Sobre peleas y reproches

Gabriela / En el punto G

09/11/2013 - 12:00 am

Hay una tendencia, no sólo en las relaciones amorosas sino también en general, a eludir las confrontaciones. Y es algo en lo que las mujeres somos expertas: "no lo voy a enfadar para no perderlo". Si se puede evitar una discusión ¿para qué tenerla? Bueno, yo desde aquí me declaro completamente en contra de esta estupidez.

En primer lugar, porque la vida sin discusiones es un aburrimiento. ¿Te vas a pasar 30 años hablando de lunas y estrellas? Puaj. Tener puntos de vista distintos, defenderlos con ahínco y contradecir al oponente es un placer. Necesitamos morder de vez en cuando y es inevitable que haya cosas de nuestra pareja que nos molesten. Amor verdadero es poder decirle al príncipe azul cuánto me molesta su pelo rubio, que deje esos modales tan ficticios y se calle con tanta palabrería que quiero dormir.

Personalmente creo que hasta que no tienes una discusión, la relación no está totalmente consolidada. Hasta el momento eres esa criatura agradable, inteligente, sexy y pacífica; pero cuando llega la discusión - ¡oh señor, píllanos confesados! - cuando llega la discusión se libera la bestia.

Es una regla que aplico no sólo con las parejas, también con los amigos: si algo te molesta, dilo. ¡Callarlo es peor! ¿No nos damos cuenta de que si no decimos lo que nos molesta terminamos teniendo una bronca monumental porque alguien no fregó un vaso? ¡Welcome, reproches!

En una pareja debe haber sinceridad total para hablar y en una discusión todo debe estar permitido, sólo un consejo: no mentar a la madre de nadie.

Porque ése es el instante más importante de una discusión: saber cuándo callar. Generalmente es justo después del primer portazo, de la primera ofensa o el primer grito. En mi opinión, ése es el momento de retirarnos a nuestras esquinas, recoger a los heridos y volver más tarde con nuestro corazón semimagullado a pactar una tregua. Lloramos juntos y decimos “lo siento”, nos besamos y hacemos el amor en el sofá. Tablas y hasta el próximo encuentro.

Sin embargo, el ser humano no conoce límites y… después de ese primer mordisco nos podemos quedar con hambre.

Entonces, deja de importar por qué discutimos y cuánto nos amamos. Todo lo que quieres es hacerle daño. La bestia se descontrola y deseamos ver sangre y lágrimas; saltamos voluntariamente a la yugular porque queremos ver a nuestra víctima derrotada y llorando. ¿Por qué mentir y decir más tarde que no pretendías herir, que no sabías, que fue el calentón del momento? Es un instinto momentáneo, pero no por ello menos voluntario. Requiere un esfuerzo hercúleo admitir que quisimos lastimar, pero lo cierto es que así es y todo el poder que teníamos para causar placer y felicidad lo usamos para infringir dolor. Le echas en cara aquello por lo que le consolabas hace dos días y escogemos a conciencia la palabra más dolorosa para clavarla directamente en el corazón.

Lo peor es que cuando salimos de ese trance nos damos cuenta de que sí. Lo hemos conseguido y el ser al que amabas con tu vida ahora se retuerce con la marca de tus dientes en su cuello y tú te arrastras hasta el mueble más cercano con las piernas rotas.

Poco habremos conseguido y más bien lloramos en la ducha o dormimos en el sofá porque le dije que era un fracasado que nunca iba a llegar a nada y él me respondió que era una frígida incapaz de dar amor.

 ¿Cómo superarlo? No se puede. El daño ya está hecho y hay que vivir tanto con lo que dijiste como con lo que te dijo; quizás, si eres sabio, aprendas. Ojalá nunca lleguen a ese punto. Pero si no lo pueden evitar y terminan clavándose las garras en un abrazo mortal, les deseo entonces capacidad para perdonar.

Gabriela / En el punto G

Lo dice el reportero