Durante siglos, la soledad se ha suplido por diversas compañías que no son humanas, o que provienen de lo sobrenatural, o en dependencia con algún sentimiento retorcido. En lo más antiguo, era natural poblar las habitaciones de fantasmas, de personas que estuvieron cerca, para bien o para mal, del solitario, o procreaban animales fantásticos, como dragones y medusas. Más adelante, cuando empezaron a fundarse los villorrios, era propicio espiar a los colonos vecinos y llevar una bitácora de sus malignas conductas; entonces, el ermitaño dejaba anónimos moralistas en los buzones, o hacía llegar denuncias a los burgomaestres, o calumnias al cónyuge cornudo. Muchas veces, este vigilante obtuso, más bien se sentía vigilado por sus denunciados y no era insólito para la comunidad, descubrirlo un día ahorcado de un árbol, bajo la duda colectiva del suicidio o un ajuste de cuentas. De cualquier modo, la desaparición del solitario mentecato, por los rincones de las casas, era bien vista.
Cuando las ciudades fueron creciendo, además de proseguir el solitario sobrenatural y fantástico y el espía denunciante, fue común que la soledad se empezara a poblar de animales domésticos. Primero fueron cabras y gallos (guajolotes y gallinas), o serpientes enormes y salamandras, dependiendo de la circunstancia geográfica. Luego, se impondrían los perros y los gatos, lo cual es más común hoy en día. Van desde los ancianos que se dedican a recoger, y a salvaguardar la vida y los derechos de caninos y gatunos, hasta los que simplemente viven con una docena de ellos, en el caso de los perros, o más de dos docenas, tratándose de los felinos.
Por lo regular, los vecinos nunca han sabido qué tipo de relaciones han mantenido los solitarios, mujeres u hombres, con serpientes, salamandras, cabras, gallinas, gatos y perros. Aventuran ideas como la de que forman una familia con las bestias, entablan la simple compañía, dialogan con ellas, tiene vínculos turbios y perversos, les hacen funerales, los entierran y guardan fotografías de los difuntos. De cualquier modo, los vecinos llegan a sentirse perturbados, pues notan que el ermitaño le da un sitio más importante a los animales que a las personas, y se sienten ofendidos, devaluados, y no falta que en grupitos comenten que el vecindario podría ser generoso con el solitario. Hasta le ofrecen cordialidades que el solitario desprecia, o no entiende, y no es extraño que los más ofendidos envenenen, entre las sombras, a miembros de la familia bestial. La soledad seguirá poblada por animales y no por vecinos.
Es tan entrañable la relación entre el ermitaño y sus protegidos, partners dirían en EU, que se han dado casos extraordinarios. Hace poco falleció, en Palm Beach, Florida, el alemán Hans Suskind, de 90 años, retirado, quien llegó a territorio estadounidense, durante la 2da. Guerra Mundial, habiendo sido juez en su país de origen. Durante muchos años vendió especias y agua de colonia para la compañía Watkins y nunca se le conocieron familiares, a no ser los gatos, tanto en Indianapolis, como en la ciudad de Okeechobee. Al final de su vida, cohabitaba con más de cuarenta gatos, teniendo cada uno su nombre. La enfermera que lo visitaba de forma regular, Robin Reinhart, comentó que Hans recordaba el nombre de todos, aunque olvidara los horarios en que debía tomar sus medicamentos. Ella misma explicó que los misteriosos cheques que recibía, mes tras mes, desde Alemania, correspondían a una pensión, y le confió que, a su muerte, heredaría sus ahorros a los gatos de un albergue que Suskind fundó. Lo que ni ella ni los vecinos supusieron, fue la cantidad que dejó a los gatos callejeros de Palm Beach: 250 mil dólares, unos dos millones de pesos. El alcalde de Okeechobee, Robert Kennedy, mandó a hacer una lápida para el señor Hans, en donde hay una estatua de un gato encaramándose.
Por otro lado, cuando la escritora mexicana Nelly Campobello desapareció de su casa de la Plaza de la República, nadie supo qué sucedió con la veintena de gatos que la acompañaban. También en EU, un perro Akita, de 45 kilos de peso, de nombre César, fue sentenciadoa muerte, debido a que atacó a dos niños y a un cartero, quienes fueron hospitalizados. Su dueño, Jerome Selmer, interpuso un amparo, solicitando que se le extrajeran los dientes a César, lo castraran o que lo atendiera un psicoanalista canino. Los funcionarios de salud argumentaron que la única manera de garantizar la paz del vecindario era matarlo. La sentencia está en el aire.




