A los seres humanos nos gusta lo simple, lo fácil, y el ejemplo más claro es la representación que nos hemos inventado de la justicia como una balanza. Si lo pensamos un momento se encontrará la causa de que ese objeto se volviera un icono prácticamente universal. ¿Por qué una balanza?, ¿por qué hacemos esa analogía? La justicia es —por proponer la definición más común— ser parejos (en ese sentido es que decimos: "somos justos"). La imagen de una balanza resulta, por lo tanto, muy elocuente ya que nos da de forma tangible la comprensión de equilibrio: todos sabemos que es necesario poner el mismo peso en ambos platillos. E igual nos ocurre con otras analogías que hacemos: ¿por qué asociamos la libertad con un ave volando? Porque en el aire no hay caminos marcados o no hay, para decirlo gráficamente, renglones que obliguen al ave a seguir una dirección. Las analogías simples abundan: solo piénsese en lo difícil que es entender la transparencia; pero con una comparación que se antoja inmediata lo logramos diciendo agua… insisto: nos gusta lo simple, lo fácil.
La manera como intuimos el cosmos siempre ha sido mediante analogías. Los griegos, que le impusieron el nombre "cosmos" —término que significa orden— tomaron esa palabra del lenguaje de la jurisprudencia, de la palabra "taxis" que significa ordenanza, ley, ordenamiento para regular las conductas sociales, y haciendo una analogía se refirieron al universo como un cosmos, como un orden. Más tarde, en la época en que se popularizaron las máquinas y conocimos los relojes de cuerda, de inmediato se dijo que el universo era una "máquina perfecta" y al mismísimo dios, un filósofo de nombre Leibinitz, se lo representó como un relojero que había sincronizado todas las piezas armonizándolas. Hoy la gente usa "computar" como sinónimo de pensar y la primera representación del átomo fue también una metáfora: nos lo mostraron como un sistema planetario pequeño, con su núcleo orbitado por electrones.
Nos encanta la simplicidad y, sin embargo, el mundo real es complejo, extraordinariamente complejo. Veamos cómo la balanza no sirve para representar la justicia: en la realidad dar lo mismo a todos no es justo, pues no todos se merecen lo mismo, ni necesitan lo mismo y no siempre las partes en conflicto tienen razones igualmente válidas. En cada acto concreto es necesario ponderar infinidad de factores y, obviamente, no es tan simple como poner el mismo peso en ambos platillos. El ejemplo de un padre que aspira a ser justo con sus hijos lo comprueba de la manera más fehaciente: no se le puede dar lo mismo a todos. Imaginamos que son tres los hijos: dos varones y una mujer: uno de ellos tiene 20 años y es fuerte, el otro tiene 13 y es débil y el tercer hijo, para empezar, no es hijo sino hija, y tiene 7 años, también es de constitución fuerte. Sería absurdo que las porciones de comida fueran parejas y absurdo también que al alentarlos al ejercicio el padre hiciera que todos corrieran los mismos kilómetros o que saltaran igual de alto…
Cuando las imágenes simplificantes se apoderan de nuestro pensamiento —y es harto difícil impedirlo, pues nuestro lenguaje es metafórico— somos presa fácil de aquel que nos venda la versión más sencilla. ¿Cuál es esta? La que nos pinta el mundo en blanco y negro, la que divide todo en bueno y malo, la que convierte nuestra mente en una película de vaqueros donde solo hay héroes de una pieza y villanos hasta los huesos. Son muy pocos los que escapan a la simplicidad elocuente de las explicaciones fáciles, muy pocos los que se detienen a pensar, a investigar más a fondo, poquísimos los que arman un criterio personal y ponderado; el resto forma el contingente enorme de los que son movidos para acá o para allá, completa y absolutamente convencidos.
Los medios de comunicación, en su mayoría; los políticos unánimemente; los anunciantes, los líderes religiosos, los influencers y, en general, cualquiera que tiene un micrófono para alcanzar a muchísimas personas arma un discurso que alimenta nuestra proclividad a la simpleza con metáforas fáciles. Y encima, hoy, el discurso simple y simplón es reforzado con imágenes persuasivas y, por si esto no bastara, se le agrega el martillante efecto de la repetición. Casi me atrevería a decir que somos esencialmente manipulables; pero no. Me conformo con afirmar que somos tremendamente manipulables.





