pena ponía su veinte en medio de la portería y, casi desde la mitad de la cancha, se tiraba el penal. Yo reprobé tres materias en el primero de Prevo y todas las materias en el segundo y fui expulsado a causa del futbolito. Mi padre me dijo que como no quería estudiar, yo me tendría que comprar mis cigarros, mi ropa, mis zapatos y todo lo demás. Mi padre me consiguió trabajo de office boy a mis 15 años.




