Hacia mediados de agosto de 1968, cerca del IPN de Zacatenco, fui detenido por los granaderos que salieron fotografiados en la portada de Life dedicada al movimiento estudiantil de ese año. En el carro de unos amigos, que me daban un aventón, fuimos detenidos. Llevaba yo un paquete de volantes donde se hablaba de la represión por parte de los “gorilas” (así los mencionaba la octavilla); cuando, registrando el automóvil, un granadero encontró el paquete, lo rompió y lanzó al cielo un puñado de volantes con el grito de “¡comunistas!”.
A mí me subieron precisamente en el camión de Life, entre una veintena de granaderos. A mis 19 años, usaba yo una barba muy rala y una greña moderada; los dos policías que me custodiaban se entretenían quemándome con cigarrillos la barba y el cabello, insultándome. No sabía yo dónde habían ido a dar mis dos amigos. De pronto, llegó un agente de civil (judicial, tal vez) y dijo “tráiganse a ese” (o sea yo); me llevaron al auto en el que veníamos. Me subieron en la parte de atrás, a cada uno de mis lados iba un ganadero, manejaba otro y el agente de civil de copiloto.
Se encaminaron hacia el norte por Insurgentes, pasamos Indios Verdes y enfilaron por la carretera hacia Veracruz. Ya en plena carretera, el judicial se encargó de irme interrogando mientras los granaderos se encargaban de tundirme a golpes; yo, en rigor, no tenía nada que declarar, pues el paquete de propaganda me lo había dado un amigo que se lo había dado otro amigo de una organización que se llamaba Poder Popular, de la cual nunca supe su existencia. Así que yo permanecía silencioso ante el complicado cuestionario que me hacía el judicial. Cuando éste me dijo que me iban a matar y a tirar por la cuneta, dejé de sentir los golpes, como si de pronto ya no existiera. Su dicho fue apuntalado por el granadero de la derecha, quien me puso una pistola en la sien, cortando cartucho, esto lo hicieron varias veces.
Entonces, les dio por leer el volante en voz alta y cada vez que el texto aludía con agresión a la fuerza pública, me pegaban y contradecían el texto. De pronto, el de civil me dijo “habla, cabrón”; lo único que atiné a decir fue “tienen razón”. La respuesta fue un golpanazo en la cara por parte del granadero de la izquierda, quien me dijo “cállate”. En eso estaban, cuando se nos emparejó un automóvil del Ejército y un militar oficial les gritó que a dónde me llevaban; el granadero que manejaba le gritó que a darme una calentadita y el militar les ordenó que ya me llevaran a la delegación de Lindavista.
Así que desandamos el camino y, ya cerca de la delegación, me llevaron a una casa vacía donde, poniéndome en la frente volantes mojados en agua, intentaban que se me detuviera la hemorragia de la nariz. Al fin me llevaron a la delegación. Las celdas estaban llenas; así que a un buen número de nosotros (unos 700) nos tenían en las oficinas. Cada cierto tiempo salía un policía y decía, por ejemplo, “Para el Campo Militar Número Uno”, “Para Santa Martha Acatitla”, “Para Lecumberri” y leía una lista de 60 jóvenes. Varios al escuchar su nombre, en especial cuando era para el Campo Militar o para Santa Martha, se desmayaban, pero de cualquier modo se los llevaban.
De pronto, el policía dijo “Para La Vaquita” y ahí venía el nombre de Samperio Gómez Luis Guillermo. Al llegar a esa cárcel, supimos que era destinada a prostitutas y homosexuales, a los cuales hacinaron en una celda y, en la otra, a nosotros. Teníamos horarios distintos para salir al patio, así que varios jotos y putas iban a declararnos su solidaridad, diciéndonos que iba a hacer proselitismo con sus clientes. Cuando nosotros salíamos al patio, nos poníamos a jugar futbol con retadoras de seis en seis; así se pasaba el tiempo. Mi equipo ganó el campeonato mundial de “La Vaquita”.




