Hace algunos años me invitaban a dar cursos a los guías turísticos de Mazatlán. No sé cómo estaba el rollo, pero ellos los ocupaban para actualizar sus licencias y poder chambear; nosotros para obtener un extra.
Había auge de cruceros desde los tiempos gloriosos en que el famoso Crucero del Amor usaba al puerto en sus historias televisivas bañadas de melcocha, que propiciaron el debut internacional de Guillermo Osuna Hi, uno de los actores favoritos de Doña Socorro Astol. Todo esto antes del escalonado trirreinado de Alejandro Higuera, en el que el Chino Osuna Hi fungió como Oficial Mayor efímero en la primera incursión del de La Noria, que puso gran empeño en desterrar los cruceros de gays, y los spring breaks, más tarde los condones en Carnaval y la feria del libro y las artes (Feliart) en la Machado. Turbio personaje que los mazatlecos han elegido en tres ocasiones, récord nacional de estupidez electoral.
La actividad era redituable, de modo que la asistencia era numerosa y variopinta. Nadie quería perderse esos cursos que se hacían en el Archivo Histórico de Mazatlán, con una corta por asistir y cero exigencias, cero evaluación, solo una firma de quienes los impartíamos para que la licencia se renovara.
Hoy, gracias a los empeños de la Secretaría de Turismo de Sinaloa (que acabaron con esta fuente de ingresos para Mazatlán escudados en un rechazo por la violencia, cuando Acapulco y Vallarta los siguen acaparando, aunque no sean precisamente destinos tranquilos, al margen de balaceras, decapitados, encostalados y demás presentaciones de ese monstruo que pisa más fuerte desde que el enano michoacano declaró su guerrita absurda y alocada al narcotráfico) un bolero de la Plazuela Revolución gana más que un guía turístico, que ya no puede cubrir la corta que se les cobraba, y ellos –los boleros– no ocupan cursos ni licencias avaladas por profes universitarios para lustrar calzado, de modo que todos salimos perdiendo.
Los cursos eran la viva imagen de lo que ocurre con la educación en México a todos sus niveles: pura simulación. Cierto, preparábamos nuestras clases, que eran en bloques de cuatro horas, hasta cumplir veinte, en fines de semana, pero la audiencia se veía, en su mayoría, valemadrista y, como chambeaban en el terreno, muchas veces nos despreciaban, cosa que aproveché en una ocasión para jugarles una edificante broma.
- ¿Porqué la explanada Sánchez Taboada del Paseo Claussen se llama Sánchez Taboada, profe Franco?
Me preguntó uno de los asistentes del curso. Le clavé la mirada para ver si no era un buscapiés. Su cara era de crudo, no escondía mala intención sino sed y ganas de irse, pero por si acaso, le solté una información que poco tenía que ver con el personaje de Rodolfo Sánchez Taboada, un expresidente del PRI que nada tenía que ver con la playa, las olas golpeteando los riscos y los audaces que, por unos pesos –si son dólares, mejor– arriesgan la vida lanzándose desde nuestra particular “quebrada”. Se me antojó hacer un discurso mezclando a mi antojo la temporalidad.
- Rodolfo Sánchez Taboada fue un muchacho que vivía aquí en el cerro de la Nevería, cerca del obispado –esperaba una carcajada, que no se produjo, al contrario, todos prestaron atención y, por vez primera, los vi tomar notas–. Según crónicas de Amado Nervo, que trabajaba para El Correo de la Tarde, Rodolfo era un muchacho agradable, corpulento, muy moreno, bien parecido, deportista, que tocaba la guitarra y, además, con una voz magnífica, según mejor que la de Pedro Infante, al que le faltaban años por nacer en la calle Constitución. Rodolfo era un nadador y clavadista sensacional. Diario iba y venía de la Playa Norte a la Isla de en medio y para relajarse e irse a descansar, se echaba sus clavados en la Glorieta que Claussen mandó hacer. En un principio lo hacía por su cuenta, de puro gusto, pero luego se corrió la voz de su temeridad y la gente empezó a reunirse para verlo y empezaron a lloverle los centavos.
Hice una pausa para examinar si no habían detectado que contaba mentiras, bebí media botella de agua mientras, pero nada, todos estaban expectantes, seguí:
- A Rodolfo esto le pareció mejor que la cantada y la nadada. No abandonó la primera, que le permitía conquistar a las mujeres más guapas de su época, a las que llevaba a que se bañaran en refajo en la Playa Norte, les cantaba canciones bonitas y, con el cuento de la guitarrita, les bajaba esos refajos húmedos…
- Perdón, profe –interrumpió uno e imaginé lo peor.
- Dime…
- Disculpe, refajos ¿con qué ge va?
- Con la de José, no con la de gato ¿puedo proseguir?
- Perdone.
- Péreme profe –intervino otro con cara de urgencia de un clamato con cerveza, viejo picarón que quería hacerse el gracioso– ¿y se las dejaba caimán?
Guardé silencio hasta que se apaciguó la carcajada general y continué sereno, como si no ocupara por igual un clamato con chela.
- Me quedé en que bajaban los refajos húmedos… Rodolfo, que dejó la natación y se dedicó en cuerpo y alma a la guitarra, la cantada, a los clavados y a los refajos que también le servían para eso, empezó a engordar: dos clavados al día, más los extras, no eran suficientes para mantener su condición física. Así, un mal día, Rodolfo, pasadito de peso, algo lento, presionado por el embarazo de tres de sus conquistas, decidió innovar su acto haciéndolo nocturno, con dos antorchas que en una noche sin luna en Mazatlán descendieron al rompeolas. No había mucha gente, pero si las tres embarazadas, que sin saber que compartían semilla, dedicaron buenas horas, al lado de policías y salvavidas, en buscar el cuerpo que más tarde copiaría Elvis en Las Vegas, antes de morir.
Nada del clavadista moreno que antes nadaba. Un pueblo entero de luto por su primer clavadista muerto en el ejercicio del deber. Las tres muchachas se quedaron con sus panzas, más los pesos y dólares recaudados y la explanada se llamó en su honor Rodolfo Sánchez Taboada.
Como dicen las crónicas hechas de lugares comunes, los aplausos no se hicieron esperar. Los recibí con un encontronazo entre la modestia y el arrepentimiento. El segundo hizo su parte y conté, antes de salir de clase, disculpándome, la vera historia de eso del presidente del PRI y demás ñáñaras. De güeva pura. Decepcioné, pero a fin de cuentas me reconcilié al firmar sus créditos del curso.
- Yo les contaré a los gringos la historia del clavadista, eso del priista que ni de aquí era, vale madre –me confesaron varios.
Al salir, tuve la epifanía de que Rodolfo Sánchez Taboada no se lanzó con las antorchas aquella noche oscura de Mazatlán, y que escapó en un crucero que salía esa misma noche en que le habían avisado que había una cuarta muchacha esperando un bebé clavadista.




