Entre fiestas y nubarrones (Primera parte)

Guillermo Samperio

21/12/2013 - 12:00 am

Como a la edad de los 35 años, es decir como en 1983 (las fechas pueden varias por un año mínimo), dejé la bebida (había empezado a los 14), es decir que ya llevaba, más o menos, unos 20 años de beber y, como suele suceder con el consumo de alcohol o de cualquier droga, en medida de que pasa el tiempo el consumo se incrementa. Después de un choque que tuve en mi VW, color café con leche, quizá más café, apodado “El Muégano” por los diversos golpes en su carrocería (aunque la máquina y sus aparatos mecánicos siempre los trajera funcionando bien; no me interesa traer un carro muy arregladito por fuera; son burros de trabajo y más en una ciudad como el Distrito Federal).

El choquezazo (que ya relataré en otro momento) fue un sábado al amanecer, me quedé en casa de mi madre hasta el domingo en la noche y tenía sesión de psicoanálisis el lunes con la Dra. Esther Harari y me fui en taxi, ya que “El Muégano” se quedó en el taller de la aseguradora. Le platiqué a mi terapeuta las aventuras de las posadas hasta el momento del choque y el fin de semana terrible que pasé. En un momento dado, ella me dijo que lo que me estaba sucediendo era de vida o muerte y que en ese momento debía elegir entre una y otra. Por supuesto, luego de pensarlo poquito, elegí vida, pero le comenté que guardaría en la hielera una botella de champaña de la mejor para festejar la llegada del año 2000, aunque faltaran 17 años para que arribara la fecha y, en ese momento, quizá nadie pensaba en el 2000, pero ese es el típico ejemplo de pensamiento etílico. Ella no dijo nada y yo empecé a dejar de beber, aunque me faltaba prescindir de la marihuana, pero ya era un gran avance.

Unos 6 meses después, la analista volvió a tomar el tema de la champaña y me comentó que para qué quería yo esa botella en la hielera, que, a pesar de que faltaban casi 20 años para el segundo milenio, nadie me aseguraba que esa bebida podía ser un nuevo detonador y que si ya estaba haciendo el esfuerzo de abstenerme y si ya estaba haciendo deporte (me volví corredor de fondo, medios maratones y uno que otro completo, y bajé mucho peso y me puse más guapo de lo que ya era), pues que mejor le regalara a alguien la champaña. En fin, me convenció, y no recuerdo a quién se la regalé y sentí que me quitaba un peso de encima.

Pasaron los años (también dejé la marihuana) y me gané, en el año 2000, el premio para cuento del Instituto Cervantes de París (escuela de la lengua castellana y de investigaciones lingüísticas del gobierno español) y viajé, acompañado por mi hijo Rodolfo, a París a recibir el premio; una parte de dinero la invertí en el pasaje de mi hijo y para que, cuando yo regresara, él se diera una vuelta por Europa, a donde tenía muchas ganas de ir. Llegamos a la casa de Anne Datler, una amiga de mucho tiempo, casada con el entonces secretario particular Butros Butros-Ghali, entonces encargado de la ONU; la casa de Anne y su marido estaba en el barrio XIII, el más despampanante de París, y a mi hijo y a mí nos dejaron la sala de estar, o sea la de la TV, que era gigante y con baño y dormíamos a pierna suelta. (Continuará)

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero