La sala oliendo a rutina y nosotros, como los muebles, los cuadros en la pared, las plantas, las figuritas de porcelana, de cerámica, de barro, las fotos de niños, de novios, de boda, distribuidos exactamente igual que hace ocho años: tú con tu tejido en la mecedora que compramos en nuestra primera Navidad juntos y yo con el periódico en el sillón que siempre ha sido mi favorito, la televisión en un programa de concursos, sin que nadie la vea, las mismas lámparas encendidas: una para tu tejido, otra para mi lectura. Todo igual y tú y yo pareciendo muebles en medio de toda esa pulcritud.
No hay nada mal puesto. El cenicero colocado estratégicamente para que sin despegar la mirada de la noticia pueda sacudir el cigarrillo y no ensuciar la alfombra, el teléfono tan cerca de ti que no tienes que verte obligada a calzarte las pantuflas para levantarte a contestarlo y atender una llamada equivocada mientras mantienes las piernas encogidas en la mecedora. Todo en orden. Tú haces una pregunta, yo la contesto, quizá no se qué has preguntado, quizá no has recibido la respuesta que esperabas, pero así está bien, así no se rompe el orden, porque el orden es muy importante en nuestras vidas, que no son aburridas, sólo ordenadas.
Dejas el tejido y te quitas los lentes, sé que me miras y para esto no necesito despegar la vista de un artículo que me importa poco. Cuando te has puesto las pantuflas aflojas el sostén y el sonido apenas perceptible que se escapa cuando deshaces el broche me dice que ésta es una noche de viernes y que hay que hacer el amor. Enciendo un cigarrillo y te miro de pies a cabeza con la misma intención pícara que te sedujera desde la primera vez, aunque ahora sólo sea un gesto estudiado. Sonríes, me rozas la frente con los dedos, los metes en mi pelo y me das un beso, con la otra mano atenta a que tu bata no se abra y descubra, ahí en la sala, tus pechos desnudos que me estás diciendo lo están porque distraídamente me enseñas el sostén. Voy a la recámara, me dices, y yo me quedo espiando con una imaginación fabricada por la costumbre lo que haces allá: Entras, te sueltas el cabello y dejas el sostén en el cesto de la ropa sucia, destiendes la cama doblando pulcramente la colcha. Restiras a la perfección las nuevas sábanas, cambias el cobertor verde por el azul, que es el que me gusta, juntas las almohadas y haces un par de dobladillos en los tendidos, uno para que tú te acuestes por el lado izquierdo y el otro para que yo entre por el derecho. Apagas la luz del techo y dejas encendida únicamente la de la lamparita del tocador. Tomas tus cremas, humedeces tus piernas, los codos, los brazos, te limpias la cara. Después viene la paciente labor de cepillarte cien veces la cabellera, cien veces y nada más, pero nada menos. Das unos toques de loción a la parte interna de tus orejas, en el cuello, debajo de los senos, hecho esto te quitas las pantaletas y cambias de bata, la que traías era propia para la sala, pero poco sensual para la recámara, esa en cambio es rosa, corta, escotada, transparente, te va bien, lo dice el espejo. Cual encargada de limpieza, ya que has dejado las pantaletas en la ropa sucia y la otra bata en el ropero, revisas la habitación con ojo crítico para convencerte de que todo está en orden. Enciendes un palillo de incienso y sonríes satisfecha. Todo en orden. Pasas al baño a cepillarte los dientes, las gotas en los ojos, y llegas de regreso a la sala, solo que ahora sobre unas zapatillas blancas de tacón bajo y con la bata corta que transparenta tus encantos, que han mermado un poco a pesar de tus esfuerzos en el gimnasio por mantenerlos tal cual estaban al casarnos. Dices que vas a la cocina para que note que estas dispuesta y yo me levanto, apago la televisión y las lámparas y doblo el periódico para ir a arrojarlo al bote de la basura. Al llegar a ella, encuentro la recámara como todos los viernes: esplendorosa, con buen aroma, discreta iluminación y mi pijama sobre la cama.
Aunque me extraña mi deseo de hacer el amor con música, pongo un disco. Me desvisto a puerta cerrada con toda calma y repaso lo que a continuación debe venir: un poco de poco atrevido jugueteo, un poco de besos con sabor gastado, un poco de sexo domesticado para llegar al aburrimiento disfrazado en tu mirar al techo y mi fumar luego que contesto con un aja tu pregunta sobre mi satisfacción y enseguida al sueño para despertar con el olor a desayuno y el eterno ¿cómo durmió mi amorcito? Así está bien, así es el orden.
Me siento en la cama. Aun no transcurren los clásicos quince minutos que siempre tardas en regresar de la cocina. No sé qué harás allá, tal vez únicamente tiempo para que yo, con toda calma, me quite zapatos y calcetines y deje estos en el cesto de la ropa sucia y aquellos en su sitio establecido y luego me despoje de los pantalones y la camisa para ponerlos en un gancho de madera y vuelen al cesto los calzoncillos hasta quedar como manda el ritual, es decir, semidesnudo, con la parte inferior del pijama como única prenda. Esperándote en la recámara oliendo a rutina y no entiendo porqué el olor no está en toda su intensidad. La música da la diferencia.
La puerta se abre en un delicado quejido que otra vez me recuerda la pospuesta compra de aceite y apareces radiante, con vestigios de la lejana noche de bodas en la sonrisa, que se detiene en seco para dar cabida a la sorpresa, al desánimo, a la decepción, y tu mirar brincoteando por los rincones tras ese algo que hace todo diferente. Tu expresión de mujer destrozada me conmueve. Caminas como resentida por un golpe brutal, atontada, y te arrojas en la cama llorando, sin importarte fallar al guión establecido de apagar la lamparita del tocador y quitarte la bata en la oscuridad para meterte en los tendidos totalmente desnuda y decidida, pero ahora lloras y sin venir al caso me recriminas que te engaño, que te soy infiel y yo comprendo todo, veo (oigo) mi error, pero lo ignoro porque me excita el cambio y voy en busca de tus pechos de apetitosa aureola, sin que me puedan detener tus puñetazos, tus, gritos, tu berrinche, tus agravios, tus reproches, ricos tus pechos dentro de la tempestad que obliga a que los pezones se endurezcan y tu aroma animal me proponga nuevos rumbos por explorar y empiezo a acariciar tus piernas, que encuentro más tersas y deseables, aunque las sacudas como niña en pataleta extrema y me grites, rasgándome con tus uñas, ¡aléjate, puerco, quita tus manos de encima, degenerado! aunque sea mi boca la que está buscándote para meterme en ti vuelto lengua, como nunca, y tu vas girando el desenfreno, el encono, la indignación, encauzando a una nueva conveniencia las sacudidas, soltando lastre, dejándote flotar, transformándote, y adquieres una personalidad que nos enerva y, aunque sollozas, me obligas a girar para dar contigo y te arranco la bata y me rompes el pijama y me buscas como jamás lo habías hecho, con ese fuego que siempre había necesitado y antes de meternos en nuestras bocas sueltas un porqué que más que reproche parece un ardiente jadeo y nos entregamos a plenitud; sin saltarnos páginas que antes parecían inadecuadas. Sin dejar un pedazo de piel sin lamer, sin mordisquear, sin pensar en que esa danza con coro de gemidos pueda parecer grotesca ante la mirada de la luz de la lamparita del tocador que me concede el privilegio de ver tus mejillas ardiendo, tus mandíbulas tiritando, tus ojos desfalleciendo.
Desfallecientes.
La noche nos une. Algo se ha roto y hay miedo y el miedo trae otra vez excitación y esta trae olvido y el olvido trae a la noche y la noche a la cama y la cama al viernes y el viernes a la costumbre de hacer el amor y con el hacer el amor fuera de la costumbre se arrastran las horas ignoradas y el ignorar a las horas trae a la madrugada y la madrugada al recuerdo común de tus palabras reprochándome una infidelidad y el reproche vuelto anécdota me obliga a bromear qué te ha gustado más, si la música o el baile y tu risa que parece escapar de una larga condena me dice, mientras rebota feliz por las paredes de la habitación, que nunca más vamos a ser unos muebles. Me levanto y pongo otra vez el mismo disco. Mi miras con malicia en lo que apago la lamparita del tocador para que sea sólo la luz del amanecer la que ilumine tu cuerpo. Te estiras en la cama y me propones pasar el día acostados. Ya no huele a rutina. Otra vez estás riendo. Si, estás riendo.




