Juan Carlos Monedero

Y tú ¿por qué te tatuaste?

"Estigmatizar a alguien por sus tatuajes es como hacerlo por su forma de vestir, de hablar, de creer, de amar. Los mayores siempre han criticado a los jóvenes por algo: su pelo, su música, sus pantalones, sus posters, cómo ordenaban su cuarto o sus tatuajes."

Juan Carlos Monedero

10/07/2025 - 12:03 am

Los tatuajes de los prisioneros en los campos de concentración del nazismo son la forma moderna de las marcas que históricamente se hicieron sobre los esclavos africanos, a los que se marcaba con hierros al rojo vivo. Marcar a los esclavos, como al ganado, era una forma de dejar clara la propiedad.

Pero también hay migrantes que antes de marchar a los EU, de jugarse la vida para probar suerte en otro lado, se tatúan en su piel algo que tiene que ver con el territorio que abandonan. En su piel, grabado a tinta, se llevan la tierra que han tenido que abandonar y así sienten que la llevan más dentro de sí. Renacemos muchas veces y el tatuaje puede ser una señal de esos bautizos.

Nadie puede dudar que los tatuajes se han puesto de moda, hasta el punto de que no hay capital que no tenga sus muchas tiendas de tattoo (así en inglés que, supongo, atrae más clientes), y hay sociólogos que intentan hacer un retrato de época a partir de los dibujos, las agujas y la tinta igual que en otras ocasiones han intentado hacerlo con los dibujos en la paredes o con el auge de las barberías caras en zonas gentrificadas donde se ha expulsado a los ciudadanos de siempre, y han sido tomadas por turistas y gente de dinero, y donde puedes cuidarte la barba o el pelo por un precio similar a lo que cuesta comer en un restaurante caro que tampoco puedes permitirte.

Los tatuajes eran cosa de carcelarios, piratas y tribus geográficamente alejadas del canon occidental. El tatuaje siempre tiene algo de violencia. El número que los nazis ponían en el antebrazo de los presos en los campos de concentración aún hoy estremece cuando alguno de los ya pocos supervivientes se arremanga la camisa y enseña lo que no era sino un pasaporte para la muerte. 

Hoy, en una dirección contraria, el Presidente del Salvador Nayib Bukele encierra en su industria carcelera a todo el que tenga tatuajes. Comparte con Donald Trump esa lectura que hace criminal a quien esté tatuado, igual que los jemeres rojos mandaban a los campos de la muerte a los que tenían gafas, sabían idiomas o diferenciaban a Kant de Aristóteles. Ese capricho me recuerda al de los narcos de Pablo Escobar y que hoy tiene tantos emuladores, que pueden pegarte un tiro porque te han visto algo que no termina de gustarles.

En España, la izquierda durante el franquismo no era muy de tatuajes, porque en la clandestinidad, un tatuaje te podía costar también la cárcel o la muerte porque ayudaba a reconocerte. Además, se tatuaban los legionarios, esa sección patibularia del ejército que debían haberse portado siempre tan mal que se marcaban con un clavo y tinta de bolígrafo la frase “amor de madre”.

No todos tenemos una idea sobre los tatuajes, pero todos tenemos sensibilidad para saber cuándo nos gustan, nos disgustan, nos excitan, nos asustan, nos confortan. También cuando ayudan a que tengamos una enorme desconfianza hacia alguien o, al revés, cuando nos permite entender que estamos delante de alguien con una enorme sensibilidad. También delante de alguien con una enorme personalidad. También delante de alguien con un enorme ego o con una enorme chequera que le lleva a comportarse como un imbécil y parecer un imbécil. 

Los futbolistas de éxito y la gente del deporte se tatúan mucho y como un paradigma de éxito social y riqueza, son imitados por muchos jóvenes y adolescentes que creen que así se acercan a sus ídolos.

La moda del tatuaje tiene muchos prismas y hay que entender que no todo el mundo lo hace por las mismas razones. Hay quien se tatúa para ser especial, asemejándose mucho a quien entra en quirófano para ser más deseable y envidiable. Un grupo de ricos tatuados reunidos en sus clubes selectos están exhibiendo su riqueza con un punto de competencia entre ellos y ellas. Hay quien lo hace para pertenecer a una comunidad en pugna con la sociedad, aunque sólo sea un rato. El tatuaje puede servir como una manera de ser rebelde sin que te deshereden por ello ni que tus progenitores se olviden de hacerte un buen regalo el día de tu cumpleaños pese a esa rebeldía. No se tatúa por lo mismo un rico que un pobre.

 El tatuaje también te hace pertenecer a un colectivo desafiante o que necesita reforzar la condición de clan. El más evidente son las maras salvadoreñas o la yakuza japonesa o algunas sociedades secretas, pero también los que se tatúan durante su estancia en la cárcel. Era normal en una cofradía de piratas o en tribus -o grupo- que quiere mantener los lazos compartidos a manera de rito de iniciación. Los maoríes de Nueva Zelanda popularizaron su costumbre de tatuarse al trasladarlo al mundo del rugbi.

En grupos cerrados como la Mara Salvatrucha, el tatuaje se utiliza como forma de identidad, de jerarquía y pertenencia, de la misma manera que en EU y Rusia, existen códigos carcelarios tatuados que indican delitos, tiempo cumplido, lealtades o ideologías.

 El adolescente que se tatúa está exigiendo reconocimiento o pasa por una fase de pensamiento mágico que cree que tatuándose un amor, un ideal político o un sueño lo convierte en un poco más real. A veces como una forma de agradecimiento cuando tienes creencias religiosas. Como si el dolor de las agujas y el desafío de grabarse algo en la piel le diera ante los demás un status privilegiado. El joven quiere reafirmar quién es, algo más comprensible hoy cuando la identidad se desdibuja en un mundo mercantilizado, donde todo se usa y se tira, donde todo es efímero, donde hacer planes de futuro es complicado. 

El tatuaje en la clase obrera era una reafirmación permanente y orgullosa frente al mundo del capital que marcaba lo que era correcto y lo que no lo era. Si el Presidente de tu país o el Papa o un general norteamericano nunca se haría un tatuaje, tú vas y te lo haces. No es tampoco extraño que en la serie The new Pope de Sorrentino, el Papa rupturista interpretado por Jude Law, tuviera un tatuaje en el antebrazo. Y ya ha habido presidentes tatuados en diferentes países.

Hay elemento compartido entre todos los que se tatúan, que tiene que ver con un ansia de inmortalidad, de torcerle el rumbo a la naturaleza, de hacer con la piel algo que la naturaleza no ha hecho. No es nacer con la señal de Caín o con una mancha que invite a pensar en un pacto con el diablo hecho por alguien que no eres tú, sino la decisión propia de torcerle el rumbo a tu piel para que diga lo que tú quieras. Es convertir el cuerpo, o al menos una parte, en una obra de arte humana que enmienda la plana a la divinidad responsable de que existamos en las personas que son creyentes. 

Los atributos externos siempre han sido aderezos sociales que marcaban estatus o adscripción. La ropa, los peinados, el maquillaje, los abalorios señalaban diferencias de clase, de géneros, de raza, de opción sexual... La mercantilización del mundo y la facilidad con la que cualquiera puede acceder a esos símbolos que antaño eran de distinción, aunque sea en versión outlet o lowcost o de las rebajas, invita a que los tatuajes sean un forma más rotunda de identidad en un mundo tan intercambiable. Es algo que se queda “para siempre”, una afirmación radical de que somos también eso que nos hemos tatuado. Los anillos en la oreja eran atributos de los marinos que habían pasado algún cabo. Cuando tantos hombres usan zarzillos, desaparece esa identificación. El tatuaje, al contrario, expresa una voluntad clara de decir quién eres cuando crees que necesitas dejarlo claro. 

Todos tenemos identidades, y esas identidades a veces nos las imponen desde fuera y otras las escogemos nosotros. Por eso no es lo mismo tatuarnos para dejar claro quiénes somos a que alguien nos grabe en la piel sin nuestro permiso. Lo hacía la gente de extrema derecha grabando a navaja mensajes en quienes pensaban que eran de izquierdas. En Gloriosos bastardos, del director de cine Tarantino, al torturador de la Gestapo le graban con un cuchillo en la frente la esvástica, un símbolo que se robaron los nazis de la cultura popular. Hay gente que se graba caracteres chinos sin saber si realmente se está poniendo el nombre de un plato de la carta de un restaurante de Hunan. 

Otra gente se graba en su piel algo que le recuerde cada uno de sus hijos, o su lealtad o su fe. Cuando nos imponen las identidades, por ejemplo como migrantes, quieren hacernos daño. Pero cuando le damos la vuelta y las convertimos en propias, tenemos un escudo impenetrable. Las identidades son variables, pero los tatuajes son invariables. Aunque lo que tiene que ver con la moda, con la precipitación juvenil, con no darte cuenta de que nuestra forma de pensar cambia puede llevar a que lo que nos pareció una buena idea, luego no lo sea. Si borrar el pasado se ha convertido en un derecho en el mundo de la información, borrar tatuajes forma parte también de una exigencia. Muchas tiendas que hacen tatuajes también los borran. Claro que dice quiénes éramos, pero no siempre queremos seguir siendo esa persona.

Estigmatizar a alguien por sus tatuajes es como hacerlo por su forma de vestir, de hablar, de creer, de amar. Los mayores siempre han criticado a los jóvenes por algo: su pelo, su música, sus pantalones, sus posters, cómo ordenaban su cuarto o sus tatuajes.

Y muy al contrario, una buena forma de entablar conversación es preguntarle a alguien: oye, háblame de tus tatuajes.

Juan Carlos Monedero

Juan Carlos Monedero

Realizó estudios de licenciatura en Economía, Ciencias Políticas y Sociología. Es Doctor en Ciencias Políticas y profesor titular en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Hizo sus estudios de posgrado en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Ha dado clases en diferentes universidades de Europa y América Latina y es profesor honorario en las universidades argentinas de Quilmes y Lanús. Ha asesorado a diferentes gobiernos latinoamericanos. Entre otros libros, ha publicado La transición contada a nuestros padres, El gobierno de las palabras, Nuevos disfraces del Leviatán, Dormíamos y despertamos, Curso urgente de política para gente decente (15 ediciones y publicado en cinco países), La izquierda que asaltó el algoritmo, El paciente cero eras tú y Política para tiempos de indiferencia (2024). Premio Latinoamericano y Caribeño de Ciencias Sociales de CLACSO en 2018. Ha sido ponente central en la conmemoración del Día Internacional de la Democracia en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York y en la 28 Sesión Regular del Consejo de Derechos Humanos en Ginebra. Tiene reconocidos tres sexenios de investigación. Es cofundador de Podemos, colabora en diferentes medios de comunicación y ha presentado durante cinco años el programa En la frontera en Público, donde tiene el blog Comiendo tierra.

Lo dice el reportero