Hace días perdí en alguna cantina
La mitad de mi alma, más el quince de propina
(La Quinta Estación)
Aunque sé que habrá muchos a los que se les erice la piel al leer esto, pero a mi juicio la cantina define rasgos de la cultura de un pueblo. Para respaldar esta aseveración sobran ejemplos. Si digo pulque uno inmediatamente pensará en cantinas marginales de la Ciudad de México. Si hablo de tequila, puede ser que hasta se haga una representación mental de una escena en la que Pedro Infante está ante una botella con la mirada plena de melancolía por una ingrata que se fue. Decir mezcal es remitirnos a Oaxaca; charanda, a Michoacán; bacanora –y en este caso hasta salta la rima-, a Sonora; Sotol, a Chihuahua. En fin, creo que esos guaruras son más que suficientes para proteger mi ocurrencia.
Es probable que en un intento por desarmar estos criterios se objete que hago referencia a productos etílicos regionales, no a cantinas, pero ¿Cómo se llama el sitio donde se socializan esos productos? ¿dónde se colectivizan y provocan reacciones, emociones, sensaciones que tras un somero análisis se concluye que son dignas de una novela, de una obra de teatro, de una coreografía, de una ópera? Sobra decir el nombre.
Una de las cantinas más populares de la caricatura mexicana es, sin lugar a dudas “La hija de la Traviata”. Ubicada en el celebérrimo poblado de San Garabato, es producto del ingenio de Eduardo del Rio, mejor conocido como “Rius”. En ella se confabulaban el profe Gumaro y Nopalzin, ante babosos tarros de pulque, contra el sistema. El nombre de la cantina es genial. Si se tiene el referente de que “La traviata” de la ópera era una mujer de la vida galante, dijeran los eufemísticos, se deduce, entonces que la cantina de Rius llevaba por nombre “la hija de puta”, y aquí dejamos fuera a los eufemísticos para que tenga más sabor la conclusión.
Cuando compré “Conversación en La Catedral”, de Mario Vargas Llosa tuve mis reservas para iniciar su lectura. El peruano –ahora nacionalizado español- es un mago en el manejo de la ficción. Su prosa al servicio de la imaginación es un manjar que no nos hartamos de degustar, pero que abominamos cuando la usa para analizar la realidad. Pensé que del Leoncio Prado, el Colegio Militar de “La Ciudad y los Perros” me iba a llevar a una larga catequización, y de solo pensarlo me frenaba a leerlo. Me encantaba su portada: dos vasos de cerveza en una mesa llena de colillas apachurradas, más no me era suficiente seducción. Bastó que leyera una declaración de Vargas Llosa: “si tuviera que salvar del fuego una sola de las (novelas) que he escrito, salvaría ésta”, para que descubriera que La Catedral es una cantina en la que el periodista Santiago Zavala (Zavalita) y Ambrosio (el zambo) piden dos cervezas cristal bien heladas para iniciar una conversación que derivaría en una novela deslumbrante.
¿Y qué decir de “Los Recuerdos del Porvenir”, esa genial novela de Elena Garro que debe su nombre a una pulquería que se llamaba exactamente así? Con un pulque olvidas tu pasado, pero recuerdas lo que viene. Así de fácil.
Todos mis amigos que han ido a Cuba me presumen haber hecho el tour Hemingway, que consiste en tomarse unos mojitos en “La Bodeguita del Medio” y de ahí a “La Floridita”, por unos daikiris, misma ruta cantinera que seguía el autor de “El viejo y el mar” en sus noches habaneras, antes de irse a dormir a su casa, llamada Finca La Vigía, en donde además de escribir sus grandes obras, se dedicaba a practicar boxeo o beisbol con los muchachos del barrio o a nadar en su alberca, donde estuvieron importantes personalidades de la época. En una biografía de Hemingway leí que se acercó una mañana al mozo que limpiaba la alberca para decirle:
-Si quieres prueba esa agua, anoche estuvo ahí desnuda Ava Garner.
En todos los países del mundo hay cantinas que se destacan por las personas que las frecuentan. La mayoría son de corte popular, donde habita el pueblo. En mis viajes a Caracas suelo frecuentar “El Gran Café”, donde nunca he pedido un capuchino, pero siempre una Polar. Era el sitio al que iba Gabriel García Márquez en sus años de periodista y en sus paredes hay una nota de consumo por no recuerdo cuántas cervezas, con su firma, debidamente enmarcada. Seguro no tenía con qué pagar y seguro que lo que me jalaba ir a ese sitio era el parecerme en algo al colombiano que todos queremos por lo que escribe.
Dicen que si Kafka hubiera nacido en México sería considerado un escritor costumbrista, y vaya que si no. La primera cantina en México se ubica en el mismo sitio en el que estuvo la Real y Pontificia Universidad de México. Esta cantina, conocida con el fascinante nombre de “El Nivel” –“vamos a agarrar nivel, compa”- goza el privilegio de contar con permiso de alcoholes número uno, otorgado por Antonio López de Santa Ana y cuéntase que tiene un reloj de pared que funciona al revés y que por su barra, a lo largo de sus 152 años de existencia, han pasado todos los presidentes de México, con una excepción: Vicente Fox. Sobran los comentarios.
A mi amigo José de la Colina, Premio Mazatlán de Literatura en el 2002, le encanta ir a la ópera. Cierto, es un personaje muy culto, cuentista excepcional, ensayista tan preciso como desenfadado, gran charlador, pero la ópera que él frecuenta es en realidad la cantina denominada así.
-Ahí –me dice, como para que me atreva a hacer una expedición inmediata- te encuentras más colegas que en una presentación de libro.
En “La Ópera” -que antes fue una pastelería-, además de periodistas y artistas, uno puede encontrar en su techo una leyenda: un agujero destacado con un círculo negro. La famosa bala de Pancho Villa que entró en la cantina con todo y caballo. Muchos dicen que eso es un mito, pero es parte del atractivo. Como si aquí se hiciera una cantina en “El Patio Andaluz”, del Hotel Belmar y se destacaran las balas que dejó en sus paredes “El Gitano”, al asesinar a Loaiza.
Ya que hago referencia a lo local, desde hace dos años una cantina ha marcado la pauta en el Centro Histórico mazatleco y varias son las causas para que se produzca esto. Primero: como en “El Nivel” y su reloj que marcha hacia atrás, en sus paredes parece detenerse el tiempo. Un decorado barroco con cientos de carteles de corridas, fotos de toreros, pinturas referentes a la fiesta brava, un traje de luces en una vitrina, cuatro cabezas de toros entre las que destaca la de “Como ves”, un bicho de más de 700 kilos, que fue “pegado” en Jalisco por “Los Forcados Mazatlecos”, nos remite a otro tiempo. Como en el caso de “La Ópera”, en ese sitio se ubicó “La Fama”, que era un sitio famoso por sus pasteles. Sus meseros son hombres que arriesgan la vida en el ruedo y es común verlos atender con hematomas, fracturas, lesiones que les deja una actividad por la que no cobran un centavo.
El sitio lleva por nombre “La Tertulia” y tiene un poderoso imán para los universitarios, alumnos del centro municipal de las artes, pintores, esculturas vivas, fotógrafos, periodistas, defensores de los animales, poetas, músicos, bailarines, payasos estrafalarios que hacen figuras con globos, ecologistas, escritores, toreros, rejoneadores, políticos, mujeres bellas, profesionistas. El lugar se ha convertido en una especie de pueblo en el que todo gira en torno a la fiesta taurina, aunque cada parroquiano o parroquiana traiga su tema.
Las cantinas son eso, un lugar de encuentro y de diversidad de ideas. Perdón si me acerqué a la definición de universidad, pero ya ven ustedes que “El Nivel” está en el sitio que ocupaba la Real y Pontificia Universidad de México.




