María Rivera

Fiesta

"Así velamos las cenizas de Antonio Calera en La Bota, o, mejor dicho, su sueño. Y no podía ser de otra manera, sino una fiesta. Una fiesta como siempre fue cuando él estaba con vida, una fiesta perpetua y adolorida, como suelen ser nuestras fiestas, una fiesta para los otros, con los otros. Una fiesta con lágrimas y adrenalina, con gritos y carcajadas, una fiesta que se acaba."

María Rivera

25/09/2025 - 12:00 am

Antonio Calera. Foto: Francisco Cañedo

Hace unos días, se realizó en la Hostería La Bota, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, una reunión para celebrar la vida de su fundador, el escritor y poeta Antonio Calera, quien falleció recientemente en Progreso, Yucatán. Sus hermanos y su madre, junto con muchísimos amigos y colegas nos dimos cita para recordarlo, dedicarle unas palabras a quien parecía y era realmente inagotable. Desde sus amigos más antiguos hasta sus amigos más recientes, sus colaboradores en sus empresas culturales, cómplices en sus aventuras gastronómicas y pantagruélicas, hasta artistas y pintores que solían acompañarlo en sus aventuras utópicas, estuvimos, casi como siempre, festejando a su lado, en esa algarabía ruidosa que siempre lo acompañaba.

Abrazos, reencuentros, charlas. Qué viejos estamos ya, caray, pensaba cuando escuchaba a amigos que hace mucho tiempo no veía. Siguen siendo los mismos, el mismo sino de siempre, pero cómo hemos envejecido, me repetía. Algo hermoso, sin embargo, se asomaba en su mismidad, en la persistencia de su carácter, de su voz, de su entusiasmo. ¿Qué a ellos nos les pasó la vida por encima? me preguntaba. Seres de otro planeta, seres que viven en un espacio distinto, una especie de sueño creativo que a todos ha empobrecido pero qué felicidad, cuánta fidelidad al instante. Así son o así era nuestro tiempo, cuando era plácido y electrizante, simultáneamente.

Recordé, obviamente, a ese gigante que era Antonio: su desmesura y su pasión; su determinación generosa para llevar a cabo proyectos basados en una idea: escribir otro mundo y sus infinitas posibilidades. Calmar el hambre, evidenciar el horror social, llevar poesía (y comida) allí donde nadie la escucha. Tal vez, éramos una tribu muy inocente, muy crédula, o éramos jóvenes. ¿A quién se le ocurre llevar poemas a las calles, aventar poemas por el aire, alimentar a jóvenes poetas? Sí, Antonio era de otro mundo. Un mundo que creó y que albergó a muchos de nosotros en el camino azaroso de la vida. Sus iniciativas editoriales propiciaron la creación de poemas, la celebración efímera, en medio de una camaradería que no podría definir más que como artística. No había Estado ni instituciones culturales; no había intereses que no fueran estrictamente amistosos, humanos. Porque precisamente la excepcionalidad de Antonio Calera es que no era, nunca fue, un burócrata-poeta, esa figura tan mexicana, sino un artista verdaderamente independiente soñando con otro mundo y patrocinándolo. Si algo nos demostró es que era posible ser creador de mundos. Mundos mejores que el nuestro, mundos para el poema, para la fraternidad, para la libertad. Creó los espacios para que su aspiración se convirtiera en realidad con la complicidad de su familia y de sus amigos, con sus empresas culturales que en poco tiempo florecían allí donde él fuera. Excesivo, generoso, fuera de este mundo. Así lo describieron muchos de quienes lo acompañaron en esa utopía poética donde vivió y que terminó, hace unas semanas, en el mar Caribe.

Poco antes de morir había decidido hacer un cierre temporal de sus iniciativas, estaba cansado y buscaba regresar con nuevos bríos. Es cierto que el país de los últimos veinte años ya no era el mismo. Luchamos durante tanto tiempo para que cambiara, y cuando al fin llegó el cambio, ciertamente estábamos exhaustos. Y es que Antonio no eludía las cosas de este mundo, o aquellas cosas de aquel mundo que tanto nos hirieron durante tantos años. La descomposición que atravesó el país durante décadas y que nos unía como un ejército para combatirlo.

Y eso también recordaron esa noche, cuando hace muchos años varios artistas fundamos el grupo “La sensacional inoperante” en el que discutíamos y llevábamos a cabo acciones políticas. Entre ellas, en 2011 hicimos una acción- manifestación en El Ángel de la Independencia, por los desaparecidos en el país. Antonio consiguió para ello cientos de pares de zapatos viejos que pusimos en las escalinatas mientras llevábamos a cabo un performance que, cosa extraordinaria, logró cobertura mediática. Qué años, qué años más brutales y tristes, fueron aquellos.

Pero pinches últimos años, decían las conversaciones entre cervezas, tequilas, y paella, se están muriendo todos. O no todos, pero muchos. Y no somos tan mayores, apenas los cincuenta. Y sí, se han muerto tantos poetas en este tiempo postpandémico que hasta miedo da. Un amigo de plano dijo que ya, que ya mejor nos morimos todos, que pues sí, de morirse se trata. Sí, pero antes vamos a emborracharnos, dijo un sabio que pasaba por la mesa.

Así velamos las cenizas de Antonio Calera en La Bota, o, mejor dicho, su sueño. Y no podía ser de otra manera, sino una fiesta. Una fiesta como siempre fue cuando él estaba con vida, una fiesta perpetua y adolorida, como suelen ser nuestras fiestas, una fiesta para los otros, con los otros. Una fiesta con lágrimas y adrenalina, con gritos y carcajadas, una fiesta que se acaba. Una tribu muy heterogénea, muy variada, y, sobre todo, inmensa lo acompañó en ese sueño de escribir otro mundo y vivirlo, durante décadas. Esa era su cualidad principal, estar más vivo y activo que nunca, resistir, resistir, resistir. Porque su sueño se oponía a la violencia, a las múltiples cárceles del espíritu, a los descalabros y hondonadas que sobrevivió mientras ofrecía viandas, abrazaba a la poesía y a los otros de manera libérrima. ¡Cuánto nos dio Antonio Calera a tantos y cuánto a la poesía en México!

La muerte, con la que bailó de cachetito y de la que se burló ofreciéndole múltiples tragos de la bota, lo alcanzó hace unas semanas, en un mar azul turquesa. Como escribí aquí hace unas semanas, muchos sencillamente no podíamos creerlo ¿cómo un gigante como Antonio podía morir si estaba tan irremediablemente vivo? La respuesta a mi incredulidad, finalmente, se me reveló esa noche en La Bota. La fatalidad alcanzó a su corazón como una flecha, pero no a su legado: le sobreviven su Hostería, su generosidad ilimitada, sus libros y poemas, sus iniciativas, sus hermanos, su madre, y sus amigos: su sueño vivo. Antes de irme, le susurré al oído unos versos de Vallejo y partí con la honda certeza de que Antonio Calera vive porque la muerte nada puede contra el sueño de la poesía, o del amor, que es lo mismo.

María Rivera

María Rivera

María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

Lo dice el reportero