Juan Rulfo: la negación de uno mismo

José Luis Franco

22/09/2013 - 12:01 am

Cuando niño, en La Cruz, mi abuela y la Chagüita (que era mi tía y nunca me permitió llamarle así, porque le tenía terror a que la gente supiera su edad, de esa manera se negaba) sacaban sillas a la banqueta para escuchar en la fresca, a través de la W, La voz de la América Latina desde México, las andanzas de Chucho el Roto, con la voz de Manuel López Ochoa. Quien fuera llegando de los contertulios tenía derecho a sacar su silla. Siempre eran varios, Dolfy, mi perro, y yo, los inevitables.

En aquellos años la energía eléctrica en el pueblo no daba para gran cosa, de modo que las luminarias en las calles eran el equivalente a cachimbas que apenas silueteaban a quienes pasaban por la acera de enfrente, anunciados por los ladridos del perro e inmediatamente reconocibles por el saludo, el silbido o el ruido al caminar:

-Buenas noches, fulanita.

-Buena nochi...

En lo que se perdían tras el velo plenamente oscuro,  salían los comentarios que nos hacían ostentar con avergonzado orgullo (no a nuestra banqueta, sino al pueblo en general) el mote de La Caldera del Diablo, que era una serie gringa cuyo argumento se reducía a lo que en buen castellano llamamos Pueblo Chico, Infierno Grande.

-Ya supieron que se le casa la hija porque se comió la torta antes del recreo… a ese, el hijo le salió una bala… esa siempre se ha creído de sangre azul, seguro se le va a ir el tren.

Y yo, que era un niño, me quedaba alarmado con ese asunto de comerme una torta antes del recreo, o de convertirme en bala y acabar en un rifle o en una pistola, o de encontrarme a una mujer que sangrara en azul y que fuera tan pendeja que no supiera cuando llegaba el tren, con tremendos pitidos,  cerquita de todos. Pero no decía nada. Solo escuchaba.

No son pocos los que alardean que aprendieron más en la calle que en la escuela; yo aprendí tanto en aquella banqueta que cuando leí a Juan Rulfo ya había vivido sus libros. Sus personajes me recordaban a esas siluetas que aparecían de las cachimbas; sus historias, su desesperanza, sus rencores, la envidia. A veces creo que eso de “me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”, lo escuché ahí en esa banqueta sumida en la penumbra. Además, también recordé el tiempo en que volábamos papalotes, y asumí el consejo de nunca tomar lo ajeno para que no se pudriera en mis riñones la sangre que mis padres me dieron.

Muchos años después de aquellas tertulias en la banqueta de mi casa de La Cruz, de mis primeras lecturas de Pedro Páramo y El Llano en Llamas,  en Mazatlán, cuando me preguntaba por qué no había escrito más, que porqué se negaba a sí mismo,  me reencontré en la FIL a una amiga de mis tiempos de estudiante en Guadalajara. Nos reconocimos por la magia de aquellas cachimbas que vislumbraban las polvorientas calles de mis primeras memorias. Éramos siluetas desdibujadas de lo que habíamos sido.

Ella, en nuestros tiempos universitarios una bailaora de flamenco, cabello largo, ojos tapatíos, cual debe ser, pómulos enérgicos, nariz de respingo, boca jugosa que por azares del destino, en complicidad con mi timidez, nunca supe a qué fruta sabía, pocillo en la barbilla, el cuerpo perfecto para la actividad,  que alguna vez vi en el escenario del Teatro Degollado con su peineta y flores en el cabello, su vestido de lunares, su mantón, sus crótalos en las manos, los zapatos quejumbrosos azotando el tablao, entregada a la guitarra, al cante hondo que canta las alegrías con una tristeza desgarradora. A su vez, ella también me acompañó para verme jugar algunos partidos de basketbol.

Ocupamos una mesa en el área de fumar de la sección de alimentos y bebidas de la Fil. Me dijo en ese reencuentro que una rodilla le había hecho una mala jugada y que del flamenco ya ni clases, pero que lo seguía llevando en la sangre.

-Es como una maldición gitana –dijo, ya no envuelta en el mantón, sino en una carcajada hija de la nostalgia.

Se le había olvidado que yo jugué en aquellos tiempos basquetbol, y qué bueno, no quise desempolvarle el tema, y me dijo que tenía tres hijos, dos mujeres, y el menor, de 17, que quería ser escritor y que se le había perdido en uno de los pasillos de la Feria.

-Seguro que ahí anda, en busca de consagrados que le den consejos, o que por lo menos le firmen un libro; está obsesionado con eso, puede ser que como a su padre no le gusta a él le encanta.

-Bueno –le dije–, a lo mejor tienes un Kafka en potencia –algo en su expresión me exigió corregir el rumbo–, o un Juan Rulfo.

Era 1996, Rulfo había muerto el 7 de enero de 10 años antes,  y la Fil le rendía un homenaje permanente. Creí hacerle la tarde. Sus ojos se iluminaron como cuando sacaba un 10, que era MB, en la universidad.

-¿Sabes que yo conocí a Juan Rulfo? –me dijo–. Él iba saliendo y yo entrando a la cafetería del Hotel del Parque ¿lo recuerdas? El que está frente a las oficinas de la UdeG.  Era él, te lo juro, yo no soy gran lectora, pero no conocer a Rulfo es un pecado capital. Él también me vio, casi chocamos. Era un señor rosita, rosita, pequeño, bien vestido, su pelito blanco bien peinado, grandes anteojos oscuros, lo había visto mil veces en periódicos y revistas, en la tele. Era él. Nos quedamos como si uno de los dos dijera al otro me deja entrar o me deja salir y yo le dije ¿es usted Juan Rulfo? ¿y qué crees? Me miró a través de los anteojos con una mirada que, la neta, me penetró, yo ni tenía hijos, eso fue como en el 83, 84, todavía bailaba, pues el muy cabrón me dijo, escabulléndose.

-No, señorita, no soy ese señor Juan Rulfo con el que me confunde.

-¡Era él, no tengo duda! ¡Se negó a sí mismo, el desgraciado! ¿Sabes lo que eso significa?

Y volví a recordar aquellas luminarias tristes que, como cachimbas, iluminaban las calles de mi infancia en La Cruz, los ladridos de mi perro, las siluetas al fondo.

Cualquiera se puede negar si escoge de morada  la penumbra.

José Luis Franco

Lo dice el reportero